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COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

DOCTRINA CATÓLICA SOBRE EL MATRIMONIO[*]

(1977)

 

A) Texto de las treinta tesis aprobadas «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional

B) Texto de las «Dieciséis Tesis» del P. G. Martelet
aprobadas «in forma generica» por la Comisión teológica internacional

 

Introducción, por Mons. Ph. Delhaye

Aunque dispersa en varios documentos como Lumen gentium, Gaudium et spes, Apostolicam actuositatem, la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el matrimonio y la familia ha sido la causa de una renovación teológica y pastoral en estas materias, en la misma línea, por lo demás, de las investigaciones que habían preparado estos textos.

Pero, por otra parte, la doctrina conciliar no ha tardado en convertirse en objeto de actitudes contestatarias del «meta-Concilio» en nombre de la secularización, de una severa crítica a la religión popular considerada en exceso «sacramentalista», de la oposición a ciertas instituciones en general, así como la multiplicación de los matrimonios entre los ya divorciados. Y ciertas ciencias humanas, «celosas de su nueva gloria», han jugado también un papel importante en este terreno.

La necesidad de una reflexión, a la vez constructiva y crítica, se impuso a los miembros de la Comisión Teológica Internacional.

Desde 1975, con la aprobación de su presidente, su eminencia el cardenal Šeper, decidieron introducir en su programa de estudio algunos problemas doctrinales relativos al matrimonio cristiano. Una subcomisión puso enseguida manos a la obra y preparó los trabajos de la sesión de diciembre de 1977. Esta subcomisión estaba compuesta por los profesores B. Ahern C.P., C. Caffarra, Ph. Delhaye (presidente), W. Ernst, E. Hamel, K. Lehmann, J. Mahoney (moderador), J. Medina-Estévez, O. Semmelroth.

La materia fue dividida en cinco grandes temas que fueron preparados por documentos de trabajo, «relaciones» y «documentos». El profesor Ernst tuvo la responsabilidad de la primera jornada consagrada al matrimonio como institución. La sacramentalidad del matrimonio así como su relación con la fe y el bautismo fueron estudiadas bajo la dirección del profesor K. Lehmann. Antes de que el R.P. Hamel dirigiera los trabajos sobre la indisolubilidad, el profesor C. Caffarra aportó nuevos puntos de vista sobre el viejo problema «contrato-sacramento», examinándolo en la óptica de la historia de la salvación, especialmente en relación con la Creación y la Redención. El estatuto de los divorciados vueltos a casar surge primordialmente de la pastoral, pero tiene también incidencia sobre el problema de la indisolubilidad y de los poderes de la Iglesia en este terreno. Se estudió este problema bajo la dirección de Mons. Medina-Estévez, teniendo en cuenta, por lo demás, un documento preparado por S.E. Mons. E. Gagnon, vicepresidente del Consejo Pontificio para la Familia.

Al término de cada uno de estos estudios, la subcomisión formuló en latín una serie de proposiciones que, como es natural, sometió a la votación de todos los miembros de la Comisión Teológica Internacional. Evidentemente, los «modos» se multiplicaron, y fueron propuestas nuevas redacciones. La última formulación de estas proposiciones —repartidas en cinco series para ser fieles a su origen— es lo que ahora publica la Comisión Teológica Internacional. Estas proposiciones han sido votadas por mayoría absoluta por los miembros de la Comisión Teológica Internacional. Esto significa que esta mayoría las aprueba no solamente en su inspiración fundamental, sino también en sus términos y en su actual forma de presentación.

Aquí solamente proponemos, a continuación del texto, algunas glosas para facilitar la lectura y el estudio. Estas proposiciones han querido ser concisas; quizá no sea inútil decir su sentido y alcance.

 

A) Texto de las treinta tesis aprobadas «in forma specifica»
por la Comisión Teológica Internacional
[1]

 

1. Institución

1.1. Proyección divina y humana del matrimonio

La alianza matrimonial se funda sobre las estructuras preexistentes y permanentes que establecen la diferencia entre el hombre y la mujer. Es también querida por los esposos como una institución, aunque sea tributaria, en su forma concreta, de diversos cambios históricos y culturales, así como de particularidades personales. De este modo, la alianza matrimonial es una institución querida por Dios mismo, Creador, con vistas tanto a la ayuda que los esposos deben procurarse mutuamente en el amor y la fidelidad, como a la educación que debe darse, en la comunidad familiar, a los hijos nacidos de esta unión.

1.2. El matrimonio en Cristo

El Nuevo Testamento muestra bien que Jesús confirmó esta institución que existía «desde el principio» y que la sanó de sus defectos posteriores (Mc 10, 2-9, 10-12). Le devolvió así su total dignidad y sus exigencias iniciales. Jesús santificó este estado de vida[2] insertándolo en el misterio de amor que lo une a él, como Redentor, con su Iglesia. Por esta razón han sido confiadas a la Iglesia la conducción pastoral y la organización del matrimonio cristiano (cf. 1 Cor 7, 10-16).

1.3. Los Apóstoles

Las Epístolas del Nuevo Testamento reclaman el respeto de todos hacia el matrimonio (Heb 13, 4) y, respondiendo a ciertos ataques, lo presentan como una buena obra de Dios creador (1 Tim 4, 1-5). Hacen valer el matrimonio de los fieles cristianos en virtud de su inserción en el misterio de la alianza y del amor que unen a Cristo con la Iglesia (Ef 5, 22-33)[3]. Quieren, en consecuencia que el matrimonio se realice «en el Señor» (1 Cor 7, 39) y que la vida de los esposos sea conducida según su dignidad de «nueva creatura» (2 Cor 5, 17), en Cristo (Ef 5, 21-33). Ponen en guardia a los fieles, contra las costumbres paganas en esta materia (1 Cor 6, 12-20; cf. 6, 9-10). Las Iglesias apostólicas se basan en un «derecho emanado de la fe», y quieren asegurar su permanencia; en este sentido formulan directivas morales (Col 3, 18ss; Tit 2, 3-5; 1 Pe 3, 1-7) y disposiciones jurídicas proyectadas a hacer vivir el matrimonio «según la fe» en las diversas situaciones y condiciones humanas.

