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HOMILÍA DEL CARDENAL ANGELO SODANO,
SECRETARIO DE ESTADO, EN LA MISA EN SUFRAGIO
DE LOS PONTÍFICES PABLO VI Y JUAN PABLO I

Lunes 28 de septiembre de 1998

 

1. Han transcurrido veinte años desde que la divina Providencia dispuso que, en el escaso período de dos meses, los Sumos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo I partieran de este mundo: el primero, después de un largo pontificado, que marcó una época histórica de la Iglesia; el segundo, después de un ministerio tan breve como grato a la memoria del pueblo de Dios.

Nos encontramos en torno al altar para ofrecer el divino sacrificio en sufragio de estas dos almas elegidas. Se halla espiritualmente presente aquí con nosotros el Santo Padre, que me ha encargado la misión de presidir en su nombre esta celebración, a la que se une en la oración.

Este vigésimo aniversario de la muerte de esos dos Pontífices nos impulsa a dirigir la mirada hacia el pasado, más conscientes del gran don que estos Papas fueron para la Iglesia.

2. «Mihi vivere Christus est» (Flp 1, 21). En la vida de Giovanni Battista Montini y Albino Luciani el Espíritu Santo pudo modelar a su gusto la imagen de Cristo, buen Pastor del rebaño. La Iglesia da gracias al Padre, ante todo, por su luminoso ejemplo espiritual y pastoral. En el gran testimonio de amor al pueblo de Dios y de entrega al Evangelio, que los caracterizó, los contemporáneos han podido reconocer la imagen viva de Cristo, aún más perceptible en virtud de sus rasgos de afabilidad y finura de alma.

A pesar de la desproporción temporal entre los dos pontificados, ambos fueron Papas del concilio Vaticano II, de una Iglesia que se siente llevada por el Espíritu a dar nuevo impulso a la evangelización y al diálogo con el mundo contemporáneo.

Al considerar la obra que realizaron, resulta espontáneo remontarse, con gratitud y admiración, a las grandes figuras de Pontífices que Dios ha regalado a su Iglesia en el decurso de este siglo, asegurando así el ministerium unitatis, que es la tarea principal que corresponde, por voluntad de Cristo, a Pedro y a sus sucesores.

3. En este siglo XX Dios ha querido realmente mostrar su Providencia encomendando el gobierno de su Iglesia a una serie extraordinaria de Pontífices, excelentes por su santidad personal y admirablemente en sintonía con las exigencias de sus tiempos, no sólo con respecto a la Iglesia, sino también con respecto a la historia global de la humanidad.

Después del largo pontificado del Papa León XIII, el siglo comenzó bajo el signo de la santidad: Pío X, que tenía como meta instaurare omnia in Christo mediante una catequesis, una liturgia y una piedad eucarística fuertemente unidas a la vida. Benedicto XV, que, sobre el telón de fondo de una época turbulenta de la historia, destaca como guía sabio y clarividente. En el período comprendido entre las dos guerras, Pío XI, que da gran impulso a las misiones, al apostolado de los laicos, a las instituciones culturales y, en las relaciones internacionales, al sistema de concordatos. Pío XII será el maestro que enseña la verdad de la fe y de la moral a un mundo trastornado por la guerra, y pone las bases doctrinales inmediatas del concilio Vaticano II, que convocará su sucesor, Juan XXIII. El Papa Roncalli, pastor muy amado por el pueblo cristiano, animado por un genuino espíritu ecuménico, en su encíclica Pacem in terris trazó al mundo entero el camino de la paz.

4. «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). La Iglesia, construida sobre el sólido fundamento de la fe de Pedro, ha atravesado los siglos prolongando la misión de Cristo. «Sacramentum seu signum et instrumentum intimae cum Deo unionis totiusque generis humani unitatis»: así la define el concilio Vaticano II en el solemne proemio de la constitución dogmática Lumen gentium (n. 1). Y, poco más adelante, el mismo documento conciliar recuerda las inmortales palabras de san Cipriano: la Iglesia es «de unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata» (De orat. Dom., 23: PL 4, 553; cf. Lumen gentium, 4).

