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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE AUSTRALIA EN VISITA «AD LIMINA»


Lunes 14 de diciembre de 1998

 

Querido cardenal Clancy;
amados hermanos en el episcopado:

1. Os saludo afectuosamente a vosotros, obispos de Australia, con las palabras del apóstol Pedro: «Paz a todos los que estáis en Cristo» (1 P 5, 14). Vuestra visita ad limina tiene lugar durante la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos en la que, en medio de las alegrías y las preocupaciones de vuestro servicio pastoral, habéis entablado el colloquium fraternitatis con vuestros hermanos en el episcopado de Nueva Zelanda, Papúa Nueva Guinea, islas Salomón y toda la región del Pacífico sobre la centralidad de Cristo, el camino, la verdad y la vida de los pueblos de vuestro continente. Los representantes de vuestra Conferencia también se han reunido con diversos jefes de dicasterios de la Santa Sede para discutir sobre algunos aspectos de vuestro ministerio en la situación particular de la Iglesia en vuestro país. Deseo animaros a aprovechar las grandes fuerzas de la comunidad católica de Australia que, en medio de cambios a menudo desconcertantes, sigue escuchando la palabra de Dios y dando abundantes frutos de santidad y servicio evangélico.

2. Durante las reuniones con algunas de las Congregaciones de la Curia romana, habéis centrado vuestra atención en cuestiones de doctrina y moral: la liturgia, el papel del obispo, la evangelización y la misión, el sacerdocio y la vida religiosa, y la educación católica. En cada una de estas áreas, vuestra responsabilidad personal como obispos es de suma importancia, y por eso será el tema fundamental de estas breves reflexiones. Desde el concilio Vaticano II, la figura del obispo diocesano ha destacado con nuevo vigor y claridad. Con vuestros hermanos en el episcopado y en unión con el Sucesor de Pedro, por la fuerza del Espíritu Santo habéis recibido la misión de velar por la Iglesia de Dios, la Esposa adquirida al precio de la sangre del Hijo unigénito, el Señor Jesucristo (cf. Hch 20, 28).

Los obispos son «el principio y fundamento visible de la unidad en sus Iglesias particulares», precisamente como el Sucesor de Pedro es «el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad» tanto de los obispos como de todos los fieles. Dado que la Iglesia particular que preside cada obispo representa una porción del pueblo de Dios encomendada a su gobierno pastoral, no es completa en sí misma, sino que existe en la comunión y por la comunión con la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Por esta razón, «todos los obispos (...) deben impulsar y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia» (Lumen gentium, 23). Así pues, cada obispo está llamado a asumir plenamente su responsabilidad, oponiéndose con firmeza a todo lo que pueda perjudicar la fe que ha sido transmitida (cf. 1 Co 4, 7). Para que su ministerio de santificar, enseñar y gobernar sea verdaderamente eficaz es obvio que el estilo de vida del obispo debe ser irreprochable: debe esforzarse sinceramente por ser santo, y entregarse con generosidad y sin vacilación alguna al servicio del Evangelio.

3. Hasta hace poco, la comunidad católica de Australia ha experimentado un fuerte crecimiento. Vuestra historia es extraordinaria: una gran institución construida rápidamente, a pesar de sus recursos limitados. Diócesis, parroquias, comunidades religiosas, escuelas, seminarios y organizaciones de todo tipo han surgido como testimonio de la fuerza de la fe católica en vuestro país y de la inmensa generosidad de quienes la llevaron. Ahora tal vez ese impulso ha disminuido, y la Iglesia en Australia afronta una situación compleja, que exige un cuidadoso discernimiento por parte de los obispos y una respuesta confiada y responsable de todos los católicos.

La cuestión principal concierne a la relación entre la Iglesia y el mundo. Este tema fue fundamental para el concilio Vaticano II, y sigue siéndolo para la vida de la Iglesia después de más de treinta años. La respuesta que demos a esa cuestión determinará la que daremos a otras muchas cuestiones importantes y prácticas. La secularización avanzada de la sociedad implica una tendencia a confundir los límites entre la Iglesia y el mundo. Algunos aspectos de la cultura dominante pueden condicionar a la comunidad cristiana en actitudes que el Evangelio no admite. A veces falta voluntad para poner en tela de juicio los presupuestos culturales, tal como pide el Evangelio. Esto va acompañado a menudo por un enfoque acrítico del problema del mal moral y por un rechazo a reconocer la realidad del pecado y la necesidad del perdón. Esta actitud se manifiesta en una concepción de la modernidad excesivamente optimista, junto con un malestar ante la cruz y sus implicaciones para la vida cristiana. Se olvida muy fácilmente el pasado, y se acentúa tanto la dimensión horizontal, que se debilita el sentido de lo sobrenatural. Un respeto erróneo del pluralismo lleva a un relativismo que pone en duda las verdades enseñadas por la fe y accesibles a la razón humana; y esto, a su vez, crea confusión acerca de lo que constituye la verdadera libertad. Todo esto causa incertidumbre sobre la contribución propia que la Iglesia está llamada a dar al mundo.