1.4. Los primeros siglos

Durante los primeros siglos de la historia de la Iglesia, los cristianos celebraron su matrimonio «como los otros hombres»[4] bajo la presidencia del padre de familia, y con los solos gestos y ritos domésticos, como por ejemplo, el de juntar las manos de los futuros esposos. No perdieron de vista, sin embargo, «las leyes extraordinarias y verdaderamente paradójicas de su república espiritual»[5]. Eliminaron de su liturgia doméstica todo aspecto religioso pagano. Dieron particular importancia a la procreación y a la educación de los hijos[6] y aceptaron la vigilancia ejercida por los Obispos sobre los matrimonios[7]. Manifestaron, por medio de su matrimonio, una especial sumisión a Dios y una relación con su fe[8]. Incluso gozaron, en ocasiones, de la celebración del sacrificio eucarístico y de una bendición especial con ocasión del matrimonio[9].

1.5. Las tradiciones orientales

En las Iglesias de Oriente, desde una época antigua, los pastores tomaron parte activa en la celebración de los matrimonios, sea en lugar de los padres de familia o conjuntamente con ellos. Este cambio no fue el resultado de una usurpación: se realizó, por el contrario, a petición de las familias y con la aprobación de las autoridades civiles. A causa de esta evolución, las ceremonias que se realizaban primitivamente en el seno de las familias fueron progresivamente incluidas en los ritos litúrgicos mismos, y se formó asimismo la opinión de que los ministros del rito del «mysterion» matrimonial no eran sólo los cónyuges, sino también el pastor de la Iglesia.

1.6. Las tradiciones occidentales

En las Iglesias de Occidente se produjo el encuentro entre la visión cristiana del matrimonio y el derecho romano. De ahí surgió una pregunta: «¿Cuál es el elemento constitutivo del matrimonio desde el punto de vista jurídico?». Esta pregunta fue resuelta en el sentido de que el consentimiento de los esposos fue considerado como el único elemento constitutivo. Así fue como, hasta el tiempo del Concilio de Trento, los matrimonios clandestinos fueron considerados válidos. Sin embargo, la Iglesia pedía, desde hacia mucho tiempo, que se reservara lugar a ciertos ritos litúrgicos, a la bendición del sacerdote y a la presencia de éste como testigo de la Iglesia. Por medio del decreto Tametsi la presencia del párroco y de otros testigos llegó a ser la forma canónica ordinaria, necesaria para la validez del matrimonio.

1.7. Las nuevas Iglesias

Es deseable que, bajo el control de la autoridad eclesiástica, se instauren en los pueblos recientemente evangelizados nuevas normas litúrgicas y jurídicas del matrimonio cristiano. El mismo Concilio Vaticano II y el nuevo ritual para la celebración del matrimonio lo desean. Así se armonizarán la realidad del matrimonio cristiano con los valores auténticos que manifiestan las tradiciones de esos pueblos.

Esa diversidad de normas, debida a la pluralidad de las culturas, es compatible con la unidad esencial, pues no sobrepasa los límites de un legítimo pluralismo.

El carácter cristiano y eclesial de la unión y de la mutua donación de los esposos puede, en efecto, ser expresado de diferentes maneras, bajo el influjo del bautismo que recibieron y por la presencia de testigos, entre los cuales el «sacerdote competente» juega un papel eminente.

Pueden parecer oportunas, tal vez, diversas adaptaciones canónicas de esos diferentes elementos.

1.8. Adaptaciones canónicas

La reforma del derecho canónico debe tener en cuenta la visión global del matrimonio, y sus dimensiones a la vez personales y sociales. La Iglesia debe ser consciente de que las disposiciones jurídicas están destinadas a apoyar y promover condiciones cada día más atentas a los valores humanos del matrimonio. No debe pensarse, sin embargo, que tales adaptaciones puedan tocar a la totalidad de la realidad del matrimonio.

1.9. Proyección personalista de la institución

«La persona humana que, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de vida social, es y debe ser el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales»[10]. Como «comunidad íntima de vida y amor conyugal»[11], el matrimonio constituye un lugar y un medio apropiados para favorecer el bien de las personas en la línea de su vocación. Por consiguiente, el matrimonio jamás puede ser considerado como un modo de sacrificar personas a un bien común que les es extrínseco. Por lo demás, el bien común es «el conjunto de las condiciones sociales que permiten, tanto a los grupos como a cada uno de sus miembros, alcanzar su propia perfección de modo más total y más fácil»[12].

1.10. Estructura y no superestructura

Aunque esté sometido al realismo económico, tanto en su inicio como a lo largo de toda su duración, el matrimonio no es una superestructura de la propiedad privada de bienes y recursos. Es cierto que las formas concretas de existencia del matrimonio y de la familia pueden depender de condiciones económicas. Pero la unión definitiva de un hombre y una mujer en la alianza conyugal corresponde ante todo a la naturaleza humana y a las exigencias inscritas en ella por el Creador. Esta es la razón profunda en virtud de la cual el matrimonio favorece grandemente la maduración personal de los esposos, lejos de entrabarla.

2. Sacramentalidad

2.1. Símbolo real y signo sacramental

Cristo Jesús hizo redescubrir, de manera profética, la realidad del matrimonio, tal como fue querida por Dios desde el origen del género humano (cf. Gén 1, 27 = Mc 10, 6, par. Mt 19, 4; Gén 2, 24 = Mc 10, 7-8, par. Mt 19, 5). Lo restauró por medio de su muerte y su resurrección. También el matrimonio cristiano se vive «en el Señor» (1 Cor 7, 39); está determinado por los elementos de la obra de la salvación.

Desde el Antiguo Testamento, la unión matrimonial es una figura de la alianza entre Dios y el pueblo de Israel (cf. Os 2; Jer 3, 6-13; Ez 16 y 23; Is 54). En el Nuevo Testamento el matrimonio reviste una dignidad más alta aún, pues es la representación del misterio que une a Cristo Jesús con la Iglesia (cf. Ef 5, 21-33). Esta analogía se ilumina más profundamente por medio de la interpretación teológica: el amor supremo y el don del Señor hasta el derramamiento de su sangre, así como la adhesión fiel e irrevocable de la Iglesia, su Esposa, llegan a ser el modelo y el ejemplo para el matrimonio cristiano. Esta semejanza es una relación de auténtica participación en la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. Por su parte, y a modo de símbolo real y signo sacramental, el matrimonio cristiano representa concretamente a la Iglesia de Jesucristo en el mundo y, sobre todo bajo el aspecto de la familia, se denomina con razón «Iglesia doméstica»[13].

