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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL AEROPUERTO «EL TROMPILLO»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Santa Cruz (Bolivia)
Viernes 13 de mayo de 1988

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Cruceños y gente de otras tierras, que habéis hecho de Santa Cruz vuestro hogar aportando nuevos valores para forjar entre todos una nueva generación para Bolivia. A todos vosotros, los nacidos en esta tierra y a los gozosamente adoptados por ella, hago llegar mi afectuoso saludo y mi bendición. En particular saludo con fraterno afecto a Monseñor Luis Rodríguez, Pastor de esta querida arquidiócesis, que pasado mañana celebrará el cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal, saludo a sus obispos auxiliares y a todos los amadísimos hermanos en el Episcopado aquí presentes.

Me dirijo a todos con sentimientos de aprecio y estima, pues lleváis en vosotros, impresa por la mano de Dios, la suprema nobleza de su imagen y semejanza; veo a seres humanos impregnados, según el designio divino, de una dignidad intransferible y radical, de la cual derivan, junto a deberes, derechos fundamentales que deben ser respetados en todo tiempo y lugar. Mi palabra se dirige hoy a todos los cruceños, de la ciudad o del campo, de origen camba o kolla, rescatados del poder del mal por la sangre de Cristo, llamados por El a “revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 24). 

Hemos escuchado las palabras del Profeta Isaías: “Abrir las prisiones injustas,... dejar libres a los oprimidos... partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo... Entonces nacerá una luz como la aurora... Entonces clamarás al Señor y te responderá; gritarás y te dirá: Aquí estoy” (Is 56, 6-9). El Señor está siempre dispuesto a escuchar el grito del hombre, a mantener con él la alianza sellada en su Hijo, asociando a todos de este modo a la actuación de sus designios, que son de construir el orden de la verdad y del bien, renovando la vida de las comunidades y de toda la sociedad humana.

A los hombres y a las sociedades corresponde asumir la tarea de conversión y de transformación. Ellos están llamados a rehacer con la ayuda de Dios los caminos que conducen al bien, a la justicia, a la paz. Esta es la enseñanza que encontramos en el libro del Profeta Isaías: el eterno grito de Dios, que quiere sacar de su precaria situación, de cara a la salvación definitiva, al hombre, a los pueblos, a las naciones, y restaurar a la vez la justicia y honestidad de costumbres en los campos de la vida social, económica y política.

Todos vosotros estáis llamados a construir esa sociedad nueva. Pero “no se edifica una sociedad sin Dios, sin la ayuda de Dios; sería una contradicción. Es Dios la garantía de una sociedad a medida del hombre” (Discurso a las autoridades y a los habitantes de Salvador de Bahía, 6 de julio de 1980). Sólo cuando Dios se haya convertido de veras en el centro de la vida del hombre, de su historia y de toda la creación, será posible realizar esta tarea. No es otra cosa lo que Jesús ha anunciado como reino de Dios, inminente y ya presente (cf. Mc 1, 15; Mt 4, 17).  Es una nueva forma de vida, en cuya contextura los hombres son, se sienten y se comportan como hermanos.

2. “Aquí estoy” (Is 58, 9),  dice el Señor, según leemos en el Profeta Isaías.¡ El Señor que se compromete a estar presente entre nosotros! El Verbo de Dios se hace hombre para poder sentir con corazón de hombre, hablar con palabras de hombre y ser, verdaderamente, uno de nosotros. Como Sabiduría del Padre, que vino a enseñarnos la Verdad, Cristo pronunció el sermón de la montaña, esto es, las bienaventuranzas que hemos recordado hoy en la liturgia. En ellas nos ha revelado el reino de Dios, que es el cumplimiento definitivo de todos los deseos y aspiraciones, así como el fin de todas las luchas y sufrimientos de la humanidad.

Con las bienaventuranzas abre un diálogo al que son convocados precisamente los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos por causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-10). 

Como os han indicado vuestros obispos, “construir este reino significa un desafío concreto para nuestra Iglesia en Bolivia, por la hora particular que vivimos y las características mismas que tiene el reino. Es un reino de verdad... Es un reino de libertad... Es un reino de fraternidad... Es un reino de justicia... Es un reino que se manifiesta como reino de vida y de amor” (Conferencia episcopal boliviana, Enfoque pastoral, 1, 6). 

