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SANTA MISA
 EN EL VIII DÍA DE LOS NOVENDIALES 

HOMILÍA DE SU EMINENCIA REVERENDÍSIMA
EL SEÑOR CARDENAL ÁNGEL FERNÁNDEZ ARTIME

Basílica de San Pedro
Sábado, 3 de mayo de 2025

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Hermanas y hermanos queridísimos,

San Alfonso María de Ligorio nos enseña que rezar por los difuntos es la más grande obra de caridad. Cuando ayudamos materialmente a nuestros prójimos, compartimos bienes efímeros, pero cuando rezamos por ellos lo hacemos con bienes eternos. De manera similar vivió el Santo Cura de Ars, patrón universal de los sacerdotes.

Rezar por los difuntos significa, entonces, amar a los que han fallecido, y eso es lo que hacemos ahora por el Papa Francisco, reunidos como Pueblo de Dios, junto con los pastores y, de manera particular esta tarde, con una presencia muy significativa de consagradas y consagrados.

El Santo Padre Francisco se sintió muy querido por el Pueblo de Dios y sabía que también los pertenecientes a las diversas expresiones de la vida consagrada lo querían; rezaban por su ministerio, por la persona del Papa, por la Iglesia, por el mundo.

En este tercer domingo de Pascua todo invita a la alegría, al exultar. El motivo lo da el Señor Resucitado y la presencia del Espíritu Santo. San Atanasio afirma que Jesucristo resucitado hace de la vida del ser humano una fiesta continua. Y por eso los apóstoles, y Pedro el primero entre ellos, no temen la cárcel, ni las amenazas, ni ser perseguidos de nuevo. Y, de hecho, declaran con valentía y franqueza: «De estas cosas somos testigos nosotros, y también el Espíritu Santo que Dios ha enviado a los que le obedecen».

Yo me pregunto —decía el Papa Francisco en una de sus catequesis sobre este mismo pasaje—: ¿de dónde sacaban los primeros discípulos la fuerza para dar este testimonio? Y no solo eso, sino ¿de dónde les venía la alegría y la valentía para anunciarlo a pesar de los obstáculos y la violencia?

Está claro que solo la presencia del Señor resucitado entre ellos y la acción del Espíritu Santo pueden explicar este hecho.

Su fe se basaba en una experiencia tan fuerte y personal de Cristo, muerto y resucitado, que no temían a nada ni a nadie. «Los hombres y las mujeres de esta generación tienen gran necesidad de encontrarse con el Señor y de acoger su liberador mensaje de salvación», decía San Juan Pablo II, con motivo del Jubileo de la Vida Consagrada, el 2 de febrero de 2000, dirigiéndose a los religiosos y religiosas de todo el mundo, y añadía: «he podido darme cuenta del valor de vuestra presencia profética para todo el pueblo cristiano. Los hombres y las mujeres de esta generación tienen gran necesidad de encontrarse con el Señor y de acoger su liberador mensaje de salvación. Y, de buen grado, quiero rendir homenaje, también en esta circunstancia, al ejemplo de entrega evangélica generosa de innumerables hermanos y hermanas vuestros, que a menudo trabajan en situaciones muy difíciles. Se entregan sin reservas, en nombre de Cristo, al servicio de los pobres, de los marginados y de los últimos».

Hermanos y hermanas, es cierto que todos nosotros, toda esta asamblea, en cuanto bautizados, estamos llamados a ser testigos del Señor Jesús, muerto y resucitado. Pero es igualmente cierto que nosotros, consagrados y consagradas, hemos recibido esta vocación, esta llamada al discipulado que nos pide dar testimonio del primado de Dios con toda nuestra vida. Esta misión es particularmente importante cuando, como hoy en muchas partes del mundo, se experimenta la ausencia de Dios o se olvida con demasiada facilidad su centralidad. Entonces podemos asumir y hacer nuestro el programa de San Benito Abad, sintetizado en la máxima «nada se antepone al amor de Cristo».

Fue el Santo Padre Benedicto XVI quien nos desafió de esta manera: dentro del Pueblo de Dios, las personas consagradas son como centinelas que ven y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia.

Estamos llamados, en virtud de nuestro Bautismo y de nuestra profesión religiosa, a dar testimonio de que solo Dios da plenitud a la existencia humana y que, por consiguiente, nuestra vida debe ser un signo elocuente de la presencia del Reino de Dios para el mundo de hoy.

Estamos, por tanto, llamados a ser en el mundo signo creíble y luminoso del Evangelio y de sus paradojas. Sin conformarnos a la mentalidad de este siglo, sino transformándonos y renovando continuamente nuestro compromiso.

En el Evangelio hemos escuchado que el Señor Resucitado esperaba a sus discípulos a la orilla del mar. El relato dice que cuando todo parecía acabado, fracasado, el Señor se hizo presente, fue al encuentro de los suyos, los cuales, llenos de alegría, pudieron exclamar por boca del discípulo que Jesús amaba: «Es el Señor». En esta expresión captamos el entusiasmo de la fe pascual, llena de alegría y asombro, que contrasta fuertemente con la desorientación, el desánimo, el sentido de impotencia hasta entonces presentes en el alma de los discípulos.

Solo la presencia de Jesús Resucitado lo transforma todo: la oscuridad es vencida por la luz; el trabajo inútil se vuelve fecundo y prometedor; la sensación de cansancio y abandono da paso a un nuevo impulso y a la certeza de que Él está con nosotros.

Lo que ocurrió a los primeros y privilegiados testigos del Señor puede y debe convertirse en un programa de vida para todos nosotros.

El Papa Francisco decía en el Año de la Vida Consagrada: «Espero que despierten al mundo, porque la nota que caracteriza la vida consagrada es la profecía». Y nos pedía que seamos testigos del Señor como Pedro y los apóstoles, incluso ante la incomprensión del Sinedrio de entonces o de los areópagos sin Dios de hoy. Nos pedía ser como el centinela que vigila durante la noche y sabe cuándo llega la aurora. Nos pedía que tuviéramos un corazón y un espíritu lo suficientemente puro y libre para reconocer a las mujeres y los hombres de hoy, nuestros hermanos y hermanas, especialmente los más pobres, los últimos, los descartados, porque en ellos está el Señor, y para que, con nuestra pasión por Dios, por el Reino y por la humanidad, seamos capaces, como Pedro, de responder al Señor: «¡Señor, tú lo sabes todo! Tú sabes que te quiero».

Que María, Madre de la Iglesia, nos conceda a todos la gracia de ser hoy discípulos misioneros, testigos de su Hijo en esta Iglesia suya que, bajo la guía del Espíritu Santo, vive en la esperanza, porque el Señor Resucitado está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Amén.
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 3 de mayo de 2025



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