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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL SEÑOR JOSEF LAURENTIUS HUBERTUS CEULEN,
NUEVO EMBAJADOR DE LOS PAÍSES BAJOS ANTE LA SANTA SEDE*


Lunes 26 de junio de 1978

 

 

Señor Embajador:

Os agradecernos vivamente las deferentes palabras que acabáis de dirigirnos, en el momento en que nos presentáis las Cartas que os acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Su Majestad la Reina de los Países Bajos ante la Santa Sede.

En términos elevados, Vuestra Excelencia acaba de aludir brevemente a los nobles afanes que inspiran la acción internacional de su país, y en particular la voluntad de participar activamente en la lucha contra la pobreza en el mundo, en el respeto de los derechos humanos y en el progreso de la paz. Es para nosotros una satisfacción y un consuelo haber oído igualmente a Vuestra Excelencia testimoniar los esfuerzos ya realizados y poner de relieve que los Países Bajos no dejarán de contribuir, especialmente en el seno de los diversos Organismos internacionales, a la unión de todos los hombres de buena voluntad en la búsqueda de una colaboración eficaz y desinteresada.

Por su misma vocación sobrenatural y por la misión propiamente religiosa que le son propias, la Iglesia debe participar en los esfuerzos desplegados para asegurar a todos los pueblos, junto con la seguridad, una vida humana digna de este nombre. Por eso nuestro gozo es profundo al ver crecer, en nuestros queridos hijos católicos de los Países Bajos, un aprecio notable de la acción caritativa y social, tanto en el plano nacional como a nivel internacional.

En efecto, para los cristianos, esta atención hacia los más desheredados no es un simple altruismo humanitario. Los cristianos saben reconocer la misteriosa presencia del Señor en la persona de los pobres, de los enfermos, de los extranjeros, y de todos los que esperan el paso y el socorro del Buen Samaritano. Esta visión evangélica es precisamente la que motiva y atrae la atención tan viva de los católicos neerlandeses hacia todos los que sufren condiciones sociales difíciles: las personas ancianas o aisladas, los abandonados, los marginados, los emigrantes, y tantos otros afectados por miserias físicas o morales.

¿Cómo extrañarse de que un aprecio semejante del prójimo traspase los límites nacionales y se extienda hasta las necesidades esenciales de la humanidad: los problemas de los derechos humanos, del desarme, del desarrollo de las naciones menos favorecidas? La inspiración propiamente católica que nos gusta reconocer en la acción social de nuestros hijos de los Países Bajos —¿es necesario subrayarlo?— no conduce en modo alguno a ningún tipo de competencia con las iniciativas emprendidas por las otras comunidades religiosas o por otros movimientos de ayuda a las miserias humanas. Las exigencias mismas del amor según el Evangelio llaman por el contrario a colaborar generosamente en la acción común que tan justamente habéis ensalzado.

Esta . colaboración armónica es posible, y nos complace particularmente dar fe de ello aquí, señor Embajador, gracias al clima de libertad que las instituciones de vuestro país garantizan a todos los ciudadanos. En efecto, en el campo tan importante de la formación escolar, vuestros compatriotas gozan de esta libertad ejemplar a los ojos de todos, e igualmente en las diferentes iniciativas privadas o colectivas al servicio del bien común.

Nos complace presentar nuestros respetuosos saludos a Su Majestad la Reina que os ha confiado vuestra misión y expresaros los deseos de prosperidad que formulamos de todo corazón en la oración para los Países Bajos. Y a vos, señor Embajador, os confirmamos la cordialidad con la que os acogemos en la Ciudad Eterna, dirigiéndoos nuestros mejores votos de bienvenida.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.27, p.4.



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