Al hablar del diálogo de la Iglesia con el mundo, el Papa Pablo VI usó la expresión colloquium salutis. No se trata de un diálogo por sí mismo, sino de un diálogo que tiene como fuente la verdad y busca comunicar la verdad que libera y salva. El colloquium salutis exige que la Iglesia sea diferente precisamente por el bien del diálogo. La fuente inagotable de esa diferencia es la fuerza del misterio pascual, que proclamamos y comunicamos. En el misterio pascual descubrimos la verdad absoluta y universal, la verdad sobre Dios y sobre la persona humana, que ha sido confiada a la Iglesia y que ella ofrece a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Los obispos nunca debemos perder la confianza en la llamada que hemos recibido, la llamada a una diakonía humilde y tenaz de esta verdad. La fe apostólica y la misión apostólica que hemos recibido nos imponen el solemne deber de anunciar la verdad en todos los ámbitos de nuestro ministerio.

4. Como «administrador de la gracia del sumo sacerdocio» (Lumen gentium, 26), el servicio del obispo a la verdad tiene una aplicación específica y principal en la vida litúrgica de su diócesis. Debe hacer todo lo posible para asegurar que la liturgia, por la que «se ejerce la obra de nuestra redención» (Sacrosanctum Concilium, 2), permanezca fiel a su naturaleza más íntima: la alabanza y la adoración del Padre eterno (cf. ib.,7). Es muy importante que el obispo proporcione una sólida enseñanza de la teología y la espiritualidad litúrgicas en los seminarios y en instituciones semejantes. También debe promover la creación de los recursos que necesita su diócesis, o sea, sacerdotes, diáconos y fieles laicos especialmente preparados, comisiones que funcionen apropiadamente y grupos que trabajen en la promoción de la liturgia, de la música y del arte litúrgicos, y en la construcción y el mantenimiento de iglesias que, por su estilo y su ornamentación, estén en estrecha armonía con los valores fundamentales de la tradición católica. Por otra parte, tanto el clero como el laicado deben disponer de medios adecuados para la formación permanente y para una catequesis constante sobre el significado más profundo de las diversas celebraciones litúrgicas. En muchos casos, será útil compartir los propios recursos con los de las diócesis vecinas o a nivel nacional. Sin embargo, estas disposiciones no deberían reducir la misión del obispo de organizar, promover y proteger la vida litúrgica de su Iglesia particular (cf. Vicesimus quintus annus, 21).

Dado que el sacrificio de la misa es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11), os animo a exhortar a los sacerdotes y fieles laicos a estar dispuestos a hacer sacrificios concretos para celebrar y asistir a la misa dominical. Las anteriores generaciones de católicos australianos mostraron la profundidad de su fe mediante su gran devoción a la Eucaristía y a los otros sacramentos. Este espíritu es parte integrante de la vida católica, parte de nuestra tradición espiritual que hay que reafirmar.

5. En la preparación y celebración del próximo gran jubileo como tiempo de conversión y reconciliación, también se ha de llevar a cabo un gran esfuerzo de catequesis sobre el sacramento de la penitencia. Hoy es posible y necesario superar algunas aplicaciones superficiales de las ciencias humanas con respecto a la formación de las conciencias. La Iglesia en Australia debería invitar a los católicos a redescubrir el misterio salvífico del amor y la misericordia del Padre mediante la experiencia humana, especialmente profunda y transformadora, que es la confesión individual e íntegra, con su respectiva absolución. Como subraya el Catecismo de la Iglesia católica, éste sigue siendo el único medio ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y con la Iglesia (cf. n. 1484). La naturaleza personal del pecado, la conversión, el perdón y la reconciliación es la razón por la que el segundo rito de la penitencia exige la confesión personal de los pecados y la absolución individual. Por ese mismo motivo, la confesión general y la absolución general son adecuadas únicamente en casos de grave necesidad, claramente establecidos por las normas litúrgicas y canónicas.

Como responsables principales de la vida y la disciplina de la Iglesia, debéis explicar a los fieles las razones teológicas, pastorales y antropológicas de la práctica de la Iglesia según la cual los niños que han llegado a la edad del uso de razón reciben el sacramento de la penitencia antes de recibir la primera santa comunión (cf. Código de derecho canónico, c. 914). Está en juego el respeto a la integridad de su relación personal e individual con Dios.

