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DISCURSO DEL PAPA PABLO VI
A LOS REPRESENTANTES DEL COLEGIO DE MÉDICOS
DE PAÍSES DE LA COMUNIDAD EUROPEA*

Viernes 24 de noviembre de 1972

 

Señoras y señores:

La asamblea plenaria que os reúne en Roma, sede actual de vuestro comité, nos ha proporcionado, esta mañana, la viva alegría de vuestra visita. Saludamos en vosotros a los representantes cualificados del Colegio de médicos de los diversos países de la Comunidad Europea. Nos complace expresaros la profunda estima que sentimos hacia aquellos cuya vocación consiste en curar y aliviar, y también hacia su ciencia y su arte. Bien sabemos que la profesión de médico exige un recurso cada vez mayor a la ayuda de los juristas y de los expertos. Asegurándoos, a unos y otros, nuestra cordial simpatía, queremos expresaros el interés con que seguimos los trabajos de vuestro comité permanente y el apoyo específico que la Iglesia puede aportar a vuestra noble tarea.

Mientras que la Comunidad Europea prosigue laboriosamente su obra de unificación en el terreno económico, cultural y político, vosotros os dedicáis activamente, en vuestros múltiples grupos de trabajo, a compartir vuestras experiencias y vuestras preocupaciones, más aún, a establecer cierto orden internacional susceptible de proteger a la vez vuestra profesión y a los enfermos que ésta quiere servir. De este modo estudiáis, entre otros, los problemas referentes a la enseñanza y el ejercicio de la medicina, la equivalencia de los títulos en el seno de los países del Mercado Común, la formación permanente de los médicos y su libre circulación, el acceso de los médicos que se transfieren al sector público, el mantenimiento de cierta medicina general, la uniformación de las legislaciones de seguridad social y, más fundamentalmente, todas las cuestiones de deontología médica. Una organización internacional como ésta nos parece por naturaleza apta para promover un progreso humano auténtico. Puede favorecer una sana emulación en este campo inmenso en que el ingenio de los investigadores y la puesta en práctica técnica de los cuidados médicos no deben conocer ninguna tregua. Permite una colaboración que ya ha producido sus frutos. Los servicios y las instituciones sanitarias podrán de este modo beneficiarse de un desarrollo más activo y más homogéneo en las muy diversas regiones de esta vieja Europa, sin olvidar a los pueblos menos favorecidos del Tercer Mundo.

Finalmente, y sobre todo, tomáis juntos conciencia más profundamente de los problemas profesionales planteados por el arte de la medicina, como también de las exigencias éticas que esta comporta. Podéis así animaros mutuamente por una sólida disciplina, como se hace en el Colegio de médicos de cada nación, a respetar y a hacer respetar los objetivos de la asistencia médica: prevenir, aliviar, curar. Esto es lo que nuestro predecesor Pío XII, al recibir a los miembros de la Asociación Mundial de Médicos, llamaba "el código de honor del médico y de sus deberes" AAS 46-1954-p. 595). Pero, como él mismo deseaba, este derecho médico necesita ser afirmado, defendido, promovido, precisado, a nivel internacional, con relación a todas las cuestiones nuevas que la investigación médica y sus aplicaciones plantean al hombre.

En nuestros días, las soluciones verdaderamente humanas requieren sin duda un mayor grado de imaginación, de organización, de conciencia, de audacia, de generosidad. ¿Será necesario añadir que estas nuevas cuestiones no pueden empañar en nada el noble ideal médico que, en la gran tradición plurimilenaria expresada por el juramento de Hipócrates, hace del médico el defensor de toda vida humana? Atentar contra este principio constituiría una temible regresión cuyas funestas consecuencias podéis calibrar vosotros mejor que nadie.

De este modo, el cuerpo de médicos que vosotros representáis, actuando con la competencia que le es propia y según los principios positivos que deben guiar su acción desinteresada al servicio de las personas, puede convertirse en testigo de estas exigencias ante las más altas instancias políticas encargadas del bien común. Esto es lo que os lleva a presentar a los Estados miembros del Mercado Común Europeo las sugerencias y las recomendaciones elaboradas por vuestro comité. ¿Cómo no desear que estas iniciativas contribuyan al progreso de la higiene, de la legislación y de las costumbres?

En esta gigantesca movilización para venir en auxilio de los hombres que sufren o garantizar su salud, los médicos encontrarán siempre en la Iglesia un apoyo caluroso. A lo largo de la historia, como sabéis, una gran muchedumbre de cristianos, de instituciones cristianas, han considerado instintivamente el cuidado de los enfermos como una parte privilegiada de su ministerio, como un ejercicio escogido de su caridad. ¿No ha sido aclamado Cristo como Aquel que "tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias"? (cf. Mt 8, 17).

Y por encima de esta colaboración de hecho en la asistencia médica, la Iglesia ofrece al mundo una visión integral del hombre. A sus ojos, el hombre es un ser frágil, ciertamente, tanto más cuanto que está marcado por el pecado; pero no por ello constituye en menor grado el centro y la cima de la creación; su mismo cuerpo, creado por Dios y destinado a la gloria, exige respeto y cuidado (cf. Gaudium et spes, 14). Toda persona humana está revestida, para la fe cristiana, de una dignidad que prohíbe su reducción a un objeto: por medio y más allá de sus actividades corporales, afectivas, intelectuales, ella es capaz de establecer con otras personas relaciones interpersonales de una profundidad maravillosa; aún más, puede entrar en contacto, con lo más sublime del alma, con el propio Dios, o mejor, convertirse en templo de su presencia y lugar donde se despliega la acción del Espíritu Santo. Lo cual nos indica el misterio que rodea a cada persona humana y el respeto con que todo médico del cuerpo o del alma debe acercarse a ella.

Con mayor razón el hombre que sufre goza, ante nuestros ojos de creyentes, de una especial consideración. No se trata simplemente de un hermano en humanidad que Cristo nos pide que amemos como a nosotros mismos, o más bien, como El nos ha amado. Es un miembro doliente de Jesucristo: nos presenta el rostro de Aquel que, siendo hijo de Dios, se ha familiarizado con nuestros sufrimientos y los ha tomado sobre sí, para librarnos de toda servidumbre. Desde este momento, ¿cómo vacilar en encontrarlo, en prestarle ayuda, en aliviarlo, en caminar con él en las situaciones de prueba de nuestra vida terrestre? El amor evangélico, cuyo gusto ha dado Cristo al mundo, se convierte en una fuente incomparable de energía al servicio de los enfermos. E incluso cuando nuestras manos fueran impotentes para sanar el cuerpo, ¿quién podrá expresar el beneficio de este amor que se dirige al corazón mismo de las personas?

Que estas consideraciones sean capaces de alentar a los cristianos a actuar audazmente, con todos los hombres de buena voluntad, para el progreso de la medicina y de la legislación médica. Y estad ciertos, todos vosotros, de nuestros votos ardientes por la prosecución y la fecundidad de vuestros trabajos. Como prueba de nuestra estima y nuestra confianza, imploramos de todo corazón sobre cada uno de vosotros y sobre vuestros seres queridos las bendiciones de Aquel que es autor de la vida.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.51 p.2.

 



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