2.2. Sacramento en sentido estricto

Del modo expuesto, el matrimonio cristiano se configura con el misterio de la unión entre Jesucristo y la Iglesia. El hecho de que el matrimonio cristiano sea así asumido en la economía de la salvación, justifica ya la denominación de «sacramento» en un sentido amplio. Pero es más todavía una condensación concreta y una actualización real de ese sacramento primordial. El matrimonio cristiano es, pues, en sí mismo, verdadera y propiamente un signo de salvación que confiere la gracia de Jesucristo, y es por eso por lo que la Iglesia católica lo cuenta entre los siete sacramentos[14].

Entre la indisolubilidad del matrimonio y su sacramentalidad hay una relación particular, es decir, una relación constitutiva y recíproca. La indisolubilidad permite percibir más fácilmente la sacramentalidad del matrimonio cristiano y, a su vez, desde el punto de vista teológico, la sacramentalidad constituye el fundamento último, aunque no el único, de la indisolubilidad del matrimonio.

2.3 Bautismo, fe actual, intención, matrimonio sacramental

Como los demás sacramentos, también el matrimonio comunica la gracia. La fuente última de esta gracia es el impacto de la obra realizada por Jesucristo y no solamente la fe de los sujetos del sacramento. Esto no significa, sin embargo, que en el sacramento del matrimonio la gracia sea otorgada al margen de la fe o sin ninguna fe. De ahí se sigue, según los principios clásicos, que la fe es un presupuesto, a título de «causa dispositiva», del efecto fructuoso del sacramento. Pero, por otra parte, la validez del sacramento no está ligada al hecho de que éste sea fructuoso.

El hecho de los «bautizados no creyentes» plantea hoy un nuevo problema teológico y un serio dilema pastoral, sobre todo si la ausencia e incluso el rechazo de la fe parecen evidentes. La intención requerida —intención de realizar lo que realizan Cristo y la Iglesia — es la condición mínima necesaria para que exista verdaderamente un acto humano de compromiso en el plano de la realidad sacramental. No hay que mezclar, ciertamente, la cuestión de la intención con el problema relativo a la fe de los contrayentes. Pero tampoco se los puede separar totalmente. En el fondo, la verdadera intención nace y se nutre de una fe viva. Allí donde no se percibe traza alguna de la fe como tal (en el sentido del término «creencia», o sea disposición a creer), ni ningún deseo de la gracia y de la salvación, se plantea el problema de saber, al nivel de los hechos, si la intención general y verdaderamente sacramental, de la cual acabamos de hablar, está o no presente, y si el matrimonio se ha contraído válidamente o no. La fe personal de los contrayentes no constituye, como se ha hecho ver, la sacramentalidad del matrimonio, pero la ausencia de fe personal compromete la validez del sacramento.

Este hecho da lugar a interrogantes nuevos, a los que no se han encontrado, hasta ahora, respuestas suficientes; impone este hecho nuevas responsabilidades pastorales en materia de matrimonio cristiano. «Ante todo, es preciso que los pastores se esfuercen por desarrollar y nutrir la fe de los novios, porque el sacramento del matrimonio supone y requiere la fe»[15].

2.4. Una articulación dinámica

En la Iglesia, el bautismo es el fundamento social y el sacramento de la fe, en virtud del cual los hombres que creen, llegan a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Desde este punto de vista, igualmente, la existencia de «bautizados no creyentes» implica problemas de gran importancia. Las necesidades de orden pastoral y práctico no encontrarán solución real en cambios que eliminaran el núcleo central de la doctrina en materia de sacramento y de matrimonio, sino en una radical renovación de la espiritualidad bautismal. Es preciso restituir una visión integral que perciba el bautismo en la unidad esencial y en la articulación dinámica de todos sus elementos y dimensiones: la fe, la preparación al sacramento, el rito, la confesión de la fe, la incorporación a Cristo y a la Iglesia, las consecuencias éticas, la participación activa en la vida de la Iglesia. Hay que poner de relieve el vínculo íntimo entre el bautismo, la fe y la Iglesia. Solamente por ese medio aparece cómo el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento «por el hecho mismo», es decir, no en virtud de una especie de «automatismo», sino por su carácter interno.

3. Creación y Redención

3.1. El matrimonio, querido por Dios

Todo ha sido creado en Cristo, por Cristo y para Cristo. De ahí que aun cuando el matrimonio haya sido instituido por Dios creador, llega a ser, sin embargo, una figura del misterio de la unión de Cristo-Esposo con la Iglesia-Esposa, y se encuentra en cierto modo ordenado a ese misterio. Este matrimonio, cuando es celebrado entre bautizados, es elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho y su sentido es, entonces, hacer participar en el amor esponsalicio de Cristo y de la Iglesia.

3.2. Inseparabilidad de la obra de Cristo

Cuando se trata de dos bautizados, el matrimonio como institución querida por Dios creador es inseparable del matrimonio sacramento. La sacramentalidad del matrimonio de los bautizados no lo afecta de manera accidental, como si esa calidad pudiera o no serle agregada: ella es inherente a su esencia hasta tal punto que no puede ser separada de ella.

3.3. Todo matrimonio de bautizados debe ser sacramental

La consecuencia de las proposiciones precedentes es que, para los bautizados, no puede existir verdadera y realmente ningún estado conyugal diferente de aquel que es querido por Cristo. En este sacramento la mujer y el hombre cristianos, al darse y aceptarse como esposos por medio de un consentimiento personal y libre son radicalmente liberados de la «dureza de corazón» de que habló Jesús (cf. Mt 19, 8). Llega a ser para ellos realmente posible vivir en una caridad definitiva porque por medio del sacramento, son verdadera y realmente asumidos en el misterio de la unión esponsalicia de Cristo y de la Iglesia. De ahí que la Iglesia no pueda, en modo alguno, reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a su dignidad y a su modo de ser de «nueva creatura en Cristo», si no están unidos por el sacramento del matrimonio.

3.4. El matrimonio «legítimo» de los no-cristianos

La fuerza y la grandeza de la gracia de Cristo se extienden a todos los hombres, incluso más allá de las fronteras de la Iglesia, en razón de la universalidad de la voluntad salvífica de Dios. Informan todo amor conyugal humano y confirman la «naturaleza creada» y asimismo el matrimonio «tal como fue al principio». Los hombres y mujeres que aún no han sido alcanzados por la predicación del Evangelio, se unen por la alianza humana de un matrimonio legítimo. Éste está provisto de bienes y valores auténticos que le aseguran su consistencia. Pero es preciso tener presente que, aun cuando los esposos lo ignoren, dichos valores provienen de Dios creador y se inscriben en forma incoativa en el amor esponsalicio que une a Cristo con la Iglesia.

