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SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

DECLARACIÓN
SOBRE LA DOCTRINA CATÓLICA ACERCA DE LA IGLESIA
PARA DEFENDERLA DE ALGUNOS ERRORES ACTUALES

 

El misterio de la Iglesia, iluminado con nueva luz por el Concilio Vaticano II, ha sido objeto de reflexión, una y otra vez, en numerosos escritos teológicos. No pocos de éstos han ayudado a comprender mejor este misterio; otros, en cambio, debido a su lenguaje ambiguo o incluso erróneo, han oscurecido la doctrina católica, llegando a veces a oponerse a la fe católica hasta en cuestiones fundamentales.

Cuando ha sido necesario, no han faltado Obispos de numerosos países que, conscientes de su responsabilidad «de conservar puro e íntegro el depósito de la fe» y «de anunciar constantemente el Evangelio»[1], han procurado defender del peligro de error, con declaraciones similares entre sí, a los fieles confiados a su cuidado pastoral. Y, además, la segunda Asamblea general del Sínodo de Obispos, tratando del sacerdocio ministerial, ha expuesto diversos puntos doctrinales de no poca importancia, en lo que se refiere a la constitución de la Iglesia.

Igualmente, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, cuya misión es «tutelar la doctrina acerca de la fe y costumbres en todo el mundo católico»[2], siguiendo las huellas de los dos Concilios Vaticanos, intenta recoger y declarar algunas verdades que pertenecen al misterio de la Iglesia y que se han visto negadas o puestas en peligro.

 

1. La única Iglesia de Cristo

Una sola es la Iglesia que «nuestro Salvador dejó al cuidado pastoral de Pedro, después de la Resurrección (cf. Jn 21,17); a él y a los demás apóstoles confió su difusión y su gobierno (cf. Mt 18,18ss) y la erigió como columna y fundamento de la verdad para siempre» (cf. 1 Tim 3,15); y esta Iglesia de Cristo, «constituida y ordenada en este mundo como sociedad, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él»[3]. Esta declaración del Concilio Vaticano II es ilustrada por el mismo Concilio, cuando afirma que «sólo por medio de la Iglesia Católica de Cristo, que es el instrumento universal de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación»[4]; y que la misma Iglesia Católica «se halla enriquecida con toda la verdad divinamente revelada y con todos los medios de la gracia»[5], de los que Cristo ha querido dotar a su comunidad mesiánica. Esto no impide qué la Iglesia, durante su peregrinación terrena, «al encerrar en su propio seno a pecadores, sea al mismo tiempo santa y tenga necesidad de continua purificación»[6]; y tampoco que «fuera de su estructura», concretamente en las Iglesias o comunidades eclesiales que no están en perfecta comunión con la Iglesia Católica, «se encuentren numerosos elementos de santidad y de verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impulsan hacia la unidad católica»[7].

Por lo tanto, «es necesario que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los valores genuinamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran entre los hermanos separados»[8]; y, en un esfuerzo común de purificación y de renovación, se empeñen en el restablecimiento de la unidad de todos los cristianos[9] para que se cumpla la voluntad de Cristo y la división de los cristianos deje de ser un obstáculo para la proclamación del Evangelio en el mundo[10]. Pero, al mismo tiempo, los católicos están obligados a profesar que pertenecen, por misericordioso don de Dios, a la Iglesia fundada por Cristo y guiada por los sucesores de Pedro y de los demás Apóstoles, en quienes persiste íntegra y viva la primigenia institución y doctrina de la comunidad apostólica, que constituye el patrimonio perenne de verdad y santidad de la misma Iglesia[11]. Por lo cual no pueden los fieles imaginarse la Iglesia de Cristo como si no fuera más que una suma ―ciertamente dividida, aunque en algún sentido una― de Iglesias y de comunidades eclesiales; y en ningún modo son libres de afirmar que la Iglesia de Cristo hoy no subsiste ya verdaderamente en ninguna parte, de tal manera que se la debe considerar como una meta a la cual han de tender todas las Iglesias y comunidades.

