JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 20 de abril de 1994
Los trabajadores en la Iglesia
(Lectura:
2da. carta de san Pablo a los Tesalonicenses, versículos 10-12)
1. Entre los fieles laicos merecen mención especial los trabajadores. La Iglesia es consciente de la importancia que el trabajo tiene en la vida humana y reconoce su carácter de elemento esencial de la sociedad, tanto a nivel socioeconómico y político, como a nivel religioso. Bajo este último aspecto, lo considera expresión primaria del «carácter secular» (Lumen gentium, 31) de los laicos, que en su mayor parte son trabajadores y pueden encontrar en el trabajo el camino hacia la santidad. El concilio Vaticano II, impulsado por esta convicción, considera la obra de los trabajadores en la perspectiva del compromiso de la salvación, llamándolos a colaborar en el apostolado (ib., 41).
2. A este tema dediqué la encíclica Laborem exercens y otros documentos e intervenciones, con los que he tratado de explicar el valor, la dignidad y las dimensiones del trabajo, en toda su eminente grandeza. Aquí me limitaré a recordar que la primera razón de esta grandeza y dignidad consiste en el hecho de que el trabajo es una cooperación en la obra creadora de Dios. El relato bíblico de la creación lo da a entender cuando dice que «tomó, pues, el Señor Dios al hombre y lo dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase» (Gn 2, 15), remitiéndose así al mandato anterior de someter la tierra (cf. Gn 1, 28). Como he escrito en la encíclica citada, «el hombre es la imagen de dios, entre otros motivos por el mandato recibido de su Creador de someter y dominar la tierra. En la realización de éste mandato, el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo» (Laborem exercens, 4).
3. Según el Concilio (Lumen gentium, 41), el trabajo constituye un camino hacia la santidad, pues ofrece la ocasión de:
a) perfeccionarse a sí mismo. En efecto, el trabajo desarrolla la personalidad del hombre, ejercitando sus cualidades y capacidades. Lo comprendemos mejor en nuestra época, con el drama de numerosos parados que se sienten humillados en su dignidad dé personas humanas. Es preciso dar el mayor relieve posible a esta dimensión personalista en favor de todos los trabajadores, tratando de asegurar en cada caso condiciones de trabajo dignas del hombre;
b) ayudar a los compatriotas. Se trata dé la dimensión social del trabajo, que es un servicio para el bien de todos. Esta orientación debe subrayarse siempre: el trabajo no es una actividad egoísta, sino altruista; no se trabaja exclusivamente para sí mismos, sino también para los demás;
c) hacer progresar a toda la sociedad y la creación. El trabajo adquiere, por consiguiente, una dimensión histórico-escatológica e incluso cósmica, pues tiene como objetivo contribuir a mejorar las condiciones materiales de la vida y del mundo, ayudando a la humanidad a alcanzar, por este camino, las metas superiores a las que Dios la llama. El progreso actual hace más evidente esa verdad: el trabajo tiene como finalidad una mejora a escala universal. Pero queda mucho por hacer para adecuar el trabajo a estos fines queridos por el mismo Creador;
d) imitar a Cristo, con caridad efectiva. Volveremos sobre este punto.
4. Siempre a la luz del libro del Génesis, según el cual Dios instituyó y ordenó el trabajo dirigiéndose a la primera pareja humana (cf. Gn 1, 27-28), adquiere todo su significado la intención de muchos hombres y muchas mujeres que trabajan para el bien de su familia. El amor al cónyuge y a los hijos, que inspira e impulsa a la mayor parte de los seres humanos al trabajo, confiere a este trabajo una mayor dignidad, y hace más fácil y agradable su realización, incluso aunque sea muy fatigoso.
A este respecto, conviene hacer notar que también en la sociedad contemporánea, donde está vigente el principio del derecho de los hombres y las mujeres al trabajo retribuido, se ha de reconocer y apreciar el valor del trabajo no directamente lucrativo de muchas mujeres que, se dedican a las necesidades de la casa y de la familia. Es un trabajo que también hoy tiene una importancia fundamental para la vida de la familia y para el bien de la sociedad.
