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SYNODUS EPISCOPORUM
BOLETÍN

XIII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA
 DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
7-28 de OCTUBRE 2012

La nueva evangelizació para la transmisión de la fe cristiana


Este Boletín es solo un instrumento de trabajo para uso periodístico.
Las traducciones no tienen carácter oficial.


Edición española

10 - 11.10.2012

RESUMEN


- CAPILLA PAPAL PARA LA APERTURA DEL AÑO DE LA FE (JUEVES 11 DE OCTUBRE DE 2012)
- PROCESIÓN DE ANTORCHAS Y ORACIÓN: “LA IGLESIA BELLA DEL CONCILIO”

CAPILLA PAPAL PARA LA APERTURA DEL AÑO DE LA FE (JUEVES 11 DE OCTUBRE DE 2012)

- HOMILÍA DEL SANTO PADRE
-
SALUDO DEL PATRIARCA ECUMÉNICO

Hoy, Jueves 11 de octubre de 2012, a las 10.00 horas,el Santo padre Benedicto XVI ha presidido la Celebración Eucarística delante de la Basílica Vaticana con ocasión de la apertura del Año de la Fe y de la Conmemoración del 50 aniversario del inicio del Concilio Vaticano II y del 20 aniversario de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica.

Han concelebrado 80 Cardenales, 15 Padres conciliares, 8 Patriarcas de las Iglesias Orientales, 191 Arzobispos y Obispos que participan en la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 104 Presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo.

Para la Oración Eucarística han subido al altar: Su Em. Rev. Card. Tarcisio BERTONE, S.D.B., Secretario de Estado (CIUDAD DEL VATICANO), Su Em. Rev. Card. Angelo SODANO, Decano del Colegio Cardenalicio (CIUDAD DEL VATICANO); los dos primeros Cardenales por decanato; Su Ex.Rev. Mons. Salvatore FISICHELLA, Arzobispo titular de Voghenza, Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización (CIUDAD DEL VATICANO); Su Ex .Rev. Mons. José Octavio RUIZ ARENAS, Arzobispo emérito de Villavicencio, Secretario del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización (CIUDAD DEL VATICANO).

La Primera Lectura ha sido pronunciada en inglés, el Salmo responsorial en italiano y la Segunda Lectura en griego. El Evangelio ha sido proclamado en latín. La Oración de los fieles ha sido pronunciada en español, chino, árabe, portugués y swahili.

Al final de la Oración después de la comunión, Su Santidad BARTOLOMEO I, Arzobispo de Constantinopla, Patriarca Ecuménico (TURQUÍA) dirige un saludo, que publicamos en este boletín.

El Santo Padre entrega también los Mensajes del Concilio Vaticano II a la humanidad y del Catecismo de la Iglesia Católica.

Durante el Rito Sagrado, después de la proclamación del Evangelio, el Santo Padre ha pronunciado la homilía, que publicamos a continuación.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Venerables hermanos,
queridos hermanos y hermanas

Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales. Para rememorar el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes – a los que saludo con particular afecto – hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.
El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe» (12,2).
El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI, en 1967.
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del Concilio.
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depisito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén.


SALUDO DEL PATRIARCA ECUMÉNICO

Dilecto hermano en el Señor, Vuestra Santidad Papa Benedicto,
Hermanos y hermanas,