 

2. La infalibilidad de la Iglesia universal

«Dispuso Dios benignamente que cuanto había revelado para la salvación de todas las gentes se conservara íntegro para siempre»[12]. Por eso confió a la Iglesia el tesoro de la palabra de Dios, a cuya conservación, profundización y aplicación a la vida contribuyen juntamente los Pastores y el Pueblo santo[13].

El mismo Dios, absolutamente infalible, ha querido dotar a su nuevo Pueblo, que es la Iglesia, de una cierta infalibilidad participada, que se circunscribe al campo de la fe y de las costumbres, que actúa cuando todo el pueblo sostiene, sin dudar, algún elemento doctrinal perteneciente a estos campos; y que depende constantemente de la sabia providencia y de la unción de la gracia del Espíritu Santo, el cual lleva a la verdad plena a la Iglesia hasta la gloriosa venida del Señor[14]. Acerca de esta infalibilidad del Pueblo de Dios declara el Concilio Vaticano II: «La universalidad de los fieles, que tienen la unción del Espíritu Santo (cf. 1 Jn 2,20.27), no puede equivocarse cuando cree y manifiesta esta prerrogativa peculiar suya mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» (San Agustín, De praedestinatione Sanctorum, 14,27) prestan su consentimiento universal en las cuestiones de fe y costumbres»[15].

Sin embargo, el Espíritu Santo ilumina y sostiene al Pueblo de Dios en cuanto cuerpo de Cristo unido en comunión jerárquica. Lo dice el Concilio Vaticano II cuando a las palabras arriba citadas añade: «Mediante este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios guiado en todo por el Magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino verdaderamente la palabra de Dios (cf. 1 Tes 2,13), se adhiere indefectiblemente "a la fe confiada de una vez para siempre a los santos" (Jds 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y la aplica más íntegramente a la vida» [16].

Sin duda los fieles, partícipes también, en cierta medida, de la misión profética de Cristo[17], contribuyen de muchas maneras a incrementar la comprensión de la fe en la Iglesia. «En efecto ―así lo dice el Concilio Vaticano II― , va creciendo la comprensión tanto de las realidades cuanto de las palabras transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian meditándolas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), cuando perciben íntimamente las realidades espirituales que experimentan, cuando las proclaman los Obispos, que, con la sucesión episcopal, recibieron el carisma cierto de la verdad»[18]. El sumo pontífice Pablo VI insiste también en que los Pastores de la Iglesia den un «testimonio que esté firmemente vinculado a la Tradición y a la Sagrada Escritura y alimentado por la vida de todo el Pueblo de Dios»[19].

Pero sólo a estos Pastores, sucesores de Pedro y de los demás apóstoles, pertenece por institución divina enseñar a los fieles auténticamente, es decir, con la autoridad de Cristo, participada por ellos de diversos modos; por esto los fieles no pueden darse por satisfechos con oírlos como expertos en la doctrina católica, sino que están obligados a recibir lo que les enseñan, con adhesión proporcionada a la autoridad que poseen y que tienen intención de ejercer[20]. De ahí que el Concilio Vaticano II, siguiendo los pasos del Concilio Vaticano I, enseña que Cristo ha instituido en Pedro «el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión»[21]; y, por su parte, el sumo pontífice Pablo VI ha afirmado: «El Magisterio de los Obispos es para los creyentes el signo y el camino que les permite recibir y reconocer la palabra de Dios»[22]. Por más que el sagrado Magisterio se valga de la contemplación, de la vida y de la búsqueda de los fieles, sin embargo, su función no se reduce a sancionar el consentimiento expresado por ellos, sino que incluso, al interpretar y explicar la palabra de Dios escrita o transmitida, puede prevenir tal consentimiento y exigirlo[23]. Y, finalmente, el Pueblo de Dios, para que no sufra menoscabo en la comunión de la única fe, dentro del único cuerpo de su Señor (cf. Ef 4,4s), necesita especialmente de la intervención y de la ayuda del Magisterio cuando en su propio seno surgen y se difunden divisiones sobre la doctrina que hay que creer o mantener.

