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 VIAJE APOSTÓLICO A GINEBRA

DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LAS AUTORIDADES DE LA CONFEDERACIÓN HELVÉTICA,
DEL CANTÓN Y DE LA CIUDAD DE GINEBRA*

Martes 10 de junio de 1969

 

Señor Presidente de la Confederación Helvética,
Señor Presidente del Consejo de Estado,
Señores

Con un gozo muy especial Nos expresamos nuestra gratitud por vuestra acogida mientras Nos saludamos en vosotros a los representantes altamente calificados de la Confederación Helvética, del Cantón y de la Ciudad de Ginebra.

En primer lugar a vos, Señor Presidente, a quien Nos tuvimos el honor de encontrar hace tiempo en Sachseln, se dirige nuestro deferente saludo. Es el saludo –Nos atrevemos a decirlo–, no sólo del huésped de un día, sino del admirador y del amigo; sí, de un ferviente admirador y de un viejo amigo de Suiza; ¡Cuántas veces Nos hemos estado en este País y hemos beneficiado, como todos los que a él llegan, de la hospitalidad risueña y generosa que vuestro pueblo tiene el secreto de reservar a sus huéspedes por lo cual conquista tanta simpatía en el mundo! Nos hemos aprendido también a conocer y a estimar las cualidades de este pueblo, tan constantes en medio de las diversidades étnicas lingüísticas: su carácter naturalmente trabajador y pacífico, pero que sabe asimismo ser intrépido y fuerte, como pueden testimoniarlo los hijos de vuestra patria que desde hace más de cuatro siglos –y a veces, tiempo atrás, con peligro de sus vidas– constituyen la guardia cerca del Papa en el Vaticano.

Al hablar a las Autoridades responsables de la Confederación, del Cantón y de la Villa de Ginebra, Nos quisiéramos mencionar dos rasgos característicos de la forma de vida y de gobierno de vuestra Patria, dos rasgos merecedores de la alabanza de cualquier observador imparcial.

El primero es el principio de la libertad democrática, reconocida a los ciudadanos, cualesquiera que sean sus opiniones persónales, religiosas o políticas. Esto que ha llegado a ser, gracias a Dios, la usanza, normal de todos los pueblos civilizados, es en vosotros una antigua tradición, costosamente adquirida, intrépidamente defendida, y que sabrá encontrar –Nos no dudamos de ello– todas las aplicaciones que requieren los nuevos tiempos. Tal concepción está en efecto, muy en armonía con la mentalidad del hombre moderno, tan celoso de su autonomía, tan desconfiado contra cualquier intervención de la autoridad que aun aparentemente la amenazase o limitase.

La propia Iglesia sabe reconocer todo lo que hay de positivo y de beneficio en la noción de libertad humana, si ésta se entiende en su justo sentido; los dos mil padres del Concilio Vaticano II estuvieron de acuerdo para reconocerlo así cuando, procediendo a un amplio examen de la situación de la Iglesia ante el mundo moderno, elaboraron el texto de la Constitución pastoral Gaudium et Spes y de la Declaración Dignitatis humanae sobre el derecho de la persona y de las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa.

Nos queremos poner de relieve una segunda característica que coloca a la Confederación Helvética en un lugar muy especial dentro del concierto de las Naciones: es su adhesión a la neutralidad. Neutralidad que no es sinónimo de indiferencia sino todo lo contrario; neutralidad activa, podría decirse; elección deliberada de una actitud mediante la cual vuestro pueblo estima poder servir mejor a la comunidad de los pueblos, que no con una toma de posición en favor de uno o de otro. Esta isla de paz que ha formado Suiza en las dos últimas conflagraciones mundiales ha sido, puede decirse, un bien para las demás naciones.

Por su neutralidad abiertamente proclamada y escrupulosamente aplicada, la nación suiza ha adquirido un derecho para llegar a ser la sede de muchas e importantes Organizaciones internacionales; por ello también, muestra su ansia de servir con una atención siempre vigilante ante las necesidades de la comunidad humana. La Santa Sede es la primera, Nos podemos asegurarlo, en alegrarse y en felicitaros por esto.

Tales son, Señores, las reflexiones que Nos ha sugerido este breve encuentro que Nos no queremos que acabe sin invocar de todo corazón sobre vuestras personas y sobre las responsabilidades que habéis asumido, en diferentes grados, para bien de vuestro País, la abundancia de las bendiciones divinas.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.24, p.7.

 



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