Cuando Cristo se estaba preparando para la experiencia del Getsemaní, pronunció una oración para la unidad citada en el capítulo 17, versículo 11, del Evangelio según san Juan: “cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros” (las citas de la Biblia están tomadas de la traducción española de la página web de la Santa Sede). A través de los siglos fuimos verdaderamente custodiados con la potencia y el amor de Cristo y, en el momento adecuado de la historia, el Espíritu Santo descendió sobre nosotros e iniciamos el largo camino hacia la unidad visible deseada por Cristo. Esto fue confirmado en la Unitatis Redintegratio § 1:
“Esta gracia ha llegado a muchas almas dispersas por todo el mundo, e incluso entre nuestros hermanos separados ha surgido, por el impuso del Espíritu Santo, un movimiento dirigido a restaurar la unidad de todos los cristianos”.
En esta plaza, una celebración potente y significativa manifestó el corazón y la mente de la Iglesia Católica Romana, conduciéndola en estos cincuenta años hasta el mundo contemporáneo. La apertura del Concilio Vaticano II, piedra miliar transformante, fue inspirada por la realidad fundamental que el Hijo y el Logos encarnado de Dios está “donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre” (Mt 18, 20) y que el Espíritu que procede del Padre “los introducirá en toda la verdad” (Jn 16, 13).
En estos sucesivos cincuenta años, recordamos con claridad y ternura, pero también con exultación y entusiasmo, nuestros personales debates con obispos y con expertos teólogos durante nuestra formación - como joven estudiante - en el Pontificio Instituto Oriental, como también nuestra participación personal en algunas sesiones especiales del Concilio. Somos testimonios oculares del modo en que los obispos experimentaron con renovada conciencia la validez, y un sentido reforzado de continuidad, de la tradición y de la fe que “de una vez para siempre ha sido transmitida a los santos” (Judas 1, 3). Fue un período prometedor, lleno de esperanza tanto dentro como fuera de vuestra Iglesia.
Notamos que para la Iglesia Ortodoxa éste fue un período de intercambios y de expectativas. La convocación de las primeras Conferencias Pan-Ortodoxas en Rodas, por ejemplo, condujo a las Conferencias Pre-Conciliares en preparación del Gran Concilio de las Iglesias Ortodoxas. Estos intercambios demostrarán al mundo moderno el gran testimonio de unidad de la Iglesia Ortodoxa. Este período, además, coincidió con el “diálogo del amor” y anunció la Comisión Internacional Conjunta para el Diálogo Teológico entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa, instaurado por nuestros venerables predecesores, el Papa Juan Pablo II y el Patriarca Ecuménico Dimitros.
En el curso de los últimos cinco decenios, las conquistas alcanzadas por esta asamblea fueron varias, como ha demostrado una serie de importantes e influyentes constituciones, declaraciones y decretos. Hemos contemplado la renovación del espíritu y el “retorno a los orígenes” mediante el estudio litúrgico, la investigación bíblica y la doctrina patrística. Hemos apreciado el esfuerzo gradual por liberarse de la rígida limitación académica para pasar a la apertura del diálogo ecuménico, que he llevado a recíprocas abrogaciones de las excomuniones del año 1054, el intercambio de saludos, la restitución de reliquias, el inicio de diálogos importantes y las visitas recíprocas en nuestras respectivas sedes.
Nuestro camino no fue siempre fácil, ni estuvo exento de sufrimientos y desafíos. Sabemos, de hecho que “es angosta la puerta y estrecho el camino” (Mt 7, 14). La teología fundamental y los temas principales del Concilio Vaticano II - el misterio de la Iglesia, la sacralidad de la liturgia y la autoridad del obispo - son difíciles de aplicar con práctica asidua y se asimilan con esfuerzo durante toda la vida y con el compromiso de la iglesia entera. La puerta, por tanto, debe permanecer abierta para una acogida más profunda, un mayor compromiso pastoral y una interpretación eclesial del Concilio Vaticano II cada más profunda.
Prosiguiendo juntos por este camino, ofrecemos gracias y gloria al Dios viviente - Padre, Hijo y Espíritu Santo - porque la asamblea misma de los obispos reconoció la importancia de la reflexión y del diálogo sincero entre nuestras “iglesias hermanas”. Nos unimos en la “espera que, derrocado todo muro que separa la Iglesia occidental y la oriental, se hará una sola morada, cuya piedra angular es Cristo Jesús, que hará de las dos una sola cosa”(Unitatis Redintegratio §18).
Con Cristo, nuestra piedra angular, y con la tradición que tenemos en común, seremos capaces - o, más bien, puestos en condiciones de ser capaces por el don y la gracia de Dios -, de alcanzar una mayor comprensión y una expresión más completa del Cuerpo de Cristo. Con nuestros continuos esfuerzos, conformes al espíritu de la tradición de la Iglesia primitiva y a la luz de la Iglesia de los Concilios del primer milenio, podremos experimentar la unidad visible que se encuentra solamente más allá de nuestro tiempo de hoy.
La Iglesia siempre se destaca en su peculiar dimensión profética y pastoral, abraza su característica benevolencia y espiritualidad y sirve con humilde sensibilidad al “más pequeño de mis hermanos” (Mt 25, 40).
Dilecto hermano, nuestra presencia aquí significa y marca nuestro compromiso para testimoniar juntos el mensaje de salvación y curación de nuestros hermanos más pequeños: los pobres, los oprimidos, los marginados en el mundo creado por Dios. Damos comienzo a oraciones por la paz y la salud de nuestros hermanos y hermanas cristianos que viven en Oriente Medio. En el actual crisol de violencia, separación y división que se va intensificando entre pueblos y naciones, que el amor y el deseo de armonía que declaramos aquí, y la comprensión que buscamos con el diálogo y el respeto recíproco, sirva como modelo para nuestro mundo. Que la humanidad pueda tender la mano “al otro” y que podamos trabajar juntos para superar el dolor de los pueblos en todas partes, de modo particular allí donde se sufre a causa del hambre, de los desastres naturales, de las enfermedades y de la guerra que, en última instancia, afecta a la vida de todos nosotros.
A la luz de todo cuanto la Iglesia del mundo debería aún cumplir, y con gran reconocimiento por todo el progreso que hemos compartido, tenemos el honor de haber sido invitados para participar - y modestamente llamados a ofrecer nuestra palabra - en esta solemne y festiva conmemoración del Concilio Vaticano II. No se trata sólo de una coincidencia que esta ocasión marque para vuestra Iglesia la solemne inauguración del “Año de la Fe”, dado que es la fe la que ofrece un signo evidente del camino que juntos hemos recorrido a lo largo del sendero de la reconciliación y de la unidad visible.
Como conclusión, con mucho afecto nos congratulamos con Usted, Santidad, Dilecto Hermano - unidos con la bendita multitud de los fieles hoy aquí reunidos -, y le abrazamos fraternalmente en la feliz ocasión de esta celebración conmemorativa. Que Dios los bendiga a todos.