 

3. La infalibilidad del Magisterio de la Iglesia

Jesucristo quiso que el Magisterio de los Pastores, a quienes confió el ministerio de enseñar el Evangelio a todo su pueblo y a toda la familia humana, estuviese dotado del conveniente carisma de la infalibilidad en materia de fe y costumbres. Como este carisma no es fruto de nuevas revelaciones de las que gocen el sucesor de Pedro y el Colegio episcopal[24], no se les dispensa de la necesidad de escrutar con los medios apropiados el tesoro de la divina Revelación contenido en las Sagradas Escrituras, que nos enseña sin corrupción la verdad que Dios ha querido que fuese escrita para nuestra salvación[25], y contenido también en la viva Tradición apostólica[26]. En el cumplimiento de su misión, los Pastores de la Iglesia gozan de la asistencia providencial del Espíritu Santo, que alcanza su cumbre cuando instruyen al Pueblo de Dios, de tal modo que transmiten una doctrina necesariamente libre de error, en virtud de las promesas de Cristo hechas a Pedro y a los demás apóstoles.

Esto tiene lugar cuando los Obispos, dispersos por todo el mundo, pero enseñando en comunión con el sucesor de Pedro, están de acuerdo en considerar como definitiva una sentencia[27]. Lo mismo ocurre todavía más claramente cuando los Obispos, con un acto colegial –como en el caso de los Concilios ecuménicos– en unión con su Cabeza visible definen una doctrina que hay obligación de mantener[28], y también cuando el Romano Pontífice «habla ex cathedra, es decir, cuando cumpliendo su oficio de pastor y doctor de todos los cristianos define con su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe o sobre las costumbres debe ser mantenida por la Iglesia universal»[29].

Según la doctrina católica, la infalibilidad del Magisterio de la Iglesia no sólo se extiende al depósito de la fe, sino también a todo aquello sin lo cual tal depósito no puede ser custodiado ni expuesto adecuadamente[30]. La extensión de esta infalibilidad al depósito mismo de la fe es una verdad que la Iglesia desde sus orígenes ha tenido por ciertamente revelada en las promesas de Cristo. Apoyándose precisamente en esta verdad, el Concilio Vaticano I definió el objeto de la fe católica: «Se debe creer con fe divina y católica todo lo que está contenido en la palabra de Dios escrita o transmitida y que la Iglesia propone para creer como divinamente revelado, con una declaración solemne o mediante el Magisterio ordinario y universal»[31]. Consiguientemente, los objetos de la fe católica, que se conocen con el nombre de dogmas, son necesariamente y lo fueron en todo tiempo la norma inmutable no sólo para la fe, sino también para la ciencia teológica.

 

4. No minimizar el don de la infalibilidad de la Iglesia

De lo dicho anteriormente sobre la extensión y las condiciones de la infalibilidad del Pueblo de Dios y del Magisterio eclesiástico, se sigue que de ningún modo está permitido a los fieles admitir en la Iglesia sólo una «fundamental» permanencia en la verdad, que, como algunos sostienen, se puede conciliar con errores diseminados por todas partes en las sentencias que enseña como definitivas el Magisterio de la Iglesia, o en lo que profesa sin duda de ningún género el Pueblo de Dios en materia de fe y costumbres.

Es verdad que mediante la fe salvífica los hombres se convierten a Dios[32], que se revela a sí mismo en su Hijo Jesucristo; pero es un error querer inferir de ahí que puedan despreciarse o negarse los dogmas de la Iglesia que expresan otros misterios. Más aún, la conversión a Dios, que estamos obligados a prestar por la fe, es una cierta obediencia (cf. Rom 16,26) que es necesario adaptar a la naturaleza de la Revelación y a sus exigencias. Esta Revelación, en todo el ámbito de la salvación, narra y enseña que ha de aplicarse a la conducta de los cristianos el misterio de Dios, el cual envió su Hijo al mundo (cf. 1 Jn 4,14); y exige, por tanto, que en plena obediencia de entendimiento y voluntad a Dios que revela[33] sea aceptado el anuncio de la salvación tal como es enseñado infaliblemente por los Pastores de la Iglesia. Los fieles se convierten debidamente, mediante la fe, a Dios, que se revela en Cristo, cuando se adhieren a El, en toda la doctrina de la fe católica.

