DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE NUEVA INGLATERRA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»
Sábado 24 de octubre de 1998
Querido cardenal Law;
queridos hermanos en el episcopado:
1. Os saludo afectuosamente, obispos de Nueva Inglaterra, que comprende las provincias eclesiásticas de Boston y Hartford. Durante este año he tenido la alegría espiritual de encontrarme prácticamente con todos los pastores de la Iglesia en Estados Unidos de América, que representan a más de doscientas jurisdicciones, incluyendo las Iglesias católicas de rito oriental. Ahora que estamos llegando al final de esta serie de visitas ad limina, «doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo» (1 Co 1, 4-5). Hemos orado juntos y nos hemos escuchado unos a otros, tratando de atesorar todo el bien que el Espíritu Santo inspira al pueblo de Dios en vuestro país. Además de fortalecer los vínculos de comunión entre nosotros, estas visitas nos han permitido reflexionar, en un clima de peregrinación, recogimiento y oración, sobre las oportunidades de evangelización y apostolado que tiene la Iglesia en Estados Unidos a la luz de la enseñanza del concilio Vaticano II, en el umbral del gran jubileo del año 2000.
2. Ocasiones como la del gran jubileo nos recuerdan a todos que Dios guía la historia, y nos impulsan a mirar al futuro, confiando en la promesa del Señor de que estará con nosotros siempre, «hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Los cristianos saben que el tiempo no es una mera sucesión de días, meses y años, ni tampoco un ciclo cósmico de eterno retorno. El tiempo es un gran drama, con un comienzo y un fin, escrito y dirigido por la Providencia amorosa de Dios: «Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la .plenitud de los tiempos. de la encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos» (Tertio millennio adveniente, 10). La vigilia pascual nos recuerda que la resurrección constituye «el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y el del destino final del mundo» (Dies Domini, 2). Sólo a la luz de Cristo resucitado llegamos a comprender el verdadero significado de nuestra peregrinación personal en el tiempo hacia nuestro destino eterno. Éste es el mensaje que la Iglesia debe proclamar hoy y siempre. Lo hace sobre todo en la liturgia, que celebra la historia de la salvación y es el lugar privilegiado para nuestro encuentro con el Padre y con su enviado, Jesucristo. Lo hace con su kerigma y su catequesis, que dan a conocer la enseñanza salvífica del Evangelio, dialogando con la profunda aspiración del corazón humano a algo divino y eterno, a algo sumamente bueno, que no termine jamás. Y lo hace con sus obras de caridad, que procuran aliviar las aflicciones de la vida humana mediante la experiencia consoladora del amor cristiano.
3. Durante mis discursos a los obispos, no sólo dirigidos a los presentes en cada ocasión, sino también a toda vuestra Conferencia, he tratado de reflexionar en algunos aspectos de vuestro ministerio episcopal que pueden impulsar la gran primavera del cristianismo que Dios está preparando al acercarse el tercer milenio cristiano, y de la que ya podemos ver algunos signos (cf. Redemptoris missio, 86). Hemos hablado sobre muchas características de la vida de la comunidad católica en Estados Unidos, bendecida por la auténtica santidad de muchos de sus miembros y marcada por una profunda sed de justicia, constante y activa en las diferentes formas de servicio cristiano. Como obispos, sois conscientes de las fuerzas de vuestro pueblo. Al igual que el hombre sabio del evangelio, debéis calcular cómo podéis afrontar, con las energías y los medios disponibles, las necesidades actuales (cf. Lc 14, 31). Creo que hoy el Señor nos está diciendo a todos: no dudéis, no tengáis miedo de librar el buen combate de la fe (cf. 1 Tm 6, 12). Cuando predicamos el mensaje liberador de Jesucristo, ofrecemos al mundo palabras de vida (cf. Jn 6, 68). Nuestro testimonio profético es un servicio urgente y esencial, no sólo para la comunidad católica, sino también para toda la familia humana, ya que el Evangelio narra la verdadera historia del mundo, su historia y su futuro, que es la vida en comunión con la santísima Trinidad.