[00155-04.07] [NN000] [Texto original: italiano]

PROCESIÓN DE ANTORCHAS Y ORACIÓN: “LA IGLESIA BELLA DEL CONCILIO”

“La bella Iglesia del Concilio” es una iniciativa promovida por la Acción Católica Italiana en colaboración con la Diócesis de Roma, con motivo de la apertura del Año de la Fe y mientras se lleva a cabo la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada a la nueva evangelización. Tomarán parte también los Padres y los otros participantes en la asamblea sinodal.
Se han previsto momentos de reflexión y de oración, como también de testimonio y de celebración. La reunión inicia a las 18.00 horas. A las 19.30 tendrá lugar una procesión nocturna con antorchas que partirá del Castel Sant’Angelo y llegará a Plaza San Pedro. A las 21.00 tendrá lugar el saludo del Santo Padre Benedicto XVI, precedido por las intervenciones de S. Em. R. Card. Agostino Vallini, Vicario General de Su Santidad para la Diócesis de Roma; de Franco Miano, Presidente Nacional de la Asociación Católica Italiana; de S.E.R. Mons. Domenico Sigalini, Obispo de Palestrina y Asistente eclesiástico general de dicha Asociación; el testimonio de Mons. Loris Capovilla, secretario del Papa Juan XXIII y la proyección completa de la filmación original del “Discurso a la Luna” concedida por la Filmoteca Vaticana.
Acompañarán la velada los cantos del “Coro polifónico de la diócesis de Roma”, dirigido por Mons. Marco Frisina. Inmediatamente después será posible dirigirse a las iglesias del centro de Roma para continuar la oración con la Adoración de la Eucaristía.
El acontecimiento ha sido organizado para conmemorar el Concilio Vaticano II, a cincuenta años de su apertura y de la histórica procesión del 11 de octubre de 1962, la cual también había sido promovida por la Asociación Católica Italiana, la noche del “Discurso a la Luna” de Juan XXIII.
La transmisión en directa del acontecimiento estará a cargo del Centro Televisivo Vaticano y de la Radio Vaticana. Será trasmitida por numerosas emisoras como también por la página internet www.azionecattolica.it.

[00156-04.08] [NNNNN] [Texto original: italiano]


 

 
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