Ciertamente existe un orden y como una jerarquía de los dogmas de la Iglesia, siendo como es diverso su nexo con el fundamento de la fe[34]. Esta jerarquía significa que unos dogmas se apoyan en otros como más principales y reciben luz de ellos. Sin embargo, todos los dogmas, por el hecho de haber sido revelados, han de ser creídos con la misma fe divina[35].

 

5. No corromper la noción de infalibilidad de la Iglesia

La transmisión de la divina revelación por parte de la Iglesia encuentra dificultades de distinto género. Estas surgen ante todo por el hecho de que los misterios escondidos de Dios «trascienden de tal manera por su naturaleza el entendimiento humano que, aunque hayan sido transmitidos por la revelación y recibidos por la fe, sin embargo, permanecen velados por la fe misma y como envueltos en la oscuridad»[36]; y surgen también del condicionamiento histórico que afecta a la expresión de la revelación.

Por lo que se refiere a este condicionamiento histórico, se debe observar ante todo que el sentido de los enunciados de la fe depende en parte de la fuerza expresiva de la lengua en una determinada época y en determinadas circunstancias. Ocurre además, no pocas veces, que una verdad dogmática se expresa en un primer momento de modo incompleto, aunque no falso, y más adelante, en un contexto más amplio de la fe y de los conocimientos humanos, se expresa de manera más plena y perfecta. La Iglesia, por otra parte, con sus nuevos enunciados, intenta confirmar o aclarar las verdades ya contenidas, de una manera o de otra, en la Sagrada Escritura o en precedentes expresiones de la Tradición, pero al mismo tiempo se preocupa también de resolver ciertas cuestiones o de extirpar errores; y todo esto hay que tenerlo en cuenta para entender bien tales enunciados. Finalmente, aunque las verdades que la Iglesia quiere enseñar de manera efectiva con sus fórmulas dogmáticas se distinguen del pensamiento mutable de una época y pueden expresarse al margen de estos pensamientos, sin embargo puede darse el caso de que esas verdades pueden ser enunciadas por el sagrado Magisterio con términos que contienen huellas de tales concepciones.

Teniendo todo esto presente, hay que decir que las fórmulas dogmáticas del Magisterio de la Iglesia han sido aptas desde el principio para comunicar la verdad revelada y, mientras se mantengan, serán siempre aptas para quienes las interpretan rectamente[37]. Sin embargo, de esto no se deduce que cada una de ellas lo haya sido o lo seguirá siendo en la misma medida. Por esta razón los teólogos tratan de fijar cuál es exactamente la intención de enseñar contenida realmente en las diversas fórmulas, y prestan con este trabajo una notable ayuda al Magisterio vivo de la Iglesia, al que están subordinados. Por esta misma razón puede suceder también que algunas fórmulas dogmáticas antiguas y otras relacionadas con ellas permanezcan vivas y fecundas en el uso habitual de la Iglesia, con tal de que se les añadan oportunamente nuevas exposiciones y enunciados que conserven e ilustren su sentido primordial. Por otra parte, ha ocurrido también alguna vez que en este mismo uso habitual de la Iglesia algunas de estas fórmulas han cedido el paso a nuevas expresiones que, propuestas o aprobadas por el sagrado Magisterio, manifiestan más clara y plenamente su sentido.

Por lo demás, el significado mismo de las fórmulas dogmáticas es siempre verdadero y coherente consigo mismo dentro de la Iglesia, aunque pueda ser aclarado más y mejor comprendido. Es necesario, por tanto, que los fieles rehúyan la opinión según la cual en principio las fórmulas dogmáticas (o algún tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de modo concreto, sino solamente aproximaciones mudables que la deforman o alteran de algún modo; y que las mismas fórmulas, además, manifiestan solamente de manera indefinida la verdad, la cual debe ser continuamente buscada a través de aquellas aproximaciones. Los que piensan así no escapan al relativismo teológico y falsean el concepto de infalibilidad de la Iglesia que se refiere a la verdad que hay que enseñar y mantener explícitamente.

