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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
 A LOS PARTICIPANTES EN UNA SEMANA INTERNACIONAL
DE ESTUDIO SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA 


Viernes, 27 de agosto de 1999

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado; 
distinguidos señoras y señores:

1. Con gran alegría os doy hoy la bienvenida a todos los que participáis en la Semana internacional de estudio, organizada por el Instituto pontificio para estudios sobre el matrimonio y la familia. Saludo, en primer lugar, a mons. Angelo Scola, rector magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense y director del Instituto, a la vez que le agradezco las palabras que me ha dirigido al inicio de este encuentro. Asimismo, saludo a mons. Carlo Caffarra, arzobispo de Ferrara, su predecesor, al cardenal vicario Camillo Ruini y al cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo pontificio para la familia, a los prelados presentes, a los ilustres profesores, que me han expuesto algunas interesantes consideraciones, y a todos los que, de diversas maneras, contribuyen al éxito de este congreso. Os saludo a todos vosotros, queridos miembros de los claustros de profesores de las diversas sedes del Instituto, que os habéis reunido aquí en Roma para llevar a cabo una reflexión orgánica sobre el fundamento del designio divino sobre el matrimonio y la familia. Gracias por vuestro compromiso y por el servicio que prestáis a la Iglesia.

2. Desde que nació, hace dieciocho años, el Instituto para estudios sobre el matrimonio y la familia ha promovido la profundización del designio de Dios sobre la persona, el matrimonio y la familia, conjugando la reflexión teológica, filosófica y científica, con una atención constante a la cura animarum.

Esta relación entre pensamiento y vida, entre teología y pastoral, es realmente decisiva. A la luz de mi propia experiencia, no me resulta difícil reconocer lo mucho que el trabajo realizado con los jóvenes en la pastoral universitaria de Cracovia me ha ayudado en la meditación sobre aspectos fundamentales de la vida cristiana. La convivencia diaria con los jóvenes, la posibilidad de acompañarlos en sus alegrías y en sus esfuerzos, y su deseo de vivir plenamente la vocación a la que el Señor los llamaba, me ayudaron a comprender cada vez más profundamente la verdad según la cual el hombre crece y madura en el amor, es decir, en la propia entrega, y que precisamente en esa entrega recibe a cambio la posibilidad de su propia realización. Este principio tiene una de sus expresiones más elevadas en el matrimonio, que «es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas» (Humanae vitae, 8). 

3. Vuestro instituto, guiado por esta inspiración de una profunda unidad entre la verdad anunciada por la Iglesia y las opciones y experiencias concretas de vida, ha prestado durante estos años un laudable servicio. Con las secciones presentes en Roma, dentro de la Pontificia Universidad Lateranense, en Washington, en la ciudad de México y en Valencia (España), con los centros académicos de Cotonú (Benin), Salvador de Bahía (Brasil) y Changanacherry (India), cuyo itinerario de incorporación al Instituto ya ha comenzado, y con la próxima apertura del centro de Melbourne (Australia), el Instituto podrá contar con sedes propias en los cinco continentes. Es un desarrollo del que queremos dar gracias al Señor, a la vez que expresamos nuestra debida gratitud a todos los que han dado y siguen dando su contribución a la realización de esta obra. 

4. Quisiera ahora, junto con vosotros, proyectar la mirada hacia el futuro, partiendo de una atenta consideración de las urgencias que, en este campo, se presentan hoy a la misión de la Iglesia y, por consiguiente, también a vuestro Instituto.

Con respecto a hace dieciocho años, cuando comenzó vuestro camino académico, el desafío planteado por la mentalidad secularista a la verdad sobre la persona, el matrimonio y la familia se ha vuelto, en cierto sentido, aún más radical. Ya no se trata solamente de una puesta en tela de juicio de algunas normas morales de ética sexual y familiar. A la imagen de hombre y mujer, propia de la razón natural, y particularmente del cristianismo, se opone una antropología alternativa que rechaza el dato, inscrito en la corporeidad, según el cual la diferencia sexual posee un carácter identificante para la persona. Como resultado de ello, entra en crisis el concepto de familia fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, como célula natural y fundamental de la sociedad. La paternidad y la maternidad son concebidas sólo como un proyecto privado, realizable incluso mediante la aplicación de técnicas biomédicas, que pueden prescindir del ejercicio de la sexualidad conyugal. De ese modo, se postula una inaceptable «división entre libertad y naturaleza», que, por el contrario, «están armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente aliadas» (Veritatis splendor, 50).