Al final del segundo milenio, la humanidad se encuentra en una especie de encrucijada. Como pastores responsables de la vida de la Iglesia, necesitamos meditar profundamente en los signos de una nueva crisis espiritual, cuyos peligros no sólo se ciernen sobre las personas, sino también sobre la civilización misma (cf. Evangelium vitae, 68). Si esta crisis se agrava, el utilitarismo reducir á cada vez más a los seres humanos a objetos susceptibles de ser manipulados. Si la verdad moral revelada en la dignidad de la persona humana no regula y dirige las energías explosivas de la tecnología, a este siglo de lágrimas, más que una primavera de esperanza, podría seguir una nueva era de barbarie (cf. Discurso a las Naciones Unidas, 5 de octubre de 1995, n. 18).
Al dirigirme a la Asamblea general de las Naciones Unidas en 1995, propuse que, para recuperar nuestra esperanza y nuestra confianza en el umbral de un nuevo siglo, debíamos «recuperar la visión del horizonte trascendente de posibilidades al cual tiende el espíritu humano » (ib., 16). Dado que la crisis espiritual de nuestro tiempo consiste de hecho en alejarse del misterio trascendente de Dios, también es al mismo tiempo alejarse de la verdad acerca de la persona humana, la más noble criatura de Dios en la tierra. La cultura de nuestro tiempo trata de construir sin referencia al Arquitecto, ignorando la advertencia bíblica: «Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles» (Sal 127, 1). Al actuar de este modo, una parte de la cultura contemporánea pierde la profundidad y la riqueza del misterio humano; por eso la vida misma se empobrece al carecer de sentido y alegría. Ninguna tarea de nuestro ministerio es más urgente que la «nueva evangelización», necesaria para saciar el hambre espiritual de nuestro tiempo. No debemos dudar ante el desafío de comunicar la alegría de ser cristianos, de vivir «en Cristo», en estado de gracia con Dios y unidos a la Iglesia. Esto es lo que puede colmar verdaderamente el corazón humano y su anhelo de libertad.
4. En ningún otro ámbito el contraste entre la visión evangélica y la cultura contemporánea es más evidente que en el dramático conflicto entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte. No quiero terminar esta serie de encuentros sin agradecer una vez más a los obispos su liderazgo y su defensa de la vida humana, particularmente de la vida de los más vulnerables. La Iglesia en vuestro país se dedica de diversas maneras a la defensa y promoción de la vida y la dignidad humana. Mediante innumerables organizaciones e instituciones, brinda con gran generosidad servicios sociales a los pobres, promueve leyes más favorables a los inmigrantes y participa en el debate público sobre la pena capital, consciente de que en el Estado moderno son muy raros, por no decir prácticamente inexistentes, los casos en que la ejecución de un criminal es absolutamente necesaria (cf. Evangelium vitae, 56; Catecismo de la Iglesia católica, n. 2267). Al mismo tiempo, subrayáis con razón la prioridad que se ha de dar al derecho fundamental a la vida del hijo por nacer y a la oposición a la eutanasia y al suicidio asistido. El testimonio de muchos católicos norteamericanos, incluyendo un gran número de jóvenes, al servicio del «evangelio de la vida» es un signo seguro de esperanza en el futuro y un motivo para dar gracias al Espíritu Santo, que inspira tanto bien en los fieles.
5. Como respuesta a la crisis espiritual de nuestro tiempo, estoy convencido de que hay una necesidad radical de curar tanto la mente como el corazón. La historia violenta de este siglo se ha debido en gran parte a que la razón se ha negado a aceptar la existencia de una verdad última y objetiva. De ello han derivado un escepticismo y un relativismo generalizados que no han llevado a la humanidad a una mayor «madurez », sino a la desesperación y la irracionalidad. Con la carta encíclica Fides et ratio, publicada la semana pasada, he deseado defender la capacidad de la razón humana de conocer la verdad. Esta confianza en la razón es parte integrante de la tradición intelectual católica, pero debe reafirmarse hoy ante una duda doctrinal muy difundida sobre nuestra capacidad de responder a las preguntas fundamentales: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida? (cf. Fides et ratio, 3 y 5). Muchas personas han sido convencidas de que las únicas verdades son las que pueden demostrarse mediante la experiencia o la experimentación científica. El resultado es una tendencia a reducir el campo de la investigación racional a dimensiones tecnológicas, instrumentales, utilitarias, funcionales y sociológicas. Ha surgido una visión relativista y pragmática de la verdad. «La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas» (ib., 5). Una de las señales más sorprendentes de la actual pérdida de confianza en la verdad es la tendencia de algunos a conformarse con verdades parciales y provisionales, «sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social» (ib.). Al conformarse con el conocimiento experimental e incompleto, la razón no logra hacer justicia al misterio de la persona humana, creada para la verdad y profundamente deseosa de conocerla.