Una opinión de este tipo se opone a las declaraciones del Concilio Vaticano I, el cual, a pesar de ser consciente del progreso de la Iglesia en el conocimiento de la verdad revelada[38], ha enseñado sin embargo que «el sentido de los dogmas, que nuestra santa madre la Iglesia ha propuesto de una vez para siempre, debe ser mantenido permanentemente y no se puede abandonar con la vana pretensión de conseguir una inteligencia más profunda»[39]; condenó también la sentencia según la cual puede ocurrir «que a los dogmas propuestos por la Iglesia se les deba dar alguna vez, según el progreso de la ciencia, otro sentido diverso del que entendió y entiende la Iglesia»[40]: No hay duda de que, según estos textos del Concilio, el sentido de los dogmas que declara la Iglesia es determinado e irreformable.

La mencionada opinión discrepa también de la declaración hecha por el sumo pontífice Juan XXIII acerca de la doctrina cristiana, en la inauguración del Concilio Vaticano II: «Es necesario que esta doctrina cierta e inmutable, a la que se debe prestar fiel asentimiento, sea estudiada y expuesta en conformidad con las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades contenidas en la doctrina revelada, y otra cosa el modo de expresar estas verdades conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado»[41]. Dado que el sucesor de Pedro habla aquí de la doctrina cristiana cierta e inmutable, del depósito de la fe que se identifica con las verdades contenidas en esta doctrina, y habla también de estas verdades cuyo significado no se puede cambiar, está claro que él reconoce que el sentido de los dogmas es cognoscible por nosotros, y es verdadero e inmutable. La novedad que él mismo recomienda, teniendo en cuenta las necesidades de los tiempos, concierne solamente a la manera de investigar, exponer y enunciar la misma doctrina en su sentido permanente. De modo semejante el sumo pontífice Pablo VI, exhortando a los Pastores de la Iglesia, declaró: «Debernos aplicarnos hoy con todo empeño en conservar en la doctrina de la fe la plenitud de su significación y de su contenido, expresándola, sin embargo, de manera que hable al espíritu y al corazón de los hombres a quienes va dirigida»[42].

 

6. La Iglesia, asociada al sacerdocio de Cristo

Cristo nuestro Señor, Pontífice de la nueva y eterna alianza, ha querido asociar y conformar con su sacerdocio perfecto al pueblo rescatado por El con su sangre (cf. Heb 7,20-22. 26-28; 10,14.21). Él ha hecho, pues, participar de su sacerdocio a la Iglesia mediante el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico; estas dos formas del sacerdocio, que difieren esencialmente y no sólo en cuanto al grado, se ordenan recíprocamente en la comunión de la Iglesia[43].

El sacerdocio común de los fieles, llamado también con toda propiedad sacerdocio real (cf. 1 Pe 2,9; Ap 1,6; 5,9ss), porque realiza la conjunción de los fieles, en cuanto miembros del pueblo mesiánico, con su Rey celestial, se confiere en el sacramento del bautismo. En virtud de este sacramento, por razón del signo indeleble llamado carácter, los fieles «incorporados a la Iglesia quedan destinados al culto de la religión cristiana» y, «regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia»[44]. Por lo tanto, todos los que han renacido por el bautismo «en virtud de su sacerdocio real concurren a la ofrenda de la Eucaristía y ejercen dicho sacerdocio en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, a través del testimonio de una vida santa, en la abnegación y en la caridad operante»[45].

Además, Cristo, Cabeza de su Cuerpo místico que es la Iglesia, constituyó ministros de su sacerdocio a los apóstoles y, por medio de ellos, a los Obispos, sus sucesores, con el fin de que le representasen a El personalmente en la Iglesia[46]; éstos a su vez comunicaron legítimamente el sagrado ministerio recibido a los presbíteros en grado subordinado[47]. Se instauró de este modo en la Iglesia la sucesión apostólica del sacerdocio ministerial para gloria de Dios y al servicio de toda la familia humana, que debe ser conducida hacia Dios.

