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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
 A LOS FIELES ESPAÑOLES EN EL I CENTENARIO
DEL APOSTOLADO DE LA ORACIÓN
*


Domingo 18 de noviembre de 1945

 

Con la plena efusión de Nuestro corazón paternal, amadísimos hijos de España, hemos accedido a vuestro deseo de que fuesen unas palabras Nuestras los que clausurasen estas solemnidades, que estáis celebrando para conmemorar el primer Centenario del Apostolado de la Oración, cenáculo selecto de orantes que quieren hacer de su vida una lámpara encendida en el celo de la mayor gloria de Dios; porque —como su fundador escribió— el celo es «el principio, el ánima y la vida» de este Apostolado[1].

Y si esto es así, ¿quién podrá extrañarse de qué hoy vuestro Apostolado se presente como un recio tronco, robusto y frondoso, cargado no sólo de ramas y de flores, sino también de frutos?; ¿por qué admirarse de que esté canónicamente erigido casi en la totalidad de vuestras diócesis y bajo su estandarte se agrupen más de dos millones de corazones fervorosos? Porque este celo, que es deseo ardiente alimentado por el amor, y es ímpetu apostólico, y es oración ferviente en unión con la plegaria continua del Corazón Santísimo de Jesús, tenía que arraigar necesariamente —dejadnos hablar así— en la entraña generosa del rico terruño español, dispuesto siempre para todo lo bueno y todo lo grande. Y porque había sido ya celo la defensa de la integridad de vuestra fe en los siglos primeros, y celo después la Cruzada multisecular durante la dominación árabe, y celo finalmente la epopeya gigante con que España rompió los viejos límites del mundo conocido, descubrió un continente nuevo y le evangelizó para Cristo; por eso, al encenderse en 1844 a los pies de la Virgen de Francia, al otro lado de los Pirineos, la chispita providencial, bastó el más leve golpe de la brisa para hacerla saltar la cordillera y prender segura en campo tan magníficamente preparando.

¡Y en poco tiempo, qué hoguera ! Los nombres, providencialmente reunidos en haz fraternal, de Bernardo Francisco de Hoyos, Agustín de Cardaveraz, Juan de Loyola y Pedro de Calatayud dicen más que un volumen de historia, porque muestran la generosidad con que el alma española correspondió a aquel nuevo esfuerzo de la misericordia divina, a aquella «redención amorosa», que la caridad inagotable de un Dios ofrecía a la triste humanidad del siglo XVIII. Con ellos estalló un incendio hasta entonces latente, y al soplo de la gracia divina se alzó luego una llama, de cuyo último resplandor está siendo teatro esa magnífica plaza de la Armería, donde nos parece que os oímos gritar hasta enronquecer: «Reinará, sí, reinará en España y con más veneración que en otras partes[2]; reinará en esta España de sus predilecciones, aquí reunida para darle gracias, para repetir sus propósitos y para renovar su consagración».

Darle gracias. En algunas horas tenebrosas de la historia, Dios alza su mano omnipotente y deja pasar la bíblica cabalgata de los cuatro caballos (cf. Ap 6, 1-8), que con sus pezuñas airadas lo trituran todo; podadera y azote de Dios, que así corta lo que sobra y castiga a quien ha prevaricado. Pero a las puertas del solar ibérico, donde aún humeaban los restos de una hoguera no menos terrible, la algarada no pasó adelante; y fue grande señal de la misericordia divina. Por eso vuestra Asamblea de hoy ha de ser ante todo la Asamblea de la gratitud: ¡«Gracias, Señor, —como en ocasión solemne se dijo un día—, gracias por habernos librado misericordiosamente de la común desgracia de la guerra, que tantos pueblos ha desangrado»![3].

Mas la gratitud sincera se muestra en la esplendidez de los propósitos que la acompañan. Vuestra patria se ha salvado de la última hecatombe mundial, pero no por eso tendrá menos necesidad de vivir la vida del Apostolado, es decir, vida de amor, de mutua caridad, de oración común que hermana los espíritus, de devoción a aquel Corazón que es todo mansedumbre y misericordia, de celo apostólico que quiere ganar a todos para Cristo, pero especialmente a los hermanos extraviados. Porque donde perdurasen el odio y el rencor, no habría lugar para aquel Corazón, que ardientemente desea el amor y, si es necesaria, la reconciliación entre los hermanos. Sea, pues, también vuestra reunión la Asamblea de la caridad, mientras repetís de nuevo: ¡«Venga a nosotros vuestro santísimo Reino, que es Reino de justicia y de amor»! [4].

Además, España se presenta hoy ante el Corazón Divino, evocando aquella luminosa mañana del 30 de Mayo de 1919, cuando toda la nación, por boca de su Soberano, quedó consagrada al Corazón de aquel Señor que estaba expuesto sobre el altar de un magnífico monumento en el centro mismo de la Península. Hoy en el lugar santo queda solamente un montón de ruinas. Pero queda siempre también allí algo que no puede ser destruido con ningún explosivo y es la fuerza del espíritu; la fuerza que salvó vuestra fe al sonar para vosotros la hora dolorosa; la fuerza que hoy —y con grande placer lo reconocemos— se muestra en la potente vitalidad católica de vuestra Patria, obra del amor que el Sagrado Corazón de Jesús reserva para ella y del concurso de tantos buenos españoles; la misma fuerza que ahora os ha reunido en esta Asamblea y os hace exclamar otra vez, con toda la sinceridad de vuestra alma hidalga y generosa: «Reinad en los corazones de los hombres, en el seno de los hogares, en la inteligencia de los sabios, en las aulas de la ciencia y de las letras y en nuestras leyes e instituciones patrias»[5].

Estas palabras quisieron ser un día como un plan de vida, cuando Europa comenzaba la nueva etapa de su historia, que se iniciaba tras el último cañonazo de la primera conflagración mundial. Hoy deberían ser la renovación de vuestra gratitud, de vuestros propósitos y de vuestra consagración en un momento todavía más grave, a la salida de un conflicto más amplio, más terrible, más lleno de consecuencias, más tenaz en no querer acabar de alejarse y más profundo en las convulsiones que ha ocasionado en la vida íntima de los pueblos.

España, bajo el amparo poderoso de la Virgen del Pilar y del glorioso Apóstol Santiago; España, fiada en el amor de aquel Corazón adorable, que sobre su suelo triunfa en cien monumentos y en mil altares: España, sólidamente apoyada en su firme tradición católica, en la intercesión de sus grandes santos y en la enseñanza de sus insignes teólogos y doctores; España, asistida por la clara inteligencia, la indomable voluntad y el corazón firme de sus mejores hijos encontrará también hoy su camino y por él seguirá derecha hasta la meta que la Divina Providencia le ha establecido, acordándose siempre del aviso del Señor : «Quicumque glorificaverit me, glorificabo eum; qui autem contemnunt me, erunt ignobiles» (1Reg 2,30)

Este es Nuestro paternal deseo y esto lo que para vosotros pedimos, amados hijos, mientras que, como señal de afecto y prenda de las mejores gracias, bendecimos al Jefe del Estado, a las autoridades y fieles, al Episcopado, al clero y a toda la católica España, objeto siempre de especial amor para el corazón del Vicario de Cristo.


* AAS 37 (1945) 321-324

[1] Cf. L'Apostolat de la prière, París, 1846. p. 104.

[2] Cf. Vida del P. Bernardo F. de Hoyos, Bilbao, 1913, p. 251.

[3] Acto de Consagración de Espada al Sacratísimo Corazón de Jesús.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd.

 



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