3.5. La unión de los cristianos inconscientes de las exigencias de su bautismo

Sería, pues, contradictorio decir que cristianos, bautizados en la Iglesia católica, pueden verdadera y realmente operar una regresión, contentándose con un estatuto conyugal no sacramental. Eso seria pensar que pueden contentarse con la «sombra», mientras Cristo les ofrece la «realidad» de su amor esponsalicio.

Sin embargo, no pueden excluirse casos en que, para ciertos cristianos, la conciencia esté deformada por la ignorancia o el error invencible. Esos cristianos llegan a creer, entonces, que pueden contraer un verdadero matrimonio excluyendo al mismo tiempo el sacramento.

En esta situación, son incapaces de contraer un matrimonio sacramental válido, puesto que niegan la fe y no tienen la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Pero, por otra parte, no deja por ello de subsistir el derecho natural a contraer matrimonio. Son, pues, capaces de darse y aceptarse mutuamente como esposos en razón de su intención, y de realizar un pacto irrevocable. Ese don mutuo e irrevocable crea entre ellos una relación psicológica que se diferencia, por su estructura interna, de una relación puramente transitoria.

Ello no obstante, dicha relación no puede en modo alguno ser reconocida por la Iglesia como una sociedad conyugal no sacramental, aunque presente la apariencia de un matrimonio. En efecto, para la Iglesia no existe entre dos bautizados un matrimonio natural separado del sacramento, sino únicamente un matrimonio natural elevado a la dignidad de sacramento.

3.6. Los matrimonios progresivos

Las consideraciones anteriores demuestran el error y el peligro de introducir o tolerar ciertas prácticas, que consisten en celebrar sucesivamente, por la misma pareja, varias ceremonias de matrimonio de diferente grado, aunque en principio conexas entre sí. Tampoco conviene permitir a un sacerdote o a un diácono asistir como tales a un matrimonio no sacramental que bautizados pretendieran celebrar, y tampoco acompañar esta ceremonia con sus oraciones.

3.7. El matrimonio civil

En una sociedad pluralista, la autoridad del Estado puede imponer a los novios una formalidad oficial que haga pública ante la sociedad política su condición de esposos. Puede también dictar leyes que ordenen en forma cierta y correcta los efectos civiles que derivan del matrimonio, así como los derechos y deberes familiares. Es necesario, sin embargo, instruir a los fieles católicos en forma adecuada acerca de que esta formalidad oficial, que se denomina corrientemente matrimonio civil, no constituye para ellos un verdadero matrimonio. No hay excepción a esta regla, sino en el caso en que ha habido dispensa de la forma canónica ordinaria, o también si, por la ausencia prolongada del testigo calificado de la Iglesia, el matrimonio civil puede servir de forma canónica extraordinaria en la celebración del matrimonio sacramental[16]. Por lo que se refiere a los no cristianos, y frecuentemente también a los no católicos, dicha ceremonia civil puede tener un valor constitutivo, sea para el matrimonio legítimo, sea para el matrimonio sacramental.

4. Indisolubilidad

4.1. El principio

La tradición de la Iglesia primitiva, que se funda en la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles, afirma la indisolubilidad del matrimonio, aun en caso de adulterio. Este principio se impone a pesar de ciertos textos de interpretación dificultosa y de ejemplos de indulgencia frente a personas que se encontraban en situaciones muy difíciles. Por lo demás, no es fácil evaluar exactamente la extensión y la frecuencia de estos hechos.

4.2. La doctrina de la Iglesia

El Concilio de Trento declaró que la Iglesia no yerra cuando ha enseñado y enseña, según la doctrina evangélica y apostólica, que el vínculo del matrimonio no puede ser roto por el adulterio[17]. Sin embargo, el Concilio anatematizó solamente a aquellos que niegan la autoridad de la Iglesia en esta materia. Las razones de dicha reserva fueron ciertas dudas que se han manifestado en la historia (opiniones del Ambrosiaster, de Catarino y Cayetano) y, por otra parte, perspectivas que se acercan al ecumenismo. No se puede, pues, afirmar que el Concilio haya tenido la intención de definir solemnemente la indisolubilidad del matrimonio como una verdad de fe. Deben, sin embargo, tenerse en cuenta las palabras pronunciadas por Pío XI, en Casti connubii, al referirse a este canon: «Si la Iglesia no se ha equivocado ni se equivoca cuando dio y da esta enseñanza, es entonces absolutamente seguro que el matrimonio no puede ser disuelto, ni siquiera por causa de adulterio. Y es igualmente evidente que las otras causas de divorcio que podrían aducirse, mucho más débiles, tienen menos valor aún, y no pueden ser tomadas en consideración»[18].

4.3. Indisolubilidad intrínseca

La indisolubilidad intrínseca del matrimonio puede ser considerada bajo diferentes aspectos y puede tener varios fundamentos.

Se puede considerar el problema desde el ángulo de los esposos. Se dirá entonces que la unión íntima del matrimonio, don recíproco de dos personas, y el mismo amor conyugal y el bien de los hijos exigen la unidad indisoluble de dichas personas. De ahí se deriva, para los esposos, la obligación moral de proteger su alianza conyugal, de conservarla y hacerla progresar.

Debe ponerse también el matrimonio en la perspectiva de Dios. El acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, crea un vínculo que está fundado en la voluntad de Dios. Dicho vínculo está inscrito en el mismo acto creador y escapa a la voluntad de los hombres. No depende del poder de los esposos y, como tal, es intrínsecamente indisoluble.

Vista desde la perspectiva cristológica, la indisolubilidad del matrimonio cristiano tiene un fundamento último todavía más profundo, y consiste en que es la imagen, sacramento y testigo de la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia. Es lo que se ha llamado «el bien del sacramento». En este sentido, la indisolubilidad llega a ser un acontecimiento de gracia.

También las perspectivas sociales fundan la indisolubilidad que es requerida por la misma institución. La decisión personal de los cónyuges es asumida, protegida y fortificada por la sociedad, sobre todo por la comunidad eclesial. Están comprometidos ahí el bien de los hijos y el bien común. Es la dimensión jurídico-eclesial del matrimonio.

Estos diversos aspectos están íntimamente ligados entre sí. La fidelidad a que están obligados los esposos debe ser protegida por la sociedad, que es la Iglesia. Es exigida por Dios Creador, así como por Cristo que la hace posible en el flujo de su gracia.