Por este sacerdocio, los Obispos y los presbíteros «son segregados en cierto modo dentro del Pueblo de Dios, pero no para estar separados ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los asume»[48], es decir, a la función de santificar, de enseñar y de gobernar, cuyo ejercicio es determinado en concreto por la comunión jerárquica[49]. Esta función multiforme tiene como principio y fundamento la predicación ininterrumpida del Evangelio[50], y tiene como cumbre y fuente de toda la vida cristiana el Sacrificio eucarístico[51], que los sacerdotes, como representantes en persona de Cristo Cabeza, en su nombre y en el nombre de los miembros de su Cuerpo místico[52], ofrecen al Padre en el Espíritu Santo; y que se integra después en la santa cena en la cual los fieles, participando en el único cuerpo de Cristo, se hacen todos un solo cuerpo (cf. 1 Cor 10,16s). La Iglesia ha investigado cada vez más la naturaleza del sacerdocio ministerial, que desde la época apostólica es constantemente conferido mediante un rito sagrado (cf. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6). Con la asistencia del Espíritu Santo, ha ido alcanzando gradualmente la clara persuasión de que Dios ha querido manifestarle que aquel rito confiere a los sacerdotes no sólo un aumento de gracia para cumplir santamente las funciones eclesiales, sino que imprime también un sello permanente de Cristo, es decir, el carácter en virtud del cual, dotados de una idónea potestad derivada de la potestad suprema de Cristo, están habilitados para cumplir aquellas funciones. La permanencia del carácter, cuya naturaleza por otra parte es explicada diversamente por los teólogos, la enseña el Concilio de Florencia[53] y se halla confirmada en dos decretos del Concilio de Trento[54]. Últimamente dicha permanencia ha sido también recordada en varias ocasiones por el Concilio Vaticano II[55], y la segunda Asamblea general del Sínodo de Obispos ha considerado justamente que la existencia del carácter sacerdotal, que permanece a lo largo de toda la vida, pertenece a la doctrina de la fe[56]. Esta existencia estable del carácter sacerdotal debe ser admitida por los fieles y debe tenerse en cuenta para un juicio recto sobre la naturaleza del ministerio sacerdotal y sobre las correspondientes modalidades de su ejercicio.

En cuanto a la potestad propia del sacerdocio ministerial, el Concilio Vaticano II, de acuerdo con la sagrada Tradición y con numerosos documentos del Magisterio, ha enseñado: «Aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin embargo, propio del sacerdote el llevar a su término la edificación del Cuerpo mediante el sacrificio eucarístico»[57]; y además: «El mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que "no todos los miembros desempeñan la misma función" (Rom 12,4), constituyó ministros a algunos de entre los fieles, quienes en la sociedad de los creyentes gozaran de la sagrada potestad del Orden para ofrecer el Sacrificio y perdonar los pecados»[58]. Igualmente la segunda Asamblea general del Sínodo de Obispos ha afirmado con razón que sólo el sacerdote, en cuanto representante de Cristo en persona, puede presidir y realizar el banquete sacrificial, en el cual el Pueblo de Dios es asociado a la oblación de Cristo[59]. Sin querer entrar ahora en las cuestiones sobre el ministro de cada uno de los sacramentos, según el testimonio de la sagrada Tradición y del sagrado Magisterio es evidente que los fieles que, sin haber recibido la ordenación sacerdotal, se arrogasen por propia cuenta la función de realizar (conficiendi) la Eucaristía, intentarían hacer algo que además de gravemente ilícito sería también inválido. Y es evidente que los abusos de este tipo, si los hubiese, deben ser reprimidos por los Pastores de la Iglesia.

 

* * *

La presente declaración no ha intentado, ni tampoco era su fin, demostrar con un apropiado estudio de los fundamentos de nuestra fe, que la Revelación divina ha sido confiada a la Iglesia para que la mantenga inalterada en el mundo. Pero este dogma, que constituye el origen mismo de la fe católica ha sido recordado, junto con otras verdades que atañen al misterio de la Iglesia, para que aparezca claramente, en el actual confusionismo de ideas, cuál es la fe y la doctrina que los fieles deben profesar firmemente.