En realidad, la connotación sexual de la corporeidad forma parte integrante del plan divino originario, en el que el hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27) y están llamados a realizar una comunión de personas, fiel y libre, indisoluble y fecunda, como reflejo de la riqueza del amor trinitario (cf. Col 1, 15-16).

Además, la paternidad y la maternidad, antes que ser un proyecto de la libertad humana, constituyen una dimensión vocacional inscrita en el amor conyugal, y se han de vivir como responsabilidad singular frente a Dios, acogiendo los hijos como un don suyo (cf. Gn 4, 1), en la adoración de la paternidad divina, «de la que toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15).

Eliminar la mediación corporal del acto conyugal, como lugar donde puede originarse una nueva vida humana, significa al mismo tiempo degradar la procreación de colaboración con Dios creador a una «reproducción» técnicamente controlada de un ejemplar de una especie y perder, por tanto, la dignidad personal única del hijo (cf. Donum vitae, II, B, 5). En efecto, sólo cuando se respetan íntegramente las características esenciales del acto conyugal, en cuanto don personal de los cónyuges, a la vez corporal y espiritual, se respeta también, al mismo tiempo, la persona del hijo y se manifiesta que tiene su origen en Dios, fuente de todo don.

En cambio, cuando se trata el propio cuerpo, la diferencia sexual inscrita en él e incluso sus facultades procreadoras como puros datos biológicos inferiores, susceptibles de manipulación, se termina por negar el límite y la vocación presentes en la corporeidad y se manifiesta así una presunción que, más allá de las intenciones subjetivas, expresa el desconocimiento del propio ser como don procedente de Dios. A la luz de estas problemáticas de tanta actualidad, aún con más convicción reafirmo lo que enseñé en la exhortación apostólica Familiaris consortio: «El futuro de la humanidad se fragua en la familia» (n. 86). 

5. Frente a estos desafíos, la Iglesia tiene como único camino dirigir la mirada a Cristo, Redentor del hombre, plenitud de la revelación. Como afirmé en la encíclica Fides et ratio, «la Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática» (n. 15). Esta orientación se nos ofrece precisamente a través de la revelación del fundamento de la realidad, es decir, del Padre que la creó y la mantiene, en todo instante, en el ser.

Profundizar ulteriormente el designio de Dios sobre la persona, el matrimonio y la familia, es la tarea que debéis realizar, con renovado empeño, al inicio del tercer milenio.

Quisiera sugerir aquí algunas perspectivas para esta profundización. La primera atañe al fundamento en sentido estricto, es decir, al misterio de la santísima Trinidad, manantial mismo del ser y, por tanto, eje último de la antropología. A la luz del misterio de la Trinidad, la diferencia sexual revela su naturaleza plena de signo expresivo de toda la persona.

La segunda perspectiva que quiero someter a vuestro estudio concierne a la vocación del hombre y la mujer a la comunión. También esa vocación hunde sus raíces en el misterio trinitario, se nos revela plenamente en la encarnación del Hijo de Dios ―en la que las naturalezas humana y divina se unen en la persona del Verbo―, y se inserta históricamente en el dinamismo sacramental de la economía cristiana. En efecto, el misterio nupcial de Cristo, esposo de la Iglesia, se expresa de modo singular a través del matrimonio sacramental, comunidad fecunda de vida y amor.

Así, la teología del matrimonio y de la familia ―éste es el tercer aspecto que deseo proponeros― se inserta en la contemplación del misterio de Dios uno y trino, que invita a todos los hombres a las bodas del Cordero realizadas en la Pascua y perennemente ofrecidas a la libertad humana en la realidad sacramental de la Iglesia.

Además, la reflexión sobre la persona, el matrimonio y la familia se profundiza dedicando una atención especial a la relación entre la persona y la sociedad. La respuesta cristiana al fracaso de la antropología individualista y colectivista exige un personalismo ontológico arraigado en el análisis de las relaciones familiares primarias. Racionalidad y relacionalidad de la persona humana, unidad y diferencia en la comunión y las polaridades constitutivas de hombre-mujer, espíritu-cuerpo e individuo-comunidad, son dimensiones co-esenciales e inseparables. Así, la reflexión sobre la persona, el matrimonio y la familia puede integrarse, en último término, en la doctrina social de la Iglesia, y acaba por convertirse en una de sus raíces más sólidas. 