Esta Iglesia, convocada en la unidad y sacramento de unidad, está construida sobre la roca de Pedro. «Entre todas las Iglesias y comunidades eclesiales —escribe Su Santidad Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint—, la Iglesia católica es consciente de haber conservado el ministerio del sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha constituido como .principio y fundamento perpetuo y visible de unidad., y que el Espíritu sostiene para que haga partícipes de este bien esencial a todas las demás» (n. 88).

5. El Espíritu Santo es el protagonista de este misterio de comunión. Es como el alma de la Iglesia: «la une en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22)» (Lumen gentium, 4). El Espíritu Santo está en el origen de ese singular carisma que es la fe inquebrantable de Pedro, carisma en el que se apoya el ministerio petrino de apacentar a todo el rebaño y de confirmarlo en la unidad de la fe (cf. Jn 21, 15-19; Lc 22, 32).

Mediante el apóstol Pedro y sus sucesores, el Espíritu asegura la unidad del pueblo de Dios. En este año dedicado al Espíritu Santo queremos alabar al Paráclito por las maravillas que ha obrado a lo largo de los siglos en los Pontífices que se han sucedido en esta Sede apostólica, fundada en la sangre de los mártires.

Cuando afirmamos que el Espíritu creador guía la historia hacia el reino de Dios, sabemos que esto acontece según un misterioso designio que se desarrolla a partir de la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo. Ese designio, que trasciende la dimensión histórica y, al mismo tiempo, la orienta dándole pleno significado, se manifiesta en particular en la vida y en la obra de los que el Pastor eterno «eligió como vicarios de su Hijo y constituyó pastores» (Misal Romano, prefacio de los Apóstoles I). En cada época, especialmente en los períodos más críticos de la historia, los Papas han desempeñado un papel decisivo para invitar y orientar hacia la paz, el diálogo, la esperanza y los grandes valores del hombre.

6. En la Iglesia y para la Iglesia el ministerio petrino se ejerce como servicio de verdad y comunión. Con ocasión de una audiencia general, el Papa Pablo VI se dirigió así a los presentes: «Vosotros, fieles de Jesucristo, que sobre Pedro fundó a su Iglesia, al encontraros con el Papa pensáis en la Iglesia que está concentrada en él, y os sentís en este momento más en comunión que nunca con todos los hermanos en la fe, con toda la comunidad universal de los creyentes, más aún, en cierto sentido, con toda la humanidad. Sí, aquí se halla el centro, el corazón y€la€unidad de€la€catolicidad».

Esta misma convicción se manifiesta en las palabras que su sucesor, el Papa Juan Pablo I, dirigió al Colegio cardenalicio pocos días después de su elección: «Una comunión que cruza los espacios, ignora las diversidades de raza, se enriquece de los valores auténticos, presentes en las varias culturas, hace de pueblos distantes entre sí por ubicación geográfica, por lengua y mentalidad, una única gran familia (...). Bien sabemos nosotros que hemos sido constituidos signo e instrumento de esta unidad; y es nuestro propósito dedicar todas nuestras energías a su defensa y a su incremento» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de septiembre de 1978, p. 8).

Precisamente por ser ministro de la unidad, el Sucesor de Pedro es el primer servidor de la causa ecuménica, la cual, sin embargo, por eso, no puede prescindir del papel que le asignó Cristo en la Iglesia. «El problema de la unidad de los cristianos» .dijo también Pablo  VI. no puede hallar solución «sin la autoridad y el carisma de la unidad, que consideramos como la prerrogativa divina de Pedro».

Mientras ofrecemos el sacrificio eucarístico por las almas del Papa Montini y del Papa Luciani, encomendemos también a su celestial intercesión el camino de la Iglesia hacia el pleno cumplimiento de la oración de su Señor: «Ut omnes unum sint» (Jn 17, 21).

7. Durante su peregrinación terrena, los dos Pontífices que hoy recordamos fueron configurados a Cristo, buen Pastor. Pidamos que él los acoja en las praderas del cielo y los introduzca en la casa del Padre, donde puedan gozar para siempre de la felicidad y la gracia de las que nos ha hablado el salmo responsorial (cf. Sal 22, 1-2.6).

En el trabajo y en las dificultades de la existencia humana y ministerial, ellos dos repitieron con el apóstol Pablo: «Mihi vivere Christus est et mori lucrum» (Flp 1, 21). Que ahora, más allá de la muerte, su vida se transforme plenamente en cántico de alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Amén.

 

 

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