La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe se alegra de que los teólogos se apliquen con diligencia a investigar el misterio de la Iglesia. Reconoce también que su trabajo alcanza frecuentemente cuestiones que sólo pueden ser aclaradas a través de investigaciones complementarias y a base de tentativas y conjeturas. Sin embargo, la justa libertad de los teólogos debe mantenerse en los límites de la palabra de Dios, tal como ha sido fielmente conservada y expuesta en la Iglesia, y como es enseñada y explicada por el Magisterio vivo de los Pastores, en primer lugar, del Pastor de todo el Pueblo de Dios[60].

La misma Sagrada Congregación confía la presente declaración a la atenta solicitud de los Obispos y de todos aquellos que, por cualquier título, comparten el deber de salvaguardar el depósito de la verdad encomendado a la Iglesia por Cristo y sus apóstoles. Y la dirige también con confianza a los fieles y de manera especial, dada la importancia de su función en la Iglesia, a los sacerdotes y a los teólogos, para que todos estén concordes en la fe y sinceramente sientan con la Iglesia.

El Sumo Pontífice, por la divina Providencia Papa Pablo VI, en la Audiencia concedida al infrascrito Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 11 del mes de mayo de 1973, ha ratificado y confirmado esta Declaración sobre la doctrina católica acerca de la Iglesia para defenderla de algunos errores actuales, y ha ordenado su publicación.

 

Dado en Roma, en la Sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 24 de junio de 1973, fiesta de san Juan Bautista.

 

FRANJO Card. ŠEPER
Prefecto

 

X JÉRÔME HAMER, O.P.
Arzobispo titular de Lorium
Secretario

 


Notas

[1] PABLO VI, Exhort. apost. Quinque iam anni: AAS 63 (1971) 99.

[2] PABLO VI, Const. apost. Regimini Ecclesiae universae: AAS 59 (1967) 897.

[3] Lumen gentium, 8.

[4] Unitatis redintegratio, 3.

[5] Unitatis redintegratio, 4.

[6] Lumen gentium, 8.

[7] Lumen gentium, 8.

[8] Unitatis redintegratio, 4.

[9] Cf. Unitatis redintegratio, 6-8.

[10] Cf. Unitatis redintegratio, 1.

[11] Cf. PABLO VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 629.

[12] Dei Verbum, 7.

[13] Cf. Dei Verbum, 10.

[14] Cf. Dei Verbum, 8.

[15] Lumen gentium, 12.

[16] Lumen gentium, 12.

[17] Cf. Lumen gentium, 35.

[18] Dei Verbum, 8.

[19] PABLO VI, Exhort. apost. Quinque iam anni: AAS 63 (1971) 99.

[20] Cf. Lumen gentium, 25.

[21] Lumen gentium, 18; cf. Pastor aeternus, prólogo: DS 3051.

[22]PABLO VI, Exhort. apost. Quinque iam anni: AAS 63 (1971) 100.

[23]Cf. Pastor aeternus, cap. 4: DS 3069, 3074. Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DEL SANTO OFICIO, Decr. Lamentabili, 6: ASS 40 (1907) 471 (DS 3406).

[24] Pastor aeternus, cap. 4: DS 3070. Cf. Lumen gentium, 25 y Dei Verbum, 4.

[25]Cf. Dei Verbum, 11.

[26]Cf. Dei Verbum, 9s.

[27] Cf. Lumen gentium, 25.

[28] Cf. Lumen gentium, 25 y 22.

[29] Pastor aeternus, cap. 4: DS 3074. Cf. Lumen gentium, 25.

[30] Cf. Lumen gentium, 25.

[31] CONC. VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 3: DS 3011. Cf. CIC, can. 1323, § 1 y 1325, § 2.

[32] Cf. Conc. DE TRENTO, ses. 6: Decr. Sobre la justificación, cap. 6: DS 1526; cf. Dei Verbum, 5.

