The Holy See
back up
Search
riga

CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA

CONGRESO DE SALUD, VIDA Y FAMILIA
(MÉRIDA, YUCATÁN - MÉXICO, 2010)
______________________________________________________

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CONCLUSIVA

HOMILÍA DEL CARDENAL ENNIO ANTONELLI,
PRESIDENTE DEL PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA

 

Con esta santa liturgia concluimos el "Segundo Congreso de Salud, Vida y Familia”. Ofrecemos la experiencia de amistad y de estudio que hemos vivido en estos días a Dios Padre, uniéndola al sacrificio pascual de Cristo representado en el altar en el signo del pan que se da para comer y del vino que se da para beber, invocando sobre el trabajo que hemos desarrollado el don del Espíritu Santo, para que lo haga fructífero en ventaja de tantas personas y de tantas familias.

En el Evangelio de San Lucas hemos escuchado la segunda parte de la narración de la visita de Jesús a Nazaret, la ciudad donde había crecido. Frente a la desconfianza y al estupor incrédulo de sus conciudadanos, Jesús repite dos máximas de la sabiduría popular.  “El les respondió: Ciertamente ustedes me citarán este proverbio – Médico, curate a ti mismo. Cuanto hemos escuchado que ha ocurrido en Cafarnaúm, hazlo también aquí, en tu tierra! – Después añadió: En verdad les digo, ningún profeta es bien aceptado en su tierra”. Con esta respuesta, Jesús se atribuye los dos títulos de Médico y de Profeta, que corresponden bien a su actividad pública, tal como más de una vez es presentada sintéticamente por los evangelistas: curación de enfermos y predicación del Evangelio del reino de Dios. “Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, anunciando el Evangelio del Reino y sanando todo tipo de dolores y enfermedades en el pueblo” (Mt 4, 23). “Jesús recorría todas las ciudades y poblados, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias” (Mt 9, 35). Enseña y sana con autoridad y misericordia, con potencia y ternura; siempre en camino, infatigable, quiere alcanzar a todo el pueblo de Israel. Predicación y curaciones milagrosas están estrechamente ligadas: Una anuncia el reino de Dios que comienza a llegar por medio de Jesús mismo; las otras son signos  transparentes de esta venida inicial del Reino. Los hombres están llamados a la fe y a la conversión (Cfr. Mt 11, 20-24); son sanados tanto en el alma como en el cuerpo. Dios en Jesús se hace cercano de un modo nuevo, personalmente, para vencer el pecado, la enfermedad, la muerte y toda forma de mal; para llevar la salvación integralmente, espiritual, corporal, social y cósmica, ahora como un anticipo y después, al final de la historia, en plenitud, haciendo “nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).

La salvación se ofrece a todos los hombres y a todo el hombre: alma, cuerpo, familia, sociedad, ambiente. Por tanto, los cristianos con respecto a los no creyentes tienen motivos más fuertes para comprometerse en las actividades temporales, para orientar hacia Dios todas las realidades terrenas. Los bienes que ahora realizamos y difundimos en este mundo, les reencontraremos “purificados de toda mancha, iluminados y transfigurados” en el mundo futuro (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 39). Con razón un cristiano podría decir a los no creyentes junto con Theilard de Chardin: “¡Ustedes quieren alcanzar la libertad! Plus et ego (Yo más) … ¡Ustedes quieren la igualdad entre los hombres! Plus et ego … ¡Ustedes aspiran al progreso, para que la humanidad se reconcilie consigo misma y con la naturaleza y pueda vivir en paz! Plus et ego … ¡Ustedes admiran el cuerpo humano y quieren hacerlo más sano y armonioso! Plus et ego”.

En la Primera Lectura hemos escuchado la vocación del profeta Jeremías: “Antes de formarte en el seno materno, te conocí; antes que tu vieras la luz, te consagré; te establecí profeta de las naciones” (Jer 1, 4). Todos nosotros, como Jeremías, hemos sido llamado por Dios a la vida y a la misión. Antes de que existiéramos, desde siempre, Dios nos pensó; nos amó; nos eligió; nos ha destinado a ser sus hijos, hermanos de su Hijo Unigénito Jesucristo, animados por el Espíritu Santo, cooperadores para la salvación de todos los hombres y para la construcción del mundo nuevo.

La respuesta que Él espera de nosotros se puede resumir en dos palabras: creer y amar. “Este es su mandamiento que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos los unos a los otros” (1Jn 3, 23). Creer que somos amados; confiándonos en Él y en su plan de salvación que tiene como centro a Jesucristo; estar prontos a arriesgar: esta es la fe. Pero la fe “opera por medio de la caridad” (Gal 5, 6), con la cual amamos a los otros en todas nuestras relaciones y actividades. “La caridad – enseña Benedicto XVI en su última encíclica – exige la justicia (…) y supera la justicia y la completa en la lógica del don y del perdón” (Caritas in Veritate, 6). En el fondo es la misma enseñanza que hemos escuchado poco antes en la Segunda Lectura, en el maravilloso himno a la caridad de San Pablo. “La caridad es magnánima, es benévola; no es envidiosa, no se envanece, no se llena de orgullo, no es mal educada, no busca el propio interés, no es interesada, no tiene cuenta del mal, no goza con la injusticia, se alegra con la verdad. La caridad perdona todo, cree todo, espera todo, soporta todo” (1Cor 13).

La caridad nos pide querer  el bien de los demás con la misma seriedad con la cual queremos nuestro propio bien (Cfr. Mt 7, 12; 22, 39); hacernos cargo de su crecimiento humano integral según nuestras posibilidades; llevar el peso de sus límites e incluso de sus pecados, como ha hecho Jesús con respecto a todos los hombres, muriendo en la cruz.

La caridad es energía de amor que tiene su fuente en Cristo. Si cultivamos una relación sincera y personal con Él en la oración, en la escucha de su Palabra y en la Eucaristía, Él nos comunica esta energía que plasma nuestra relación con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las cosas. La dinámica de la caridad entra en todas las situaciones concretas y en todas las dimensiones de la vida: salud y enfermedad, gozo y dolor, familia y sociedad, estudio y trabajo, descanso y diversión, comunicación y cultura. Toda persona y toda cosa, todo evento ordinario o extraordinario, toda situación positiva o negativa constituye una posibilidad de bien que se nos ofrece; contiene una palabra, un don y una tarea que Dios nos entrega. Si somos presurosos en cumplir su voluntad, crecemos en la santidad, edificamos la Iglesia, promovemos una convivencia civil justa y pacífica, con un tenor de vida más digno del hombre (Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 40).

Este congreso que hoy se concluye ha propuesto varias líneas de empeño en favor de la salud, de la vida y de la familia.

Corresponde a cada uno de nosotros recorrer estas vías de tal modo que confirmemos nuestra propia vocación y responsabilidad. Pero todos debemos sentirnos enviados a la misión por el Señor Jesús, acompañados por Él y sostenidos por el Espíritu Santo. ¡Ánimo, entonces, adelante, con el coraje y la alegría de la caridad! No imitemos, diría San Francisco de Sales, a aquellos que “comen sin gustar, duermen sin descansar, se  ríen sin alegría, se arrastran en lugar de caminar” sino que hagamos el bien “con cuidado y atención, con perseverancia y prontitud”. (Introducción a la vida devota, 1, 1, 7). Así le pedimos que nos lo conceda a Nuestra Señora de Izamal, amén.

 

 

top