4.4. Indisolubilidad extrínseca y poder de la Iglesia sobre los matrimonios

Paralelamente a su praxis, la Iglesia ha elaborado una doctrina referente a su propia autoridad en el campo de los matrimonios. Y ha precisado así la amplitud y los limites de esa autoridad. La Iglesia no se reconoce autoridad alguna para disolver un matrimonio sacramental ratificado y consumado (ratum et consummatum). En virtud de muy graves razones, por el bien de la fe y la salvación de las almas, los demás matrimonios pueden ser disueltos por la autoridad eclesiástica competente o, según otra interpretación, ser declarados disueltos por sí mismos.

Esta enseñanza es sólo un caso particular de la teoría acerca del modo como evoluciona la doctrina cristiana en la Iglesia. Hoy día, dicha enseñanza es casi generalmente aceptada por los teólogos católicos.

No se excluye, sin embargo, que la Iglesia pueda precisar más aún las nociones de sacramentalidad y de consumación. En tal caso, la Iglesia explicaría mejor todavía el sentido de dichas nociones. Así, el conjunto de la doctrina referente a la indisolubilidad del matrimonio podría ser propuesto en una síntesis más profunda y más precisa.

5. Divorciados vueltos a casar

5.1. Radicalismo evangélico

Fiel al radicalismo del Evangelio, la Iglesia no puede dirigirse a sus fieles con otro lenguaje que el del apóstol Pablo: «A aquellos que están casados les mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe de su marido —y si se separa de él, que no vuelva a casarse o que se reconcilie con su marido— y que el marido no despida a su mujer» (1 Cor 7, 10-11). Síguese de ahí que las nuevas uniones, después de un divorcio obtenido según la ley civil, no son ni regulares ni legítimas.

5.2. Testimonio profético

Este rigor no deriva de una ley puramente disciplinar o de un cierto legalismo. Se funda sobre el juicio que el Señor ha dado en la materia (Mc 10, 6ss). Así comprendida, esta severa ley es un testimonio profético que se da de la fidelidad definitiva del amor que une a Cristo con la Iglesia, y demuestra también que el amor de los esposos está asumido en la caridad misma de Cristo (Ef 5, 23-32).

5.3. La «no-sacramentalización»

La incompatibilidad del estatuto de los «divorciados vueltos a casar» con el precepto y el misterio del amor pascual del Señor acarrea para ellos la imposibilidad de recibir, en la sagrada Eucaristía, el signo de la unión con Cristo. El acceso a la comunión eucarística no puede pasar sino por la penitencia, la que implica el «dolor y detestación del pecado cometido, y el propósito de no pecar en adelante»[19]. Todos los cristianos deben recordar las palabras del Apóstol: «...quienquiera come el pan o bebe el cáliz del Señor indignamente, será culpable con respecto al Cuerpo y a la Sangre del Señor. Que cada uno se examine, pues, y que así coma este pan y beba este cáliz; porque el que los come y bebe indignamente, se come y bebe su propia condenación, no haciendo discernimiento del Cuerpo» (1 Cor 11, 27-29).

5.4. Pastoral de los divorciados vueltos a casar

Esta situación ilegítima no permite vivir en plena comunión con la Iglesia. Y, sin embargo, los cristianos que se encuentran en ella no están excluidos de la acción de la gracia de Dios, ni de la vinculación con la Iglesia. No deben ser privados de la solicitud de los pastores[20]. Numerosos deberes que derivan del bautismo cristiano permanecen aún para ellos en vigor. Deben velar por la educación religiosa de sus hijos. La oración cristiana, tanto pública como privada, la penitencia y ciertas actividades apostólicas permanecen siendo para ellos caminos de vida cristiana. No deben ser despreciados, sino ayudados, como deben serlo todos los cristianos que, con la ayuda de la gracia de Cristo, se esfuerzan por librarse del pecado.

5.5. Combatir las causas de los divorcios

Es cada día más necesario desarrollar una acción pastoral que se esfuerce por evitar la multiplicación de los divorcios y las nuevas uniones civiles de divorciados. Hay que inculcar especialmente a los futuros esposos una conciencia viva de todas sus responsabilidades de cónyuges y de padres. Es importante presentar en forma cada vez mas eficaz el sentido auténtico del matrimonio sacramental como una alianza realizada «en el Señor» (1 Cor 7, 39). De este modo, los cristianos se encontrarán mejor preparados para adherir al mandamiento del Señor y para dar testimonio de la unión de Cristo con la Iglesia. Y esto redundará, por lo demás, en mayor bien para los esposos, para los hijos y para la misma sociedad.

 

B) Texto de las «Dieciséis Tesis» del P. G. Martelet
aprobadas «in forma generica» por la Comisión teológica internaciona
l
[21]

 

Sacramentalidad del matrimonio y misterio de la Iglesia

1. La sacramentalidad del matrimonio cristiano aparece tanto mejor cuanto no se la separa del misterio de la misma Iglesia. «Signo y medio de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano», como dice el último Concilio[22], la Iglesia reposa sobre la relación que se da a sí mismo Cristo con ella para hacer de ella su cuerpo. La identidad de la Iglesia no depende, pues, de solos poderes del hombre sino del amor de Cristo, que la predicación apostólica no cesa de anunciar y al que la efusión del Espíritu nos permite adherirnos. Testimonio de este amor, que la hace vivir, la Iglesia es, por tanto, el sacramento de Cristo en el mundo, pues es el cuerpo visible y la comunidad que revela la presencia de Cristo en la historia de los hombres. Ciertamente, la Iglesia sacramento, cuya «grandeza» declara san Pablo (Ef 5, 32), es inseparable del misterio de la Encarnación, ya que ella es un misterio de cuerpo; es inseparable también de la economía de la Alianza ya que descansa sobre la promesa personal que le hizo Cristo resucitado de permanecer «con» ella «todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28, 20). Pero la Iglesia-sacramento brota también de un misterio que se puede llamar conyugal: Cristo está unido con ella en virtud de un amor que hace de la Iglesia, la esposa misma de Cristo, en la energía de un solo Espíritu y la unidad de un mismo cuerpo.

