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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO EMBAJADOR DE ITALIA ANTE LA SANTA SEDE


Viernes 17 de diciembre de 2010

 

Señor embajador:

Me complace acoger las cartas con las cuales el presidente de la República italiana lo acredita como embajador extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede. A la vez que le agradezco las nobles palabras que me ha dirigido, extiendo mi saludo al jefe del Estado, a las demás autoridades y a todo el querido pueblo italiano. Continuamente tengo ocasión de constatar cuán fuerte es la conciencia de los vínculos particulares entre la Sede de Pedro e Italia, que encuentran una expresión significativa tanto en la atención que las autoridades civiles tienen por el Sucesor del Príncipe de los Apóstoles y por la Santa Sede, como en el afecto que la gente de Italia me demuestra con tanto entusiasmo aquí en Roma y durante los viajes que realizo en el país, como sucedió recientemente con ocasión de mi visita a Palermo. Quiero asegurar que mi oración acompaña de cerca los acontecimientos alegres y tristes de Italia, para la cual pido al Dador de todo bien que conserve el tesoro precioso de la fe cristiana y le conceda los dones de la concordia y la prosperidad.

En esta feliz circunstancia, junto con mi cordial bienvenida, le expreso mis mejores deseos para la ardua misión que hoy asume oficialmente. En efecto, la embajada de Italia ante la Santa Sede —cuya prestigiosa sede, vinculada también a la memoria de san Carlos Borromeo, visité hace dos años— constituye un importante punto de referencia para las relaciones de intensa colaboración que mantienen la Santa Sede e Italia, no sólo desde el punto de vista bilateral, sino también en el contexto más amplio de la vida internacional. Asimismo, la representación diplomática, cuya guía asume usted, da una importante contribución al desarrollo de relaciones armoniosas entre la comunidad civil y la eclesial en el país, y presta también valiosos servicios al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Estoy seguro de que bajo su dirección esta intensa actividad proseguirá con renovado impulso, y desde ahora le expreso a usted y a sus colaboradores mi vivo reconocimiento.

Como usted ha recordado, han comenzado las celebraciones del 150° aniversario de la unidad de Italia, ocasión para una reflexión no sólo de tipo conmemorativo, sino también de carácter proyectivo, muy oportuna en la difícil fase histórica actual, nacional e internacional. Me alegra que también los pastores y los distintos componentes de la comunidad eclesial estén activamente comprometidos en la evocación del proceso de unificación de la nación que comenzó en 1861.

Ahora bien, uno de los aspectos más relevantes del largo camino, a veces arduo y contrastado, que llevó a la actual fisonomía del Estado italiano, es la búsqueda de una correcta distinción y de formas justas de colaboración entre la comunidad civil y la religiosa, exigencia mucho más sentida en un país como Italia, cuya historia y cultura están tan profundamente marcadas por la Iglesia católica y en cuya capital tiene su sede episcopal la Cabeza visible de esta comunidad, extendida por todo el mundo. Estas características, que desde hace siglos forman parte del patrimonio histórico y cultural de Italia, no se pueden negar, olvidar o marginar; la experiencia de estos 150 años enseña que cuando se ha tratado de hacerlo, se han causado peligrosos desequilibrios y dolorosas fracturas en la vida social del país.

Al respecto, usted ha recordado oportunamente la importancia de los Pactos de Letrán y del Acuerdo de Villa Madama, que fijan las coordenadas de un justo equilibrio de relaciones, del cual se benefician tanto la Sede apostólica como el Estado y la Iglesia en Italia. De hecho, el Tratado de Letrán, al configurar el Estado de la Ciudad del Vaticano y al prever una serie de inmunidades personales y reales, estableció las condiciones para asegurar al Romano Pontífice y a la Santa Sede plena soberanía e independencia, como protección de su misión universal. A su vez, el Acuerdo de modificación del Concordato apunta fundamentalmente a garantizar el pleno ejercicio de la libertad religiosa, es decir, del derecho que histórica y objetivamente es el primero entre los derechos fundamentales de la persona humana. Por eso, es de gran importancia observar y, al mismo tiempo, desarrollar la letra y el espíritu de esos acuerdos y de los que han derivado de ellos, recordando que han garantizado y pueden seguir garantizando una serena convivencia de la sociedad italiana.

Esos pactos internacionales no son expresión de una voluntad de la Iglesia o de la Santa Sede de obtener poder, privilegios o posiciones ventajosas económica y socialmente, ni con ellos se quiere rebasar el ámbito que es propio de la misión que el divino Fundador asignó a su comunidad en la tierra. Al contrario, esos acuerdos tienen su fundamento en la justa voluntad de parte del Estado de garantizar a las personas y a la Iglesia el pleno ejercicio de la libertad religiosa, derecho que no sólo tiene una dimensión personal, porque «la misma naturaleza social del hombre exige que este exprese externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese de modo comunitario su religión» (Dignitatis humanae, 3). La libertad religiosa, por tanto, es un derecho, no sólo de la persona, sino también de la familia, de los grupos religiosos y de la Iglesia (cf. ib., 4-5.13), y el Estado está llamado a tutelar, además de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y de religión, también el papel legítimo de la religión y de las comunidades religiosas en la esfera pública.

El recto ejercicio y el correspondiente reconocimiento de este derecho permiten a la sociedad valerse de los recursos morales y de la generosa actividad de los creyentes. Por eso, no se puede pensar que se logrará el auténtico progreso social recorriendo el camino de la marginación o incluso del rechazo explícito del factor religioso, como en nuestros tiempos se tiende a hacer con distintas modalidades. Una de estas es, por ejemplo, el intento de eliminar de los lugares públicos la exposición de los símbolos religiosos, en primer lugar del crucifijo, que ciertamente es el emblema por excelencia de la fe cristiana, pero que, al mismo tiempo, habla a todos los hombres de buena voluntad y, como tal, no es un factor que discrimine. Deseo expresar mi aprecio al Gobierno italiano que al respecto ha actuado según una correcta visión de la laicidad y a la luz de su historia, cultura y tradición, encontrando en esto el apoyo positivo también de otras naciones europeas.

Mientras que en algunas sociedades se realizan intentos de marginar la dimensión religiosa, las crónicas recientes nos atestiguan que en nuestros días también se llevan a cabo violaciones abiertas de la libertad religiosa. Frente a esta dolorosa realidad, la sociedad italiana y sus autoridades han demostrado una sensibilidad especial por la suerte de las minorías cristianas, que, por su fe, sufren violencias, son discriminadas o se ven obligadas a una emigración forzosa de su patria. Espero que crezca en todas partes la conciencia de esta problemática y, por consiguiente, se intensifiquen los esfuerzos por ver realizado, en todas partes y para todos, el pleno respeto de la libertad religiosa. Estoy seguro de que al compromiso de parte de la Santa Sede en ese sentido no le faltará el apoyo de Italia en ámbito internacional.

Señor embajador, concluyendo mis reflexiones, deseo asegurarle que, en el cumplimiento de la alta misión que se le ha confiado, podrá contar con mi apoyo y el de mis colaboradores. De modo especial, invoco sobre estos inicios la protección de la Madre de Dios, tan amada y venerada en toda la península, y de los patrones de la nación, los santos Francisco de Asís y Catalina de Siena, y le imparto de corazón a usted, a su familia, a sus colaboradores y al querido pueblo italiano la bendición apostólica.



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