Esta actitud tan difundida tiene consecuencias graves para la fe. Si la razón no puede conocer las verdades últimas, la fe pierde su carácter racional e inteligible, y se reduce a algo indefinible, sentimental e irracional. El resultado es el fideísmo. Sin su relación con la razón humana, la fe pierde su validez pública y universal, y se limita a la esfera subjetiva y privada. Al final, se destruye la fe teológica. Basándome en estas preocupaciones, consideré importante escribir la carta encíclica Fides et ratio, dirigida a los obispos de la Iglesia, que sois los principales testigos de la verdad divina y católica (cf. Lumen gentium, 25). Deseo animaros a vosotros, los obispos, a mantener siempre abierto el horizonte de vuestro ministerio, más allá de las tareas inmediatas de vuestra actividad pastoral diaria, a la sed profunda y universal de verdad que se encuentra en todo corazón humano.
6. El diálogo de la Iglesia con la cultura contemporánea forma parte de vuestra «diaconía de la verdad» (Fides et ratio, 2). Debéis hacer todo lo posible por elevar el nivel de la reflexión filosófica y teológica, no sólo en los seminarios y en las instituciones católicas (cf. ib., 62), sino también entre los intelectuales católicos y entre todos los que buscan una comprensión más profunda de la realidad. Al acercarse el nuevo milenio, la defensa de la persona humana por parte de la Iglesia exige un firme y abierto apoyo a la capacidad de la razón humana de conocer las verdades definitivas acerca de Dios, del hombre, de la libertad y del comportamiento ético. Sólo mediante la reflexión racional, abierta a los interrogantes fundamentales de la existencia y sin prejuicios que la limiten, la sociedad puede descubrir puntos de referencia seguros, que le permitan construir bases sólidas para la vida de las personas y las comunidades. La fe y la razón, colaborando, manifiestan la grandeza del ser humano: «Sólo la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización» (ib., 107). La larga tradición intelectual de la Iglesia ha nacido de la confianza en la bondad de la creación y en la capacidad de la razón de comprender la verdades metafísicas y morales. La colaboración entre la fe y la razón, y la dedicación constante de los pensadores cristianos a la filosofía, son elementos esenciales de la renovación cultural e intelectual que debéis fomentar en vuestro país.
7. Al concluir esta serie de visitas ad limina de los obispos norteamericanos, deseo expresaros mi profunda estima por la comunión espiritual, la solidaridad y el apoyo que me habéis manifestado durante mis veinte años de pontificado. También yo me siento vuestro amigo y hermano mayor en la peregrinación de fe y fidelidad que estamos haciendo juntos por amor a Cristo y al servicio de su Iglesia. A los sacerdotes, religiosos y laicos de Estados Unidos les expreso una vez más mi estima cordial y mi gratitud, rogando al Espíritu Santo que conceda a vuestras Iglesias particulares una nueva efusión de vida y energía para la misión que aún queda por cumplir. Pido a Dios que se lleve a cabo una renovación continua y general de unidad y amor entre todos los católicos norteamericanos, de reconciliación y apoyo mutuo en la verdad de la fe. Le pido también que bendiga vuestros esfuerzos en el diálogo ecuménico con los demás cristianos y en la cooperación interreligiosa, sobre la base de los numerosos y fundamentales puntos de contacto que compartimos con todos los creyentes. Oro fervientemente para que haya un nuevo espíritu de bondad, armonía y paz en todo el pueblo norteamericano, a fin de que vuestra vida pública pueda renovarse de verdad y con honor, y vuestro país pueda realizar su destino histórico entre los pueblos del mundo.
Encomendándoos a vosotros y a vuestros hermanos en el episcopado a la solicitud amorosa de María Inmaculada, patrona celestial de Estados Unidos, os imparto mi bendición apostólica.
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