La unión de Cristo y de la Iglesia

2. La unión esponsalicia de Cristo y la Iglesia no destruye sino que, por el contrario, lleva a cumplimiento lo que el amor conyugal del hombre y la mujer anuncia a su manera, implica o ya realiza en el campo de comunión y fidelidad. En efecto, el Cristo de la Cruz lleva a cumplimiento la perfecta oblación de sí mismo, que los esposos desean realizar en la carne sin llegar, sin embargo, jamás a ella perfectamente. Realiza, con respeto a la Iglesia que él ama como a su propio cuerpo, lo que los maridos deben hacer por sus propias esposas, como dice san Pablo. Por su parte la resurrección de Jesús, en el poder del Espíritu revela que la oblación que hizo en la Cruz lleva sus frutos en esta misma carne en que se realizó, y que la Iglesia por él amada hasta morir puede iniciar al mundo en esta comunión total entre Dios y los hombres de la que ella se beneficia como esposa de Jesucristo.

El simbolismo conyugal en la Escritura

3. Con razón, pues, el Antiguo Testamento emplea el simbolismo conyugal para sugerir el amor sin fondo que Dios siente por su pueblo y que, por él, quiere revelar a la humanidad entera. Concretamente en el profeta Oseas, Dios se presenta como el esposo cuya ternura y fidelidad sin medida conseguirá al fin ganar a Israel, primeramente infiel, al amor insondable con que había sido enriquecido. El Antiguo Testamento nos abre así a una comprensión sin timideces del Nuevo en el que Jesús, en muchos lugares se encuentra designado como el Esposo por excelencia. Así lo hace el Bautista en Jn 3, 29; así se llama Jesús a sí mismo en Mt 9, 15; Pablo así lo llama por dos veces en 2 Cor 11, 2 y Ef 5; el Apocalipsis lo hace también en 22, 17. 20, para no decir nada de las alusiones explícitas a este titulo que se encuentran en las parábolas escatológicas del Reino en Mt 22, 1-10 y 25, 1-12.

Jesús, Esposo por excelencia

4. Descuidado de ordinario por la cristología, este título debe reencontrar ante nuestros ojos todo su sentido. De la misma manera que es el Camino, la Verdad, la Vida, la Luz, la Puerta, el Pastor, el Cordero, la Vid, el Hombre mismo, porque recibió del Padre «la primacía en todo» (Col 1, 18), Jesús es asimismo, con la misma verdad y el mismo derecho, el Esposo por excelencia, es decir, «el Maestro y el Señor» cuando se trata de amar a otro como a su propia carne. Por lo tanto, por este título de Esposo y por el misterio que evoca, debe iniciarse una cristología del matrimonio. En este terreno como en cualquier otro, «no puede ponerse otro fundamento que el que realmente se encuentra allí, a saber, Jesucristo» (1 Cor 3, 10). Sin embargo, el hecho de que sea Cristo el Esposo por excelencia no puede separarse del hecho de que es «el segundo» (1 Cor 15, 47) y el «último Adán» (1 Cor 15, 45).

Adán, figura del que había de venir

5. El Adán del Génesis, inseparable de Eva, al cual el mismo Jesús se refiere en Mt 19 donde aborda la cuestión del divorcio, no será plenamente identificado si no se ve en él «la figura de aquel que había de venir» (Rom 5, 14). La personalidad de Adán, como símbolo inicial de la humanidad entera, no es una personalidad estrecha y encerrada sobre sí misma. Ella es, como también la personalidad de Eva, de un orden tipológico. Adán es relativo a aquel al cual le debe su sentido último, y, por lo demás, también nosotros: Adán no se entiende sin Cristo, y, a su vez, Cristo no se entiende sin Adán, es decir, sin la humanidad entera —sin todo lo humano— cuya aparición saluda el Génesis como querida por Dios de manera completamente singular. Por esto la conyugalidad que constituye a Adán en su verdad de hombre, aparece de nuevo en Cristo por quien ella llega a cumplimiento al ser restaurada. Estropeada por un defecto de amor, ante el cual Moisés mismo ha tenido que plegarse, va a encontrar en Cristo la verdad que le corresponde. Porque con Jesús, aparece en el mundo el Esposo por excelencia, que puede, como «segundo» y «último Adán», salvar y restablecer la verdadera conyugalidad que Dios no ha cesado de querer en provecho del «primero».

Jesús, renovador de la verdad primordial de la pareja

6. Descubriendo en la prescripción mosaica sobre el divorcio un resultado histórico que viene de la «dureza del corazón», Jesús osa presentarse como el renovador resuelto de la verdad primordial de la pareja. En el poder que tiene de amar sin límite y de realizar por su vida, su muerte y su resurrección, una unión sin igual con la humanidad entera, Jesús reencuentra el significado verdadero de la frase del Génesis: «¡Que el hombre no separe lo que Dios ha unido!». A sus ojos, el hombre y la mujer pueden amarse en adelante, como Dios desde siempre desea que lo hagan, porque en Jesús se manifiesta el manantial mismo del amor que funda el reino. Así Cristo reconduce de nuevo a todas las parejas del mundo a la pureza inicial del amor prometido; abolió la prescripción que creía deber adherirse a su miseria, al no poder suprimir la causa. Con respecto a Jesús, la primera pareja vuelve a ser lo que fue siempre a los ojos de Dios: la pareja profética a partir de la cual Dios revela el amor conyugal, al que aspira la humanidad, para el cual está hecha, pero que no puede alcanzar más que en aquel que enseña divinamente a los hombres lo que es amar. Desde entonces, el amor fielmente durable, la conyugalidad que «la dureza de nuestros corazones» convierte en un sueño imposible, encuentra por Jesús el estatuto de una realidad, que sólo él, como el último Adán y como el Esposo por excelencia, puede darle de nuevo.

La sacramentalidad del matrimonio, evidencia para la fe

7. La sacramentalidad del matrimonio cristiano se convierte, entonces, en una evidencia para la fe. Al formar los bautizados parte visiblemente del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, Cristo atrae a su esfera el amor conyugal de ellos, para comunicarle la verdad humana, de la que, fuera de él, está privado este amor. Lo realiza en el Espíritu, en virtud del poder que él posee, como segundo y último Adán, de apropiarse y lograr que tenga éxito la conyugalidad del primero. Lo hace también según la visibilidad de la Iglesia, en la que, el amor conyugal, consagrado al Señor, llega a ser un sacramento. Los esposos atestiguan en el corazón de la Iglesia que se comprometen en la vida conyugal, esperando de Cristo la fuerza para cumplir con esta forma de amor, que sin él estaría en peligro. De este modo, el misterio de Cristo como Esposo de la Iglesia se irradia y puede irradiarse a las parejas que le están consagradas. Su amor conyugal se ve así profundizado y no desfigurado, ya que remite al amor de Cristo que los sostiene y les da fundamento. La efusión especial del Espíritu, como gracia propia del sacramento, hace que el amor de estas parejas se convierta en la imagen misma del amor de Cristo por la Iglesia. Sin embargo, esta efusión constante del Espíritu jamás dispensa a estas parejas de cristianos y cristianas de las condiciones humanas de fidelidad, porque jamás el misterio del segundo Adán suprime o suplanta en nadie la realidad del primero.