5. Baste aquí haber aludido a este aspecto de la cuestión, para pasar a un punto que trató el Concilio, el cual menciona «trabajos, muchas veces fatigosos» (Lumen gentium, 41), en los que, también hoy, se cumplen las palabras bíblicas: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gn 3, 19). Como escribí en la encíclica Laborem exercens, «esta fatiga es un hecho universalmente conocido, porque es universalmente experimentado. Lo saben los hombres del trabajo manual, realizado a veces en condiciones excepcionalmente pesadas [...]. Lo saben a su vez, los hombres vinculados a la mesa de trabajo intelectual [...]. Lo saben las mujeres, que a veces sin un adecuado reconocimiento por parte de la sociedad y' de sus mismos familiares, soportan cada día la fatiga y la responsabilidad de la casa y de la educación de los hijos» (n. 9).
Aquí se encuentra la dimensión ética, pero también ascética, que la Iglesia enseña a reconocer en él trabajo, porque, precisamente por la fatiga que implica, exige las virtudes del valor y la paciencia, y por tanto puede convertirse en camino hacia la santidad.
6. Precisamente en virtud de la fatiga que implica, el trabajo se manifiesta más claramente como un compromiso de colaboración con Cristo en la obra redentora. Su valor, ya constituido por la participación en la obra creadora de Dios, asume luz nueva si se lo considera como participación en la vida y la misión de Cristo. No podemos olvidar que, en la Encarnación, el Hijo de Dios, que se hizo hombre por nuestra salvación, también se dedicó rudamente al trabajo común. Jesucristo aprendió de José el oficio de carpintero y lo ejerció hasta el comienzo de su misión pública. En Nazaret, Jesús era conocido como «el hijo del carpintero»,(Mt 13, 55) o como «el carpintero» (Mc 6, 3). También por esta razón resulta muy natural que en sus palabras se refiera al trabajo profesional de los hombres o al trabajo doméstico de las mujeres, como expliqué en la encíclica Laborem exercens (n. 26), y que manifieste su estima por los trabajos más humildes. Y es un aspecto importante del misterio de su vida el hecho de que, como Hijo de Dios, Jesús haya podido y querido conferir una dignidad suprema al trabajo humano. Con manos humanas y con capacidad humana, el Hijo de Dios trabajó, como nosotros y con nosotros, hombres de la necesidad y de la fatiga diaria.
7. A la luz y a ejemplo de Cristo, el trabajo asume para los creyentes su más alta finalidad, vinculada al misterio pascual. Después de haber dado ejemplo de un trabajo semejante al de tantos otros trabajadores, Jesús realizó la obra más elevada para la que había sido enviado: la Redención, que culminó en el sacrificio salvífico de la cruz. En el Calvario, Jesús, por, obediencia al Padre, se ofrece a sí mismo por la salvación universal.
Pues bien, los trabajadores están invitados a unirse al trabajo del Salvador. Como dice el Concilio, pueden y deben imitar, «en su activa caridad, a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en los trabajos manuales y que continúan trabajando en unión con el Padre para la salvación de todos» (Lumen gentium, 41). Así, el valor salvífico del trabajo, vislumbrado de alguna manera también en el ámbito de la filosofía y la sociología durante los últimos siglos, se manifiesta, a un nivel mucho más alto, como participación en la obra sublime de la Redención.
8. Por eso precisamente, el Concilio afirma que todos pueden ascender, «mediante su mismo trabajo diario, a una más alta santidad, incluso con proyección apostólica» (ib.). En esto estriba la elevada misión de los trabajadores, no sólo llamados a cooperar en la edificación de un mundo material mejor, sino también en la transformación espiritual de la realidad humana y cósmica que hizo posible el misterio pascual.
Las molestias y los sufrimientos procedentes de la fatiga del trabajo mismo o de las condiciones sociales en que se realiza, en virtud de la participación en el sacrificio redentor de Cristo, adquieren así fecundidad sobrenatural para todo el género humano. También en este caso valen las palabras de san Pablo: «La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 22-23). Esta certeza de fe, en la visión histórica y escatológica del Apóstol, funda su afirmación, llena de esperanza: «Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8, 18).
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de los diversos países de América Latina y de España.
En particular, a los fieles de la parroquia María Auxiliadora de San Salvador y a la peregrinación procedente de México.
En este tiempo de Pascua, y en el gozo de Jesús Resucitado, imparto a todos con gran afecto la bendición apostólica.
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