Cristo, en el sermón de la montaña, se estaba dirigiendo non sólo a sus oyentes de entonces, sino también a los hombres y mujeres de todos los tiempos, incluidos nosotros. Por eso cabe preguntarnos aquí: ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cuál es nuestra realidad? Todos formamos parte del Pueblo de Dios que sobre la tierra camina hacia el reino de los cielos, hacia el destino definitivo del hombre en Dios; hacia esa paz que el mundo no puede dar y que sólo de Cristo puede esperar; hacia esa justicia que sólo Dios puede actuar en el corazón del hombre y entre los hombres, entre los diversos estratos de la sociedad, como también entre los pueblos y las naciones.

3. Queridos hermanos y hermanas, hijos y hijas de esta tierra boliviana: Permitidme que os haga unas preguntas que, confío, sean el comienzo de una seria reflexión, de un verdadero discernimiento: ¿Sentís de verdad hambre y sed de justicia? ¿Cómo buscáis la paz?

Estas preguntas deben llevarnos a reflexionar seriamente ante Dios, sobre algunos de los problemas que afectan a países como el vuestro. Uno de estos graves problemas es “la situación de inhumana pobreza” a que se referían los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla (Puebla, 29). Por desgracia es una situación que afecta a tantas personas y familias bolivianas, y cuyos índices son la alta mortalidad infantil, la desnutrición, los bajos salarios, la elevada tasa de desempleo, la escasez de vivienda, las deficiencias en el campo de la sanidad y la educación, el contrabando, el narcotráfico y sus secuelas internas y externas, que tienden a generalizarse en diversas formas de corrupción; tantos signos, en fin, de marginación, desigual distribución de la riqueza, desnivel cultural, discriminación de la mujer.

Estos y otros índices del conjunto de problemas que os toca sufrir tienen raíces muy profundas, como son el hecho de una excesiva dependencia económica, tecnológica, política y cultural; la vigencia de sistemas económicos que no consideran al hombre como portador de valores primordiales; los desequilibrios en la distribución del presupuesto estatal; la crisis de valores morales, manifestada en el afán de lucro, la flojera, la falta de esfuerzo, la carencia de sentido social y de solidaridad. Finalmente, vemos que, por debajo de todas estas manifestaciones, existe siempre el misterioso fondo del pecado, pues la persona humana, olvidando los mandamientos de Dios, corrompe los mecanismos de la sociedad con falsos valores materiales (cf.  Ibíd. 63, 70). 

4. En medio de este sombrío panorama de la realidad no hemos de dejarnos invadir por el desánimo. A1 contrario, tenéis motivos de gran esperanza. Basta contemplar la enorme riqueza de valores culturales, sociales y religiosos, que os distinguen entre todos los pueblos de América, ya que contáis con el porcentaje más alto de población autóctona, ligada a las culturas ancestrales americanas. Me complace subrayar una vez más vuestro espíritu de hospitalidad y acogida; la innata delicadeza y bondad que os caracteriza; el fuerte apego a la familia, abierta a las relaciones de parentesco y vínculos profundos de compadrazgo; el amor y el respeto a la madre; la paciencia y la capacidad de sufrimiento; el trato respetuoso y cordial; el sentido festivo de la vida, que se manifiesta en alegría y optimismo, que se vuelve auténtica celebración popular en las ricas y entusiastas expresiones de música y folklore. Por último, es necesario resaltar vuestro sentido de la presencia de Dios, experimentada de manera íntima y natural, confiando en su Providencia, aceptando su divina voluntad, en una continua y vital relación con El. En estrecha conexión con el sentido de Dios está la rica y variada religiosidad popular, fuertemente enraizada en la conciencia de vuestro pueblo y que se expresa de manera constante en los acontecimientos religiosos, sociales y civiles de vuestro diario vivir; la tradicional y sentida devoción a los Santos y en especial a la Virgen María, bajo diversas advocaciones: la Mamita de Cotoca, da Chaguaya, de Urkupiña, de Copacabana, de Guadalupe, del Socavón, del Carmen; el afecto filial al Papa y el aprecio a vuestros obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas.

5. Estos valores más relevantes, entre otros que hubiéramos podido enumerar, tienen una connotación profundamente humana, además de cristiana. Ellos seguirán siendo pues la base de esta nueva sociedad que estáis llamados a construir. A este respecto, la Iglesia reconoce la justa autonomía de lo temporal (cf. Gaudium et spes, 36),  es decir, corresponde a la sociedad civil encontrar las formas y medios más adecuados para perseguir sus propios fines. Sin embargo, puesto que la misión salvífica y liberadora de la Iglesia se lleva a cabo en el contexto de la historia humana y de las relaciones sociales, ella ofrece y sostiene su propia visión del hombre y de la sociedad y invita a aceptar sus orientaciones que debieran considerarse esenciales por quienes están empeñados de veras en la construcción de un orden social más justo y humano. Asimismo, es parte de su misión profética el denunciar lo que se opone al proyecto de Dios en la historia, ya sea de orden personal, familiar o social.

