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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 14 de septiembre de 1983

 

1. «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45).

Muy amados hermanos y hermanas:

Con estas palabras pronunciadas durante su vida terrena, Jesús reveló a sus discípulos el significado verdadero de su existencia y de su muerte. Hoy, 14 de septiembre, día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, queremos detenernos a meditar sobre el significado de la muerte redentora de Cristo. Surge espontáneamente en nuestro ánimo está pregunta: ¿Previó Jesús su muerte y la entendió como muerte por los hombres? ¿La aceptó y la quiso como tal?

De los Evangelios resulta claro que Jesús fue al encuentro de la muerte voluntariamente. "Tengo que recibir un bautismo y ¡cómo me siento angustiado hasta que se cumpla!" (Lc 12, 50; cf. Mc 10, 39; Mt 20, 23). Podía haberlo evitado huyendo como algunos profetas perseguidos, por ejemplo Elías y otros. Pero Jesús quiso "subir a Jerusalén", "entrar en Jerusalén", purificar el templo, celebrar la última Cena pascual con los suyos, acudir al huerto de los Olivos "para que el mundo supiera que amaba al Padre y hacía lo que el Padre le había mandado" (cf. Jn 14. 31).

Es también cierto e innegable que fueron los hombres los responsables de su muerte. "Vosotros le entregasteis y negasteis en presencia de Pilato —declara Pedro ante el pueblo de Jerusalén— cuando éste juzgaba que debía soltarlo. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Disteis muerte al príncipe de la vida" (Act 3, 13-14). Tuvieron responsabilidad los romanos y los jefes de los judíos y, realmente, lo pidió una masa astutamente manipulada.

2. Casi todas las manifestaciones del mal, del pecado y del sufrimiento se hicieron presentes en la pasión y muerte de Jesús: el cálculo, la envidia, la vileza, la traición, la avaricia, la sed de poder, la violencia, la ingratitud por una parte y abandono por otra, el dolor físico y moral, la soledad, la tristeza y el desaliento, el miedo y la angustia. Recordemos las lacerantes palabras de Getsemaní: "Triste está mi alma hasta la muerte" (Mc 14, 34); y "lleno de angustia, refiere San Lucas, oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra" (Lc 22, 44).

La muerte de Jesús fue ejemplo eximio de honradez, coherencia y fidelidad a la verdad hasta el supremo sacrificio de sí. Por ello, la pasión y muerte de Jesús son siempre el emblema mismo de la muerte del justo que padece heroicamente el martirio para no traicionar su conciencia ni las exigencias de la verdad y la ley moral. Ciertamente la pasión de Cristo no cesa de asombrarnos por los ejemplos que nos ha dado. Lo constataba ya la Carta de San Pedro (cf. 1 Pe 2, 20-23).

3. Jesús aceptó su muerte voluntariamente. De hecho sabemos que la predijo en repetidas ocasiones; la anunció tres veces mientras subía a Jerusalén al decir que iba a "sufrir mucho... y ser muerto y al tercer día resucitar" (Mt 16, 21; 17, 22, 20, 18; y paralelos); y luego, ya en Jerusalén refiriéndose claramente a sí mismo, expuso la parábola del padre de familia a quien los agricultores ingratos le mataron al hijo (cf. Mt, 2 1, 33-34).

Y, en fin, en el momento supremo y solemne de la última Cena, Jesús resumió el sentido de su vida y de su muerte dándole significado de ofrenda hecha por los demás, por la multitud de los hombres, cuando habla de su "cuerpo entregado por vosotros", de su "sangre derramada por vosotros" (Lc 22, 19-20 y par.).

Por tanto, la vida de Jesús es una existencia para los demás, una existencia que culmina en una muerte-por-los-otros, comprendiendo en los "otros" a la entera familia humana con todo el peso de la culpa que lleva consigo ya desde los orígenes.

4. Y si nos fijamos luego en la narración de su muerte, las últimas palabras de Jesús proyectan más luz sobre el significado que da Él a su vida terrena. Los evangelistas nos refieren algunas de estas palabras. Lucas menciona el grito "Padre, en tus manos entrego mi espíritu" (Lc 23, 46); es el acto supremo y definitivo de la donación humana de Jesús al Padre. Juan alude a la inclinación de la cabeza y a las palabras "Todo está cumplido" (Jn 19, 30); es el summum de la obediencia al designio de "Dios que no ha mandado a su Hijo al mundo para juzgarlo sino para que el mundo sea salvo por Él" (Jn 3, 17). En cambio los evangelistas Mateo y Marcos ponen de relieve la invocación "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 26; Mc 15, 35) situándonos frente al gran dolor de Cristo que afronta el tránsito con un grito humanísimo y paradójico, que encierra de modo dramático la seguridad de la presencia de Quien en aquel momento parecía ausente: "Dios mío, Dios mío".

No hay duda de que Jesús concibió su vida y su muerte como medio de rescate (lytron) de los hombres. Nos hallamos en el corazón del misterio de la vida de Cristo. Jesús quiso darse por nosotros. Como escribió San Pablo, "Me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

A todos y cada uno de los peregrinos de lengua española aquí presentes doy mi cordial bienvenida y les agradezco su visita.

Saludo en particular a los grupos de sacerdotes, seminaristas y religiosas, así como a los miembros de las varias parroquias o asociaciones de las diversas ciudades. Un recuerdo especial para el grupo procedente de México —acompañado por el Señor Cardenal Corripio Ahumada y otros prelados—; para los agricultores católicos de Costa Rica y para los peregrinos de las diócesis de Salamanca, Madrid-Alcalá, San Sebastián y Ávila, ciudad que fue la cuna de santa Teresa de Jesús y que tuve el placer de visitar el año pasado.

 



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