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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Sábado 22 de julio de 1989

 

Pentecostés, efusión de vida divina

1. El acontecimiento de Pentecostés en el Cenáculo de Jerusalén constituye una especial teofanía. Ya hemos considerado sus principales elementos “externos”: “un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso”, “lenguas como de fuego” sobre los que se encontraban reunidos en el Cenáculo, y finalmente el “hablar en otras lenguas”. Todos estos elementos indican no sólo la presencia del Espíritu Santo, sino también su particular “venida” sobre los presentes, su “donarse”, que provoca en ellos una transformación visible, como se puede apreciar por el texto de los Hechos de los Apóstoles (2, 1-12). Pentecostés cierra el largo ciclo de las teofanías del Antiguo Testamento, entre las que se puede considerar como principal la realizada a Moisés sobre el monte Sinaí.

2. Desde el inicio de este ciclo de catequesis pneumatológicas, hemos aludido también al vínculo que existe entre el evento de Pentecostés y la Pascua de Cristo, especialmente bajo el aspecto de “partida” hacia el Padre mediante la muerte en cruz, la resurrección y la ascensión. Pentecostés contiene en sí el cumplimiento del anuncio que hizo Jesús a los apóstoles el día anterior a su pasión durante el “discurso de despedida” en el Cenáculo de Jerusalén. En aquella ocasión Jesús había hablado del “nuevo Paráclito”: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 16-17), subrayando: “Si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7).

Hablando de su partida mediante la muerte redentora en el sacrificio de la cruz, Jesús había dicho: “Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis” (Jn 14, 19).

Este es un nuevo aspecto del vínculo entre la Pascua y Pentecostés: “Yo vivo”. Jesús hablaba de su resurrección. “Vosotros viviréis”: la vida, que se manifestará y confirmará en mi resurrección, se convertirá en vuestra vida. Ahora bien, la “transmisión” de esta vida, que se manifiesta en el misterio de la Pascua de Cristo, se realiza de modo definitivo en Pentecostés. En la palabra de Jesús se hacía alusión a la parte conclusiva del oráculo de Ezequiel, en el que Dios prometía: “Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis” (37, 14). Por consiguiente, Pentecostés está vinculado orgánicamente a la Pascua y pertenece al misterio pascual de Cristo: “Yo vivo y también vosotros viviréis”.

3. En virtud del Espíritu Santo, por su venida, también se ha cumplido la oración de Jesús en el Cenáculo: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado” (Jn 17, 1-2).

Jesucristo, en el misterio pascual, es el artífice de esta vida. El Espíritu Santo “da” esta vida, “tomando” de la redención obrada por Cristo (“recibirá de lo mío”, Jn 16, 14). Jesús mismo había dicho: “El espíritu es el que da vida” (Jn 6, 63). San Pablo, de la misma manera, proclama que “la letra mata, mas el Espíritu da vida” (2 Co 3, 6). En Pentecostés brilla la verdad que profesa la Iglesia con las palabras del Símbolo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida”.

Junto con la Pascua, Pentecostés constituye el coronamiento de la economía salvífica de la Trinidad divina en la historia humana.

4. Más aún: los primeros que experimentaron los frutos de la resurrección de Cristo el día de Pentecostés fueron los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén en compañía de María, la Madre de Jesús, y otros “discípulos” del Señor, hombres y mujeres.

Para ellos Pentecostés es el día de la resurrección, es decir, de la nueva vida, en el Espíritu Santo. Es una resurrección espiritual que podemos contemplar a través del proceso realizado en los apóstoles en el curso de todos esos días: desde el viernes de la Pasión de Cristo, pasando por el día de Pascua, hasta el de Pentecostés. El prendimiento del Maestro y su muerte en cruz fueron para ellos un golpe terrible, del que tardaron en reponerse. Así se explica que la noticia de la resurrección, e incluso el encuentro con el Resucitado, hallasen en ellos dificultades y resistencias. Los Evangelios lo advierten en muchas ocasiones: “no creyeron” (Mc 16, 11), “dudaron” (Mt 28, 17). Jesús mismo se lo reprochó dulcemente: “¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?” (Lc 24, 38). Él trataba de convencerlos acerca de su identidad, demostrándoles que no era “un fantasma”, sino que tenía “carne y huesos”. Con este fin consumó incluso alimentos bajo sus ojos (cfr. Lc 24, 37-43).

El acontecimiento de Pentecostés impulsa a los discípulos a superar definitivamente esta actitud de desconfianza: la verdad de la resurrección de Cristo penetra plenamente en sus mentes y conquista su voluntad. Entonces de verdad “de su seno corrieron ríos de agua viva” (Cf. Jn 7, 38), como había predicho de forma figurativa Jesús mismo hablando del Espíritu Santo.

5. Por obra del Paráclito, los apóstoles y los demás discípulos se transformaron en “hombres pascuales”: creyentes y testigos de la resurrección de Cristo. Hicieron suya, sin reservas, la verdad de tal acontecimiento decisivo y anunciaron desde aquel día de Pentecostés “las maravillas de Dios” (Hch 2, 11). Fueron capacitados desde dentro: el Espíritu Santo obró su transformación interior, con la fuerza de la “nueva vida”: la que Cristo recuperó en su resurrección y ahora infundió por medio del “nuevo Paráclito” en sus seguidores. Se puede aplicar a esa transformación lo que Isaías había predicho con lenguaje figurado: “Al fin será derramado desde arriba... un espíritu; se hará la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva” (Is 32, 15). Verdaderamente brilla en Pentecostés la verdad evangélica: Dios “no es Dios de muertos sino de vivos” (Mt 22, 32), “porque para Él todos viven” (Lc 20, 38).

6. La teofanía de Pentecostés abre a todos los hombres la perspectiva de la “novedad de vida”. Aquel acontecimiento es el inicio del nuevo “donarse” de Dios a la humanidad, y los apóstoles son el signo y la prenda no sólo del “nuevo Israel”, sino también de la “nueva creación” realizada por obra del misterio pascual. Como escribe San Pablo: “la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida... Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 18.20). Y esta victoria de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado, lograda por Cristo, obra en la humanidad mediante el Espíritu Santo. Por medio de Él fructifica en los corazones el misterio de la redención (Cf. Rm 5, 5; Ga 5, 22).

Pentecostés es el inicio del proceso de renovación espiritual, que realiza la economía de la salvación en su dimensión histórica y escatológica, proyectándose sobre todo lo creado.

7. En la Encíclica sobre el Espíritu Santo Dominum et Vivificantem escribí: “Pentecostés es un nuevo inicio en relación con el primero, inicio originario de la donación salvífica de Dios, que se identifica con el misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: ‘En el principio creó Dios los cielos y la tierra... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba por encima de las aguas’ (1, 1 ss.). Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a “imagen y semejanza de Dios” (n. 12). En Pentecostés el “nuevo inicio” del donarse salvífico de Dios se funde con el misterio pascual, fuente de nueva vida.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato dirigir mi cordial saludo a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia. En particular, deseo saludar a la peregrinación de la diócesis de Jaén (España), a los grupos llegados de Valencia y a la Asociación “Dante Alighieri”, de Sevilla. Las vacaciones son una época ideal del año para descansar y descubrir más profundamente la presencia de Dios. Os invito, pues, a encontrar ese espacio de tiempo necesario para escuchar a Dios, especialmente a través de la lectura reposada y atenta de la Sagrada Escritura.

A vosotros y a vuestras familias imparto con afecto mi bendición apostólica.



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