6. Éstas y otras perspectivas para el trabajo futuro del Instituto deberán ser desarrolladas según la doble dimensión de método que se desprende también de este encuentro.

Por una parte, es imprescindible partir de la unidad del designio de Dios sobre la persona, el matrimonio y la familia. Sólo este punto de partida unitario permite que la enseñanza ofrecida en el Instituto no sea una simple yuxtaposición de lo que la teología, la filosofía y las ciencias humanas nos dicen sobre estos temas. De la revelación cristiana brota una antropología adecuada y una visión sacramental del matrimonio y de la familia, que permite realizar un diálogo y una interacción con los resultados de la investigación propios de la razón filosófica y de las ciencias humanas. Esta unidad originaria está también en la raíz del trabajo común entre profesores de diversas materias y hace posibles una investigación y una enseñanza interdisciplinares que tienen como objeto el «unum» de la persona, del matrimonio y de la familia profundizado, desde puntos de vista diversos y complementarios, con metodologías específicas.

Por otra parte, es preciso subrayar la importancia de las tres áreas temáticas sobre las que se organizan concretamente todos los currículos de estudios propuestos en el Instituto. Esas tres áreas son necesarias para la integridad y la coherencia de vuestro trabajo de investigación, enseñanza y estudio. En efecto, ¿cómo prescindir de la consideración del «fenómeno humano» tal como lo proponen las diversas ciencias? ¿Cómo renunciar al estudio de la libertad, eje de toda antropología y puerta de acceso a las preguntas ontológicas originarias? ¿Cómo prescindir de una teología en la que la naturaleza, la libertad y la gracia se vean en unidad articulada, a la luz del misterio de Cristo? Aquí se halla el punto de síntesis de todo vuestro trabajo, ya que «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22). 

7. La novedad del Instituto pontificio para estudios sobre el matrimonio y la familia no sólo está vinculada al contenido y al método de la investigación, sino que se expresa también a través de su específica configuración jurídico-institucional. El Instituto constituye, en cierto sentido, un «únicum» en el marco de las instituciones académicas eclesiásticas. En efecto, es uno (con un único gran canciller y un único director) y, al mismo tiempo, se articula en diversos continentes a través de la figura jurídica de la sección.

Así nos encontramos ante una traducción jurídico-institucional del normal dinamismo de comunión que fluye entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. De este modo, el Instituto vive, ejemplarmente, la doble dimensión romana y universal que caracteriza a las instituciones universitarias de la Urbe y, de modo particular, a la Pontificia Universidad Lateranense, en la que se encuentra la sección central, y que el artículo 1° de los Estatutos define como «la universidad del Sumo Pontífice con un título especial».

Contemplando el Instituto y su historia, se comprueba la fecundidad del principio de la unidad en la multiplicidad. Además, no se concreta sólo en una unidad de orientación doctrinal que da eficacia a la investigación y a la enseñanza, sino que se expresa, sobre todo, en la comunión efectiva entre los profesores, los estudiantes y el personal del mismo. Y esa comunión se da tanto dentro de cada una de las secciones como en el intercambio recíproco entre ellas, a pesar de su diversidad. De ese modo, contribuís al enriquecimiento de la vida de las Iglesias y, en último análisis, de la Catholica misma. 

8. Para que los hombres pudieran participar, como miembros de la Iglesia, de su misma vida, el Hijo de Dios quiso convertirse en miembro de una familia humana. Por esta razón, la Sagrada Familia de Nazaret, como «Iglesia doméstica originaria» (Redemptoris custos, 7), constituye una guía privilegiada para el trabajo del Instituto. Muestra claramente la inserción de la familia en la misión del Verbo encarnado y redentor, e ilumina la misión misma de la Iglesia.

Que María, Virgen, Esposa y Madre, proteja a los profesores, a los estudiantes y al personal de vuestro Instituto. Ella acompañe y sostenga vuestra reflexión y vuestro trabajo, para que la Iglesia de Dios encuentre en vosotros una ayuda asidua y valiosa en su misión de anunciar a todos los hombres la verdad de Dios sobre la persona, el matrimonio y la familia.

A todos expreso mi gratitud e imparto mi bendición.

 



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