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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL
DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA

Sala Clementina
Sábado 26 de enero de 2013

 

Queridos miembros del Tribunal de la Rota Romana:

Es para mí motivo de alegría encontraros con ocasión de la inauguración del año judicial. Agradezco a vuestro decano, monseñor Pio Vito Pinto, los sentimientos expresados en nombre de todos vosotros y que correspondo de corazón. Este encuentro me ofrece la oportunidad de reafirmar mi estima y consideración por el alto servicio que prestáis al Sucesor de Pedro y a toda la Iglesia, así como de animaros a un compromiso cada vez mayor en un ámbito ciertamente arduo, pero precioso para la salvación de las almas. El principio de que la salus animarum es la suprema ley en la Iglesia (cf. CDC, can. 1752) debe tenerse siempre bien presente y hallar, cada día, en vuestro trabajo, la debida y rigurosa respuesta.

1. En el contexto del Año de la fe querría detenerme, de modo particular, en algunos aspectos de la relación entre fe y matrimonio, observando cómo la actual crisis de fe, que afecta en diversos lugares del mundo, lleva consigo una crisis de la sociedad conyugal, con toda la carga de sufrimiento y de malestar que ello implica también para los hijos. Podemos tomar como punto de partida la raíz lingüística común que tienen, en latín, los términos fides y foedus, vocablo éste con el que el Código de derecho canónico designa la realidad natural del matrimonio como alianza irrevocable entre hombre y mujer (cf. can. 1055 § 1). La confianza recíproca, de hecho, es la base irrenunciable de cualquier pacto o alianza.

En el plano teológico, la relación entre fe y matrimonio asume un significado aún más profundo. El vínculo esponsal, de hecho, aun siendo realidad natural, entre bautizados ha sido elevado por Cristo a la dignidad de sacramento (cf. ib.).

El pacto indisoluble entre hombre y mujer no requiere, para los fines de la sacramentalidad, la fe personal de los nubendi; lo que se requiere, como condición mínima necesaria, es la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Pero si es importante no confundir el problema de la intención con el de la fe personal de los contrayentes, sin embargo no es posible separarlos totalmente. Como hacía notar la Comisión teológica internacional en un Documento de 1977, «en caso de que no se advierta ninguna huella de la fe en cuanto tal (en el sentido del término «creencia», disposición a creer) ni deseo alguno de la gracia y de la salvación, se plantea el problema de saber, en realidad, si la intención general y verdaderamente sacramental de la que hemos hablado está presente o no, y si el matrimonio se contrae válidamente o no» (La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio [1977], 2.3: Documentos 1969-2004, vol. 13, Bolonia 2006, p. 145). El beato Juan Pablo II, dirigiéndose a este Tribunal, hace diez años, precisó en cambio que «una actitud de los contrayentes que no tenga en cuenta la dimensión sobrenatural en el matrimonio puede anularlo sólo si niega su validez en el plano natural, en el que se sitúa el mismo signo sacramental». Sobre tal problemática, sobre todo en el contexto actual, habrá que promover ulteriores reflexiones.

2. La cultura contemporánea, marcada por un acentuado subjetivismo y relativismo ético y religioso, pone a la persona y a la familia frente a urgentes desafíos. En primer lugar, ante la cuestión sobre la capacidad misma del ser humano de vincularse, y si un vínculo que dure para toda la vida es verdaderamente posible y corresponde a la naturaleza del hombre, o, más bien, no es en cambio contrario a su libertad y autorrealización. Forma parte de una mentalidad difundida, en efecto, pensar que la persona llega a ser tal permaneciendo «autónoma» y entrando en contacto con el otro sólo mediante relaciones que se pueden interrumpir en cualquier momento (cf. Discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012). A nadie se le escapa cómo, en la elección del ser humano de ligarse con un vínculo que dure toda la vida, influye la perspectiva de base de cada uno, dependiendo de que esté anclada a un plano meramente humano o de que se entreabra a la luz de la fe en el Señor. Sólo abriéndose a la verdad de Dios, de hecho, es posible comprender, y realizar en la concreción de la vida también conyugal y familiar, la verdad del hombre como su hijo, regenerado por el Bautismo. «El que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5): así enseñaba Jesús a sus discípulos, recordándoles la sustancial incapacidad del ser humano de llevar a cabo por sí solo lo que es necesario para la consecución del verdadero bien. El rechazo de la propuesta divina, en efecto, conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas (cf. Discurso a la Comisión teológica internacional, 7 de diciembre de 2012), incluida la matrimonial, y facilita una comprensión errada de la libertad y de la autorrealización, que, unida a la fuga ante la paciente tolerancia del sufrimiento, condena al hombre a encerrarse en su egoísmo y egocentrismo. Al contrario, la acogida de la fe hace al hombre capaz del don de sí, y sólo «abriéndose al otro, a los otros, a los hijos, a la familia; sólo dejándose plasmar en el sufrimiento, descubre la amplitud de ser persona humana» (cf. Discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012). La fe en Dios, sostenida por la gracia divina, es por lo tanto un elemento muy importante para vivir la entrega mutua y la fidelidad conyugal (cf. Catequesis en la audiencia general [8 de junio de 2011]: Insegnamenti VII/I [2011], p. 792-793). No se pretende afirmar con ello que la fidelidad, como las otras propiedades, no sean posibles en el matrimonio natural, contraído entre no bautizados. Éste, en efecto, no está privado de los bienes «que provienen de Dios Creador y se introducen de modo incoativo en el amor esponsal que une a Cristo y a la Iglesia» (Comisión teológica internacional, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio [1977], 3.4: Documentos 1969-2004, vol. 13, Bolonia 2006, p. 147). Pero ciertamente, cerrarse a Dios o rechazar la dimensión sagrada de la unión conyugal y de su valor en el orden de la gracia hace ardua la encarnación concreta del modelo altísimo de matrimonio concebido por la Iglesia según el plan de Dios, pudiendo llegar a minar la validez misma del pacto en caso de que, como asume la consolidada jurisprudencia de este Tribunal, se traduzca en un rechazo de principio de la propia obligación conyugal de fidelidad o de los otros elementos o propiedades esenciales del matrimonio.

