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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
CON OCASIÓN DE LA VISITA OFICIAL DEL
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE YUGOSLAVIA*

Lunes 29 de marzo de 1971

 

La visita con que hoy Nos honra suscita en Nuestro espíritu emociones y reflexiones particulares.

Nos pensamos ante todo, con respeto y cariño, en la nación de donde viene Vuestra Excelencia y en sus poblaciones a las que Nos amamos por tantos motivos.

Entre estos motivos, no le molestará que, como sacerdote y pastor, recuerde en primer lugar la fe cristiana, que desde hace siglos ilumina una parte tan grande de vuestro pueblo y que ha dado a la historia tantas nobles y valerosas figuras de testigos y de santos. Y permítasenos también recordar los especiales vínculos culturales y espirituales que unen a estas poblaciones con la Sede Apostólica.

Se trata de gentes y tierras ricas de una historia antigua y variada, que junto a páginas selladas por la gloria y la prosperidad cuenta no pocas entristecidas por las pruebas y las desgracias. Nos parece que vuestros pueblos, situados dentro de Europa en el punto de confluencia de civilizaciones diferentes y a menudo contrastantes, están destinados por las experiencias sufridas y por la Providencia a una vocación especial con la que intenta ser punto de encuentro y de comprensión, para ahorrar al Continente nuevos conflictos y para que éste sepa encontrar en la colaboración de las naciones que lo pueblan la senda de un progreso más completo y de una civilización más fraterna.

Yugoslavia, bajo el impulso y la dirección de Vuestra Excelencia, parece que quiere responder hoy a esta vocación extendiendo su radio de influjo internacional fuera de Europa, hacia un mundo que en realidad se ha vuelto más unido y solidario, tanto en los aspectos positivos como en los negativos.

Vuestra Excelencia sabe con cuánta atención sigue la Sede Apostólica y Nos mismo la actividad que usted y su gobierno desarrollan en este campo, y que Nos le deseamos con toda sinceridad el debido éxito en todas sus iniciativas que tengan por objeto la defensa y el restablecimiento de la paz, o la promoción de relaciones mejores y más fructuosas entre los países de todos los Continentes.

Nos agradecemos también a Vuestra Excelencia el aprecio que demuestra por los esfuerzos incesantes que Nos realizamos en favor de la paz y de la cooperación fraterna de todos los pueblos, consciente de que éste es un deber que Nos impone nuestro propio ministerio apostólico, un ministerio de amor a todos los hombres y a todas las gentes, respetándolos a todos, sintiéndonos obligado a servirlos con Nuestra caridad y nuestra palabra; un ministerio que no consideramos Nuestro sino de Aquel de quien deriva Nuestro mandato y a quien representamos sobre la tierra.

No Nos desagrada reconocer que precisamente en este sentido, con tantos elementos que Nos son comunes y orientado a la paz y a la colaboración internacional, se ha realizado ya desde hace años un acercamiento entre el Estado Yugoslavo y la Santa Sede que, como la experiencia demuestra, ha sido muy benéfico y promete resultados aún más positivos.

Nos, que estamos obligado a preocuparnos por el bien y por los intereses legítimos de la Iglesia, estamos convencido de que una armonía leal entre la Iglesia y el Estado, basada en el sólido fundamento del respeto sincero a la mutua independencia y a los derechos de ambos, resulta muy provechoso para la Iglesia, pero al mismo tiempo, y no menos, también para la sociedad civil. No sólo porque la paz religiosa es por sí suyo una valiosa colaboración a la serenidad de la vida nacional, sino también porque, de esta forma, la religión está más capacitada para contribuir con sus valores espirituales y morales a la formación humana de los ciudadanos, sobre todo de la juventud.

Nos hemos visto con interés cómo los fundamentos de vuestra Carta Constitucional afirman principios como los de la «humanización del ambiente social», del «fortalecimiento de la solidaridad y de la colaboración entre los hombres», del «respeto a la dignidad humana» y del «desarrollo general del hombre como persona libre».

Nos pensamos en lo mucho que puede contribuir la Iglesia, con su doctrina y su actividad, a la afirmación genuina de estos elevados principios y de otros semejantes, situados en la base de la convivencia social, de cada nación y entre los pueblo; de todo el mundo.

Lo único que la Iglesia pide para sí es la legítima libertad de desempeñar su propio ministerio espiritual y de ofrecer su leal servicio al hombre – individuo y comunidad –, fuera de todo otro interés personal ajeno su misión religiosa y moral.

La Iglesia católica reafirmó no hace mucho, de modo solemne, que era consciente al mismo tiempo de 1a naturaleza y de los límites de su misión; por consiguiente, Nos no debemos temer que se propase o interfiera de forma indebida en el campo de la soberana y legítima competencia del Estado. Como ya Nos tuvimos ocasión de decir a los representantes de los Estados que mantienen relaciones diplomáticas con la Sede Apostólica, la actividad de la Iglesia se desarrolla « en un plano diferente y más profundo; el de las exigencias morales fundamentales, sobre las que reposa todo el edificio de la vida social »; y « su deseo de colaborar con los poderes de este mundo no pretende ventajas temporales » (Alocución al Cuerpo Diplomático, 8-1-1966: AAS 1966, LVIII, pág. 141 ss.).

Nos parece, señor Presidente, que Vuestra Excelencia y los hombres responsables de la nación que usted gobierna comprenden esta actitud de la Iglesia. Esta comprensión, junto con los compromisos claramente confirmados en 1966 por el Estado yugoslavo y por la Iglesia Católica, se hallan en la base de las nuevas relaciones mutuas, que se han perfeccionado últimamente con el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y Yugoslavia; Nos esperamos que estas relaciones se abran a posibilidades aún más amplias de buen entendimiento entre la Iglesia Católica y la Santa Sede, por una parte, y las autoridades civiles yugoslavas por otra.

Estas relaciones ayudarán también a una continua colaboración en el examen de los problemas tan graves e inquietantes mencionados por Vuestra Excelencia, y en la búsqueda de soluciones adecuadas mediante el esfuerzo conjunto de los hombres de buena voluntad. Bajo el signo de esta aspiración a un entendimiento mutuo, a la paz verdadera y honesta y a una generosa comprensión y cooperación internacional, Nos agrada expresarle, señor Presidente, Nuestros mejores deseos, que Nos extendemos con gusto a cuantos le acompañan y a todos los pueblos de Yugoslavia, sobre los que Nos invocamos de corazón la protección del Altísimo.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n°14, p.7.



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