En el cumplimiento de esta misión, la Iglesia, como madre y maestra de los pueblos, ha mostrado su preocupación por estos problemas y con su doctrina social trata de iluminarlos buscando soluciones acertadas. De estas enseñanzas –que algunos han llamado el “evangelio social”– quisiera recordar ciertos principios fundamentales, esperando que sean tomados como un llamado a la conciencia de todos y de cada uno, y se traduzcan en hechos de vida.

6. Ante todo, hay que destacar el principio básico de la primacía de la persona sobre las cosas, principio que constituye el fundamento necesario para superar no pocos errores ideológicos, cuyas consecuencias prácticas repercuten principalmente sobre los pobres en los diversos tipos de sociedad existentes en el mundo de hoy (cf. Laborem exercens, 13). 

En la persona humana, es decir, en el hombre considerado en todas sus dimensiones, especialmente como creatura de Dios redimida por Cristo (cf. Gaudium et spes, 22), se encuentra la clave de interpretación del gran misterio de toda la vida humana. “Esta verdad completa sobre el ser humano constituye el fundamento de la enseñanza social de la Iglesia, así como la base de la verdadera liberación. A la luz de esta verdad, no es el hombre un ser sometido a los procesos económicos o políticos, sino que esos procesos están ordenados al hombre y sometidos a él” (Discurso a la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, Puebla, México, 28 de enero de 1979).  De esta consideración fundamental, surge la concepción del orden social, político, económico y cultural, así como todo principio relacionado con ellos; de esta manera el hombre, considerado como fundamento, causa y finalidad de todas las instituciones sociales, se convierte en el criterio para valorar les formas concretas que asume la convivencia humana y el progreso de la sociedad (cf. Mater et magistra, 231 y 259). 

De la consideración de este principio central de la doctrina social de la Iglesia se deriva otro no menos importante: toda la organización de la sociedad tiene como fin el bien común entendido como “todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección” ( Mater et magistra, 70). Por tanto, la justicia de los sistemas sociales, políticos y económicos, se valorará según la medida en que permitan eficazmente a todos los miembros de la sociedad lograr esta meta. Y esto, no de una manera que podríamos decir automática, sino con la real participación de todos los ciudadanos. El bien común no es, por tanto, función exclusiva de los poderes públicos, que deben tener un papel relevante, sino de todos los miembros de la sociedad, cada uno según su propia capacidad y función (cf. Sollicitudo rei socialis, 15; Pablo VI, Octogesima adveniens, 47; Gaudium et spes, 75). 

7. En la búsqueda del bien común, la doctrina de la Iglesia adopta como criterio prioritario la preocupación por los más desposeídos y necesitados: aquellas personas que se encuentran en medio de dificultades insuperables, por lo cual se les cierra el acceso a los bienes más elementales y necesarios para una vida digna de quien ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

Como bien puede deducirse de lo anterior, el progreso de la sociedad tiende a procurar que todos los ciudadanos puedan disfrutar de los bienes y servicios por ser patrimonio común; pero no podemos olvidar que la visión humanista cristiana implica además reconocer que todas las cosas están subordinadas “a la semejanza divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad” (Sollicitudo rei socialis, 29) .  Es decir, que en toda la ordenación de la actividad social se debe tener presente la dimensión moral. Sólo así se podrá llegar a una sociedad justa, fundamento de la verdadera paz, y se evitará que la misma actividad humana se vuelva contra el hombre bajo nuevas formas de dominación.

El derecho a una participación responsable implica entre otras cosas el respeto a la iniciativa económica a nivel personal, nacional e internacional. El ejercicio de este derecho por encima de cualquier individualismo es garantía de superación de formas de dependencia que llevan a la pasividad y atentan contra la subjetividad, contra la identidad de ciudadanos y países, y al mismo tiempo es obstáculo a la formación de estructuras totalitarias a nivel político-social, económico y aun cultural (cf. Sollicitudo rei socialis, 15). 