[33] Cf. Conc. VATICANO I, Const. Dei Filius, cap. 3: DS 3008; cf. Dei Verbum, 5.

[34] Cf. Unitatis redintegratio, 11.

[35] Réflexions et suggestions concernant le dialogue oecuménique, IV, 4 b, en Secrétariat pour l’Unité des Chrétiens, Service d’Information, n. 12 (déc. 1970, IV) p. 7s.; Reflections and Suggestions Concerning Ecumenical Dialogue, IV, 4 b, en The Secretariat for Promoting Christian Unity, Information Service, n. 12 (Dec. 1970, IV) p. 8.

[36] CONC. VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 4: DS 3016.

[37] Cf. PÍO IX, Breve Eximiam tuam: ASS 8 (1874-75) 447: DS 2831; Pablo VI, Enc. Mysterium fidei: AAS 51 (1965) 757s, y «L’Oriente cristiano nella luce di immortali Concili», en Insegnamenti di Paolo VI, 5 (1967) 412s.

[38] Cf. CONC. VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 4: DS 3020.

[39] Ibíd.

[40] Ibíd., can. 3: DS 3043.

[41] JUAN XXIII, Discurso en la inauguración del Concilio Vaticano II: AAS 54 (1962) 792. Cf. Gaudium et spes, 62.

[42] PABLO VI, Exhort. apost. Quinque iam anni: AAS 63 (1971) 100s.

[43] Cf. Lumen gentium, 10.

[44] Lumen gentium, 11.

[45] Lumen gentium, 10.

[46] Cf. PÍO XI, Enc. Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936) 10 (DS 3733). Cf. Lumen gentium, 10 y Presbiterorum Ordinis, 2.

[47] Cf. Lumen gentium, 28.

[48] Presbiterorum Ordinis, 3.

[49] Cf. Lumen gentium, 24-27s.

[50] Presbiterorum Ordinis, 4.

[51] Cf. Lumen gentium, 11. Cf. también Conc. de Trento, ses. 22: Doctrina sobre el sacrificio de la Misa, cap. 1 y 2: DS 1739-1743.

[52] Cf. PABLO VI, Solemne profesión de fe, n. 24: AAS 60 (1968) 442.

[53] CONC. DE FLORENCIA, Bula Exsultate Deo: DS 1313.

[54] CONC. DE TRENTO, ses. 9: Decr. Sobre los sacramentos, can. 9 y ses. 23: Decr. Sobre el sacramento del orden, cap. 4 y can. 4: DS 1609, 1767, 1774.

[55] Cf. Lumen gentium, 21 y Presbiterorum Ordinis, 2.

[56] Cf. SÍNODO DE LOS OBISPOS, Documentos: I. De sacerdotio ministeriali, primera parte, n. 5: AAS 63 (1971) 907.

[57] Lumen gentium, 17.

[58] Presbiterorum Ordinis, 2. Cf. también: 1) INOCENCIO III, Epístola Eius exemplo con la profesión de fe impuesta a los valdenses: PL 215, 1510 (DS 794); 2) CONC. DE LETRÁN IV, Const. De Fide catholica: DS 802, el lugar citado en torno al Sacramento del Bautismo; 3) CONC.. DE FLORENCIA, Bula Exsultate Deo: DS 1321, el lugar citado en torno al ministro de la Eucaristía debe ser comparado con los pasajes paralelos relativos a los ministros de los otros sacramentos; 4) CONC. DE TRENTO, ses. 23, Decr. Sobre el sacramento del orden, cap. 4: DS 1767, 1769; 5) Pío XII, Enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 552-556 (DS 3849-3852).

[59] SÍNODO DE LOS OBISPOS, Documentos: I. Sobre el sacerdocio ministerial, primera parte, n. 4: AAS 63 (1971) 906.

[60] Cf. SÍNODO DE LOS OBISPOS (1967) Relatio Commissionis Synodalis constitutae ad examen ulterius peragendum circa opiniones periculosas et atheismum, II, 4: De theologorum opera et responsabilitate (Typis Polyglottis Vaticanis, 1967) 11 (L’Osservatore Romano, 30/31-10-1967, 3).