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SOLEMNE CEREMONIA DE BEATIFICACIÓN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Domingo 7 de marzo de 1999

 

1. «El que beba del agua que yo le daré, no tendrá más sed» (Jn 4, 14).

En este tercer domingo de Cuaresma, el encuentro de Jesús con la samaritana junto al pozo de Jacob constituye una extraordinaria catequesis sobre la fe. A los catecúmenos que se preparan para recibir el bautismo, y a todos los creyentes en camino hacia la Pascua, el evangelio les muestra hoy el «agua viva» del Espíritu Santo, que regenera interiormente al hombre, haciéndolo renacer «de lo alto» a una vida nueva.

La existencia humana es un «éxodo» de la esclavitud a la tierra prometida, de la muerte a la vida. A lo largo de este camino experimentamos a veces la aridez y la fatiga de la existencia: la miseria, la soledad, la pérdida de sentido y de esperanza, hasta el punto de que también nosotros podemos llegar a preguntarnos, como los judíos en camino: «¿Está o no el Señor en medio de nosotros?» (Ex 17, 7).

También aquella mujer de Samaría, tan probada por la vida, habrá pensado muchas veces: «¿Dónde está el Señor?». Hasta que un día encuentra a un hombre que le revela a ella, mujer y además samaritana, es decir, doblemente despreciada, toda la verdad. En un sencillo diálogo, le ofrece el don de Dios: el Espíritu Santo, fuente de agua viva para la vida eterna. Se manifiesta a sí mismo como el Mesías esperado, y le anuncia al Padre, que quiere ser adorado en espíritu y verdad.

2. Los santos son los «verdaderos adoradores del Padre»: hombres y mujeres que, como la samaritana, han encontrado a Cristo y han descubierto, gracias a él, el sentido de la vida. Han experimentado personalmente lo que dice el apóstol Pablo en la segunda lectura: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5).

También en los nuevos beatos la gracia del bautismo dio plenamente su fruto. Hasta tal punto bebieron en la fuente del amor de Cristo, que fueron transformados íntimamente, y se convirtieron a su vez en manantiales desbordantes para la sed de muchos hermanos y hermanas suyos que encontraron a lo largo del camino de la vida.

3. «Hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios (...) y nos gloriamos apoyados en la esperanza de los hijos de Dios» (Rm 5, 1-2). Hoy la Iglesia, al proclamar beatos a los mártires de Motril, pone en sus labios estas palabras de san Pablo. En efecto, Vicente Soler y sus seis compañeros agustinos recoletos, y Manuel Martín, sacerdote diocesano, obtuvieron por el testimonio heroico de su fe el acceso a la «gloria de los hijos de Dios». Ellos no murieron por una ideología, sino que entregaron libremente su vida por Alguien que ya había muerto antes por ellos. Así devolvieron a Cristo el don que de él habían recibido.

Por la fe, estos sencillos hombres de paz, alejados del debate político, trabajaron durante años en territorios de misión, sufrieron multitud de penalidades en Filipinas, regaron con su sudor los campos de Brasil, Argentina y Venezuela, fundaron obras sociales y educativas en Motril y en otras partes de España. Por la fe, llegado el momento supremo del martirio, afrontaron la muerte con ánimo sereno, confortando a los demás condenados y perdonando a sus verdugos. ¿Cómo es posible esto? ―nos preguntamos―, y san Agustín nos responde: «Porque el que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos en la tierra vencía» (Sermón 329, 1-2).

¡Dichosos vosotros, mártires de Cristo! Que todos se alegren por el honor tributado a estos testigos de la fe. Dios los ayudó en sus tribulaciones y les dio la corona de la victoria. ¡Ojalá que ellos ayuden a quienes hoy trabajan en España y en el mundo en favor de la reconciliación y de la paz!

4. El pueblo que estaba acampado en el desierto tenía sed, como nos lo recuerda la primera lectura, tomada del libro del Éxodo (cf. 17, 3). El espectáculo del pueblo espiritualmente sediento también estaba ante la mirada de Nicolás Barré, de la orden de los Mínimos. Su ministerio le ponía continuamente en contacto con personas que, viviendo en el desierto de la ignorancia religiosa, corrían el riesgo de beber en la fuente corrompida de algunas ideas de su tiempo. Por eso sintió el deber de convertirse en maestro espiritual y educador de aquellos a quienes llegaba con su acción pastoral. Con el fin de ampliar su radio de acción, fundó una nueva familia religiosa, las Hermanas del Niño Jesús, con el deber de evangelizar y educar a la juventud abandonada, para revelarle el amor de Dios, comunicarle plenamente la vida divina y contribuir a la edificación de las personas.

El nuevo beato enraizaba su misión en la contemplación del misterio de la Encarnación, ya que Dios colma la sed de los que viven en intimidad con él. Mostró que una acción realizada por Dios no puede menos de unir a Dios, y que la santificación pasa también por el apostolado. Nicolás Barré invita a cada uno a confiar en el Espíritu Santo, que guía a su pueblo por el camino del abandono en Dios, del desapego, de la humildad y de la perseverancia incluso en las pruebas más duras. Esta actitud abre a la alegría del camino hacia la experiencia de la acción poderosa de Dios vivo.

5. Cuando finalmente dirigimos nuestra mirada a la beata Ana Schäffer, leemos su vida precisamente como un comentario viviente de lo que san Pablo escribió a los romanos: «La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5).

Cuanto más se transformaba su vida en un calvario, tanto más fuerte era en ella la convicción de que la enfermedad y la debilidad podían ser las líneas en las que Dios escribía su evangelio. Llamaba a su habitación de enferma «taller del dolor», para conformarse cada vez más con la cruz de Cristo. Hablaba de tres llaves, que Dios le había concedido: «La más grande es de hierro y muy pesada, son mis sufrimientos. La segunda es la aguja, y la tercera, la pluma. Con todas estas llaves quiero trabajar día tras día, para poder abrir la puerta del cielo».

Entre atroces dolores, Ana Schäffer tomaba conciencia de la responsabilidad que cada cristiano tiene de la santidad de su prójimo. Por eso utilizó su pluma. Su lecho de enferma se convierte en la cuna de un apostolado epistolar muy amplio. Las pocas fuerzas que le quedan las emplea en el bordado, para de esta forma dar a los demás un poco de alegría. Pero, tanto en sus cartas como en sus labores manuales, su razón de vida es el Corazón de Jesús, símbolo del amor divino. Así, representa las llamas del Corazón de Jesús no como lenguas de fuego, sino como espigas de trigo. La Eucaristía, que Ana Schäffer recibía diariamente de su párroco, es sin duda, su punto de referencia. Por ello, esa representación del Corazón de Jesús será característica de la nueva beata.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios por el don de estos nuevos beatos. Ellos, a pesar de las pruebas de la vida, no endurecieron su corazón, sino que escucharon la voz del Señor, y el Espíritu Santo los colmó del amor de Dios. Así, pudieron experimentar que «la esperanza no defrauda» (Rm 5, 5). Fueron como árboles plantados junto a corrientes de agua, que a su tiempo dieron abundantes frutos (cf. Sal 1, 3).

Por eso, hoy, al admirar su testimonio, toda la Iglesia aclama: ¡Señor, tú eres de verdad el salvador del mundo, tú eres la roca de la que brota el agua viva para la sed de la humanidad!

Danos siempre, Señor, esta agua, para que conozcamos al Padre y lo adoremos en espíritu y verdad. Amén.

 



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