El matrimonio civil

8. Consiguientemente, la entrada en el matrimonio cristiano no se podría realizar por el solo reconocimiento de un derecho puramente «natural» relativo al matrimonio, sea cual fuere el valor religioso que se reconozca a este derecho o que él tenga en realidad. Ningún derecho natural podría definir por sí solo el contenido de un sacramento cristiano. Si se pretendiese esto en el caso del matrimonio, se falsearía el significado de un sacramento que tiene como fin consagrar a Cristo el amor de los esposos bautizados, para que Cristo despliegue los efectos transformantes de su propio misterio. Desde entonces, a diferencia de los Estados seculares que ven en el matrimonio civil un acto suficiente para fundar, desde el punto de vista social, la comunidad conyugal, la Iglesia, sin recusar todo valor a tal matrimonio para los no bautizados, impugna que tal matrimonio pueda jamás ser suficiente para los bautizados. Sólo el matrimonio sacramento les conviene, el cual supone, por parte de los futuros esposos, la voluntad de consagrar a Cristo un amor cuyo valor humano depende finalmente del amor que el mismo Cristo nos tiene y nos comunica. De aquí se sigue que la identidad del sacramento y del «contrato», sobre la que el Magisterio apostólico se ha expresado formalmente en el siglo XIX, debe ser comprendida de una manera que respeta verdaderamente el misterio de Cristo y la vida de los cristianos.

Contrato y sacramento

9. El acto de alianza conyugal, con frecuencia llamado contrato, que adquiere la realidad de sacramento en el caso de esposos bautizados, no llega a ello como efecto simplemente jurídico del bautismo. El hecho de que la promesa conyugal de una cristiana y un cristiano es un verdadero sacramento, proviene de su identidad cristiana, reasumida por ellos al nivel del amor que ellos mutuamente se prometen en Cristo. Su pacto conyugal, al hacer que se den uno al otro, los consagra también a aquel que es el Esposo por excelencia y que les enseñará a llegar a ser ellos mismos cónyuges perfectos. El misterio personal de Cristo penetra, por lo tanto, desde el interior la naturaleza del pacto humano o «contrato». Éste no llega a ser sacramento más que si los futuros esposos consienten libremente en entrar en la vida conyugal a través de Cristo, al que por el bautismo están ya incorporados. Su libre integración en el misterio de Cristo es tan esencial a la naturaleza del sacramento, que la Iglesia procura asegurarse ella misma, por el ministerio del sacerdote, de la autenticidad cristiana de este compromiso. La alianza conyugal humana no llega, pues, a ser sacramento en razón de un estatuto jurídico, eficaz por sí mismo independientemente de toda adhesión libremente consentida al bautismo mismo. Llega a ser sacramento en virtud del carácter públicamente cristiano que afecta en su fondo al compromiso recíproco, y que permite, además, precisar en qué sentido los esposos son ellos mismos los ministros de este sacramento.

Los contrayentes, ministros del sacramento en la Iglesia y por ella

10. Siendo el sacramento del matrimonio la libre consagración a Cristo de un amor conyugal naciente, los cónyuges son evidentemente los ministros de un sacramento que les concierne en el más alto grado. Pero no son ministros en virtud de un poder que se diría «absoluto» y en el ejercicio del cual, la Iglesia, hablando con todo rigor, nada tendría que ver. Son ellos los ministros como miembros vivos del Cuerpo de Cristo en el que ellos intercambian sus promesas, sin que jamás su decisión irremplazable haga del sacramento la pura y simple emanación de su amor. El sacramento como tal procede todo él del misterio de la Iglesia en el cual su amor conyugal les hace entrar de una manera privilegiada. Por ello ninguna pareja se da el sacramento del matrimonio sin que la misma Iglesia consienta, o bajo una forma diferente de la que la Iglesia ha establecido como la más expresiva del misterio en el cual el sacramento introduce a los esposos. Le toca a la Iglesia, pues, el examinar si las disposiciones de los futuros cónyuges corresponden realmente al bautismo que ya han recibido; y le corresponde a ella disuadirles, si fuese necesario, de celebrar un acto que sería irrisorio con respecto a aquel del que ella es el testigo. En el consentimiento mutuo que constituye el sacramento, la Iglesia sigue siendo el signo y la garantía del don del Espíritu Santo que los esposos reciben comprometiéndose el uno con el otro como cristianos. Los cónyuges bautizados no son jamás, por tanto, ministros del sacramento sin la Iglesia y, menos aún, por encima de ella; son los ministros del sacramento en la Iglesia y por ella, sin relegar jamás al segundo término a aquella cuyo misterio regula su amor. Una justa teología del ministerio del sacramento del matrimonio tiene no solamente una gran importancia para la verdad espiritual de los cónyuges, sino que tiene además, repercusiones ecuménicas no despreciables en nuestras relaciones con los ortodoxos.

Indisolubilidad del matrimonio

11. En este contexto, la indisolubilidad del matrimonio aparece, ella también, bajo una viva luz. Siendo Cristo el Esposo único de su Iglesia, el matrimonio cristiano no puede llegar a ser y permanecer una imagen auténtica del amor de Cristo a su Iglesia, sin entrar, por su parte, en la fidelidad que define a Cristo como el Esposo de la Iglesia. Sean cualesquiera el dolor y las dificultades psicológicas que puedan resultar de ello, es imposible consagrar a Cristo, con el fin de hacer de él un signo o sacramento de su propio misterio, un amor conyugal que implique el divorcio de uno de los dos cónyuges o de los dos a la vez, si es verdad que el primer matrimonio fue verdaderamente válido: lo que en más de un caso no es plenamente evidente. Mas si el divorcio, como es su objeto, declara rota en adelante una unión legítima y permite de este modo que se inaugure otra, ¿cómo pretender que Cristo pueda hacer de este otro «matrimonio» una imagen real de su relación personal con la Iglesia? Aunque se pueda pedir alguna consideración, bajo ciertos aspectos, sobre todo cuando se trata de un cónyuge injustamente abandonado, el nuevo matrimonio de los divorciados no puede ser un sacramento y crea una ineptitud objetiva para recibir la Eucaristía.