La creciente toma de conciencia sobre el conjunto de problemas que se plantean al país, y de la distancia existente entre esta situación y los ideales propuestos por la doctrina social, podría suscitar en algunos la tentación de la violencia como medio para romper las estructuras consideradas injustas. Tales estructuras están relacionadas frecuentemente con el proceso de expansión capitalista liberal, mientras en otras partes se presentan como formas opresoras inspiradas por el colectivismo marxista. De uno o de otro modo tiene su origen en ideologías de culturas dominantes y son incoherentes con vuestra fe y vuestra cultura propias. Es necesario, pues, estar alerta porque en la práctica estas ideologías han sacrificado muchos valores cristianos y, por ende, humanos, o han caído en irrealismos utópicos, inspirándose en políticas que, al utilizar la fuerza como instrumento fundamental, incrementan en última instancia la espiral de la violencia.

8. La injusticia es ciertamente generadora de divisiones entre los hombres y mujeres llamados por Dios a vivir como hermanos y a luchar contra todo lo que atente a esta vocación. Es aquí donde se hace más acuciante la necesidad de vivir profundamente la virtud cristiana de la solidaridad, que llevará a cada uno a mirar a su prójimo no solamente como un ser humano, sino como “imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo” (Ibíd. 40). 

Quisiera subrayar igualmente cómo la solidaridad carecerá realmente de significado mientras no tenga como fundamento el amor. Esto es lo propio de la solidaridad como virtud y en lo que los cristianos nos diferenciamos radicalmente de cualquier otra persona inspirada en ideologías pasajeras. Solamente una solidaridad basada en el amor y fruto del mismo ofrecerá esperanzas de constituir un fundamento estable a la construcción de una sociedad justa y fraterna. Esta es la virtud que puede y debe proporcionar las bases sólidas para la paz estable y duradera, en Bolivia, en América Latina y en el mundo entero.

Vuestra propia fe cristiana y los desafíos de la realidad os invitan a todos vosotros, habitantes de esta tierra, a encarar con valentía y creatividad la necesidad de introducir cambios profundos en las estructuras sociales.

9. Queridos hermanos cruceños y de todo el país: Vosotros os encontráis en un período de cambio, caracterizado por fenómenos y problemas de suma importancia. Además de los ya mencionados anteriormente, es necesario llamar la atención sobre la migración, la urbanización creciente, la proletarización, la discriminación de la mujer que exige su justa promoción, el fenómeno del desmedido proselitismo de las sectas. El proceso de secularización, que se va extendiendo cada vez más, lleva consigo el peligro de absolutizar los valores mundanos como el poder, el placer o el dinero. Es de lamentar el deterioro de valores éticos básicos, como el de la honradez pública y privada, que ha llevado a numerosas expresiones de corrupción, que minan las bases de la organización de la sociedad. El comercio de la droga se ha convertido en un auténtico tráfico de la libertad por cuanto lleva a la más terrible forma de esclavitud y siembra vuestro suelo de corrupción y de muerte. Por ello, es urgente no sólo proteger a los jóvenes del consumo de la droga, sino combatir el tráfico mismo, por tratarse de una actividad a todas luces infame. Urge al mismo tiempo discernir las causas o raíces profundas de este fenómeno para definir líneas de acción que sean eficaces. Os enfrentáis, pues, a una ardua tarea: transformar esta sociedad boliviana en una sociedad nueva, en una sociedad profundamente cristiana en sus fundamentos y en sus expresiones.

10. Jesucristo, que en su sermón de la montaña nos ofrece el mensaje de las bienaventuranzas, conduce al hombre hacia el reino. El reino de Dios es esta “nueva tierra donde habita la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano” (Gaudium et spes, 39).  Esta es la enseñanza del último Concilio.

En esta perspectiva se puede cumplir de manera definitiva aquello de que nos habla el Salmo de la liturgia de hoy: “La lealtad y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan” (Sal 85 [84], 11)  

11. ¡Santa Cruz!

Ciudad que llevas este nombre en la tierra boliviana, el Sucesor del Apóstol Pedro te agradece hoy tu hospitalidad. Agradece este encuentro con el Pueblo de Dios que hoy se ha reunido aquí y lo encomienda a la protección maternal de la Virgen de Cotoca.

Que a todas las hijas e hijos de esta tierra lleguen las palabras del mensaje de Cristo que descubren continuamente la “novedad de la vida”: sociedad nueva, moral renovada. Es necesaria una renovación continua. Es necesaria la conversión de los corazones y la transformación de las relaciones sociales.

Y si las mismas palabras del sermón de la montaña, si el mensaje salvífico del Evangelio no bastaren, que hable, entonces, la cruz de Cristo.

¡La Cruz de Cristo! La última palabra de la sabiduría divina. La fuente última del poder divino de la historia del hombre y del mundo.

¡Santa Cruz!



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