6. Como se ha ilustrado repetidamente en este Sínodo, existe un vínculo directo entre el ministerio del obispo y la situación de los sacerdotes de su diócesis, no sólo por lo que respecta al reclutamiento de candidatos aptos para el sacerdocio, sino también al ejercicio del ministerio sacerdotal. En vuestros informes habláis de la disminución del número de los que responden a la llamada de Dios al sacerdocio y a la vida religiosa, y de los que desempeñan el ministerio activo, así como de la edad cada vez más avanzada de los que sirven actualmente a la Iglesia. Correctamente habéis tratado de resolver este problema pastoral con la oración y con diferentes programas de promoción vocacional. El hecho de que la escasez de vocaciones no se sienta en todas partes con la misma intensidad indicaría que el ideal del compromiso, servicio y entrega incondicional por amor a Jesucristo atrae aún a muchos corazones, especialmente cuando los jóvenes encuentran a sacerdotes que viven, de la manera más radical posible, el amor del buen Pastor, que da su vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11; Pastores dabo vobis, 40). Hoy, la generación más joven de católicos muestra una notable capacidad para responder a la llamada a una vida espiritual abnegada y exigente, precisamente porque percibe rápidamente que la cultura egocéntrica dominante es incapaz de satisfacer las necesidades más profundas del corazón humano. En esta búsqueda, necesita una guía; necesita testigos auténticos del mensaje evangélico.

La disminución del número de sacerdotes en el ministerio activo está compensada de muchas formas por la mayor participación del laicado en el ámbito de la parroquia. Los laicos, hombres y mujeres, trabajan a menudo en estrecha unión con sus párrocos en el campo de la liturgia, la catequesis y la administración práctica de la parroquia, y se esfuerzan por atraer a los demás a la Iglesia con sus obras de apostolado (cf. Apostolicam actuositatem, 10). Corresponde al obispo organizar adecuadamente esta colaboración, en particular asegurando que el párroco no sea considerado como un ministro más, con una responsabilidad particular en lo que atañe a los sacramentos, pero cuyo oficio de enseñar y gobernar está limitado por la voluntad de la mayoría o de una minoría fuerte. El sentido australiano de la igualdad no debe usarse como pretexto para privar al párroco de la autoridad y los deberes que corresponden a su oficio, dando la impresión de que el ministerio sacerdotal es menos importante para la comunidad eclesial particular.

Todo obispo reconoce cuán importante es estar cerca de sus sacerdotes, siendo un padre para ellos, sosteniéndolos y corrigiéndolos cuando sea necesario. En un clima cultural dominado por el pensamiento subjetivo y el relativismo moral, la transmisión de la fe y la presentación de la enseñanza y la disciplina de la Iglesia han de constituir motivo de gran solicitud para los sucesores de los Apóstoles. Desgraciadamente, la enseñanza del Magisterio ha encontrado a veces reservas y dudas, tendencia alimentada por el interés de los medios de comunicación social en el disenso o, en algunos casos, por la intención de usarlos como estrategia para forzar a la Iglesia a hacer cambios que no puede aceptar. La tarea del obispo no consiste en salir airoso de las polémicas, sino en ganar almas para Cristo; no en librar batallas ideológicas, sino una lucha espiritual por la verdad; no en preocuparse por su propia reivindicación o promoción, sino en proclamar y difundir el Evangelio.

7. Es muy necesario anunciar la verdad con claridad, amor y confianza, puesto que la verdad que proclamamos pertenece a Cristo y es de hecho la verdad que todos los pueblos anhelan, aunque parezcan indiferentes o reacios. Nuestro colloquium salutis dará buenos resultados sólo si el Espíritu Santo anima nuestro ser y se convierte en nuestra voz. Por eso, en este momento de comunión, invoquemos a ese Espíritu Santo, «cuya venida es amable», como dice san Cirilo de Jerusalén, y «cuya carga es ligera, (...) porque viene para salvar, sanar, enseñar, amonestar, fortalecer, exhortar e iluminar las mentes» (Catequesis, XVI, 16). Encomiendo vivamente a vuestras oraciones y reflexiones, a vuestra responsabilidad y acción, el documento que resume vuestros encuentros con los diversos dicasterios de la Santa Sede. Todos sabemos bien que el triple ministerio episcopal de enseñar, santificar y gobernar es difícil y a menudo pesado, y que implica sufrimiento y cruz. Sin embargo, como afirma ese documento: «En el misterio de la cruz aprendemos una sabiduría que trasciende nuestra debilidad y nuestras limitaciones: aprendemos que en Cristo la verdad y el amor son una sola cosa, y en él encontramos el significado de nuestra vocación» (n. 17).

Es sobre todo la Madre del Redentor quien, con su Magníficat lleno del Espíritu, nos lleva a alabar a Dios, que nos ha llamado «de las tinieblas a su luz admirable» (1 P 2, 9). Que María, Auxilio de los cristianos, vele por vuestro país y su pueblo. Como prenda de gracia y paz en él, que es siempre «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), os imparto de buen grado mi bendición apostólica a vosotros y a los sacerdotes, religiosos y fieles laicos que viven en Australia.



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