Divorcio y Eucaristía

12. Sin rechazar las circunstancias atenuantes y algunas veces incluso la calidad de un nuevo matrimonio civil después del divorcio, el acceso de los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía se comprueba incompatible con el misterio del que la Iglesia es guardiana y testigo. Al admitir a los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía, la Iglesia dejaría creer a tales parejas que pueden, en el plano de los signos, entrar en comunión con aquel cuyo misterio conyugal en el plano de la realidad ellos no reconocen.

Hacer esto sería, además, por parte de la Iglesia declararse de acuerdo con bautizados, en el momento en que entran o permanecen en una contradicción objetiva evidente con la vida, el pensamiento y el mismo ser del Señor como Esposo de la Iglesia. Si ésta pudiese dar el sacramento de la unidad a aquellos y aquellas que en un punto esencial del misterio de Cristo han roto con él, no sería la Iglesia ya ni el signo ni el testigo de Cristo, sino más bien su contrasigno y contratestigo. No obstante, esta repulsa no justifica de ninguna manera cualquier tipo de procedimiento infamante que estaría en contradicción a su vez con la misericordia de Cristo hacia los pecadores que somos nosotros.

Por qué la Iglesia no puede disolver un matrimonio «ratum et consummatum»

13. Esta visión cristológica del matrimonio cristiano permite, además, comprender por qué la Iglesia no se reconoce ningún derecho para disolver un matrimonio ratum et consummatum, es decir, un matrimonio sacramentalmente contraído en la Iglesia y ratificado por los esposos mismos en su carne. En efecto, la total comunión de vida que, humanamente hablando, define la conyugalidad, evoca a su manera, el realismo de la Encarnación en la que el Hijo de Dios se hizo uno con la humanidad en la carne. Comprometiéndose el uno con el otro en la entrega sin reserva de ellos mismos, los esposos expresan su paso efectivo a la vida conyugal en la que el amor llega a ser una coparticipación de sí mismo con el otro, lo más absoluta posible. Entran así en la conducta humana de la que Cristo ha recordado el carácter irrevocable y de la que ha hecho una imagen reveladora de su propio misterio. La Iglesia, pues, nada puede sobre la realidad de una unión conyugal que ha pasado al poder de aquel de quien ella debe anunciar y no disolver el misterio.

El privilegio paulino

14. El llamado «privilegio paulino» en nada contradice a cuanto acabamos de recordar. En función de lo que Pablo explica en 1 Cor 7, 12-17, la Iglesia se reconoce el derecho de anular un matrimonio humano que se revela cristianamente inviable para el cónyuge bautizado, en razón de la oposición que le hace el que no lo es. En este caso, el «privilegio», si verdaderamente existe, juega en favor de la vida en Cristo, cuya importancia puede prevalecer de manera legítima, con respecto a la Iglesia, sobre una vida conyugal que no ha podido ni puede ser efectivamente consagrada a Cristo por una tal pareja.

El matrimonio cristiano no puede ser separado del misterio de Cristo

15. Trátese, pues, como se quiera, en sus aspectos escriturísticos, dogmáticos, morales, humanos o canónicos, el matrimonio cristiano jamás puede ser separado... del misterio de Cristo. Por esta razón, el sacramento del matrimonio, que la Iglesia testifica, para el cual educa, y que permite recibir, no es realmente viable más que en una conversión continua de los esposos a la persona misma del Señor. Esta conversión a Cristo, pues, constituye parte intrínseca de la naturaleza del sacramento y determina directamente el sentido y el impulso de este sacramento en la vida de los cónyuges.

Una visión no totalmente inaccesible a los no creyentes

16. Sin embargo esta visión cristológica no es en sí totalmente inaccesible a los mismos no creyentes. No solamente tiene una coherencia propia que designa a Cristo como el fundamento único de lo que nosotros creemos, sino que revela también la grandeza de la pareja humana que puede «hablar» a una conciencia incluso ajena al misterio de Cristo. Además, el punto de vista del hombre como tal es explícitamente integrable en el misterio de Cristo en nombre del primer Adán, del cual el segundo y último no es jamás separable. Demostrarlo plenamente en el caso del matrimonio, abriría la reflexión presente a otros horizontes, en los que no entramos aquí. Se ha querido solamente recordar, antes que nada, cómo Cristo es el verdadero fundamento, con frecuencia ignorado por los mismos cristianos, de su propio matrimonio en cuanto sacramento.

 


Notas

[*] Cf. Commission Théologique International, Problèmes doctrinaux du mariage crhétien (Louvain-la Neuve 1979)

[1] Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-1985) (Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 208-234.

[2] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1068.

[3] Cf. Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1068.

[4]Carta a Diogneto 5, 6: SC 33, 62 (Funk 1, 398)

[5] Ibid., 5, 4: SC 33, 62 (Funk 1, 398).

[6] Ibid., 5, 6: SC 33, 62 (Funk 1, 398).

[7] San Gregorio de Antioquía, Carta a Policarpo 5, 2: Fuentes Patrísticas 1, 186 (Funk 1, 292).

[8] Clemente de Alejandría, Stromata 4, 20: GCS 15, 303-305 (PG 8, 1336-1340)

[9] Tertuliano, Ad uxorem 2 (9), 6: CCL 1, 393 (PL 1, 1415-1416)

[10] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966) 1045.

[11] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067.

[12] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046.

[13] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 16.

[14] Cf. Concilio de Florencia, Decreto para los Armenios: DS 1327; Concilio de Trento, Ses. 24.ª, Cánones sobre el sacramento del matrimonio, canon 1: DS 1801.

[15] Ordo celebrandi matrimonium, Praenotanda 7 (Typis Polyglottis Vaticanis, 1969) 8.

[16] Cf. CIC canon 1116.

[17] Concilio de Trento, Ses. 24.ª, Cánones sobre el sacramento del matrimonio, canon 7: DS 1807.

[18] Pío XI, Enc. Casti connubii: AAS 22 (1930) 574.

[19] Concilio de Trento, Ses. 14.ª, Doctrina sobre el sacramento de la penitencia, c.4: DS 1676.

[20]  Pablo VI, Alocución (4 de noviembre de 1977): AAS 69 (1977) 722.

[21] Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-1985) (Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 234-252.

[22] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 1. AAS 57 (1965) 5.

 

 

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