Tertuliano, en la célebre Carta a la esposa, hablando de la vida conyugal caracterizada por la fe, escribe que los cónyuges cristianos «son verdaderamente dos en una sola carne, y donde la carne es única, único es el espíritu. Juntos oran, juntos se postran y juntos ayunan; el uno instruye al otro, el uno honra al otro, el uno sostiene al otro» (Ad uxorem libri duo, ii, ix: pl 1, 1415b-1417a). En términos similares se expresa san Clemente Alejandrino: «Si para ambos uno solo es Dios, entonces para ambos uno solo es el Pedagogo —Cristo—, una es la Iglesia, una la sabiduría, uno el pudor, en común tenemos el alimento, el matrimonio nos une... Y si común es la vida, común es también la gracia, la salvación, la virtud, la moral» (Pædagogus, I, IV, 10.1: pg 8, 259b). Los santos que vivieron la unión matrimonial y familiar en la perspectiva cristiana, consiguieron superar hasta las situaciones más adversas, logrando entonces la santificación del cónyuge y de los hijos con un amor fortalecido siempre por una sólida confianza en Dios, por una sincera piedad religiosa y por una intensa vida sacramental.

Justamente estas experiencias, caracterizadas por la fe, permiten comprender cómo, todavía hoy, es precioso el sacrificio ofrecido por el cónyuge abandonado o que haya sufrido el divorcio, si —reconociendo la indisolubilidad del vínculo matrimonial válido— consigue no dejarse «involucrar en una nueva unión... En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio ante el mundo y la Iglesia» (Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio [22 de noviembre de 1981], 83: AAS 74 [1982], p. 184).

3. Finalmente desearía detenerme, brevemente, en el bonum coniugum. La fe es importante en la realización del auténtico bien conyugal, que consiste sencillamente en querer siempre y en todo modo el bien del otro, en función de un verdadero e indisoluble consortium vitae. En verdad, en el propósito de los esposos cristianos de vivir una communio coniugalis auténtica hay un dinamismo propio de la fe, de manera que la confessio, la respuesta personal sincera al anuncio salvífico, involucra al creyente en el movimiento de amor de Dios. «Confessio» y «caritas» son «los dos modos con los que Dio nos involucra, nos permite actuar con Él, en Él y por la humanidad, por su creatura... La “confessio” no es algo abstracto, es “caritas”, es amor. Sólo así es realmente el reflejo de la verdad divina, que como verdad es inseparablemente también amor» (Meditación en la primera Congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos [8 de octubre de 2012]: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 2012, p. 10). Sólo a través de la llama de la caridad, la presencia del Evangelio ya no es sólo palabra, sino realidad vivida. En otros términos, si es verdad que «la fe sin la caridad no da fruto y la caridad sin la fe sería un sentimiento a merced constante de la duda», se debe concluir que «fe y caridad se exigen recíprocamente, de forma que la una permite a la otra realizar su camino» (Carta ap. Porta fidei [11 de octubre de 2012], 14: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 2011, p. 5). Si ello vale en el amplio contexto de la vida comunitaria, debe valer más aún en la unión matrimonial. Es en ella, de hecho, donde la fe hace crecer y fructificar el amor de los esposos, dando espacio a la presencia de Dios Trinidad y haciendo la vida conyugal misma, así vivida, «alegre noticia» ante el mundo.

Reconozco las dificultades, desde un punto de vista jurídico y práctico, de enuclear el elemento esencial del bonum coniugum, entendido hasta ahora prioritariamente en relación con las hipótesis de incapacidad (cf. cdc, can. 1095). El bonum coniugum asume relevancia también en el ámbito de la simulación del consentimiento. Ciertamente, en los casos sometidos a vuestro juicio, será la investigación in facto la que se cerciore del eventual fundamento de este capítulo de nulidad, prevalente o coexistente con otro capítulo de los tres «bienes» agustinianos, la procreación, la exclusividad y la perpetuidad. No se debe, por lo tanto, prescindir de la consideración de que puedan darse casos en los que, precisamente por la ausencia de fe, el bien de los cónyuges resulte comprometido y excluido del consentimiento mismo; por ejemplo, en la hipótesis de subversión por parte de uno de ellos, a causa de una errada concepción del vínculo nupcial, del principio de paridad, o bien en la hipótesis de rechazo de la unión dual que caracteriza el vínculo matrimonial, en relación con la posible exclusión coexistente de la fidelidad y del uso de la copula adempiuta humano modo.

Con las presentes consideraciones no pretendo ciertamente sugerir ningún automatismo fácil entre carencia de fe e invalidez de la unión matrimonial, sino más bien evidenciar cómo tal carencia puede, si bien no necesariamente, herir también los bienes del matrimonio, dado que la referencia al orden natural querido por Dios es inherente al pacto conyugal (cf. Gn 2, 24).

Queridos hermanos, invoco la ayuda de Dios sobre vosotros y sobre cuantos, en la Iglesia, se emplean en la salvaguarda de la verdad y de la justicia respecto al vínculo sagrado del matrimonio y, por ello mismo, de la familia cristiana. Os encomiendo a la protección de María Santísima, Madre de Cristo, y de san José, custodio de la Familia de Nazaret, silencioso y obediente ejecutor del plan divino de la salvación, mientras os imparto gustosamente a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.



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