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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN LA APERTURA DE LA ASAMBLEA ECLESIAL DE LA DIÓCESIS DE ROMA


Basílica de San Juan de Letrán
Martes 15 de junio de 2010

 

Queridos hermanos y hermanas:

Dice el Salmo: «Ved: qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos» (Sal 133, 1). Es realmente así: para mí es motivo de profunda alegría encontrarme de nuevo con vosotros y compartir todo el bien —y es mucho— que las parroquias y las demás realidades eclesiales de Roma han realizado en este año pastoral. Saludo con afecto fraterno al cardenal vicario y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido y el empeño que diariamente pone en el gobierno de la diócesis, en el apoyo a los sacerdotes y a las comunidades parroquiales. Saludo a los obispos auxiliares, a todo el presbiterio y a cada uno de vosotros. Dirijo un saludo cordial a todos los que están enfermos y pasan por dificultades especiales, asegurándoles mi oración.

Como ha recordado el cardenal Vallini, desde el año pasado estamos comprometidos en la verificación de la pastoral ordinaria. Esta tarde reflexionamos sobre dos puntos de primordial importancia: «Eucaristía dominical y testimonio de la caridad». Conozco el gran trabajo que han realizado las parroquias, las asociaciones y los movimientos mediante encuentros de formación y de confrontación, para profundizar y vivir mejor estos dos componentes fundamentales de la vida y de la misión de la Iglesia y de cada creyente. Esto también ha favorecido la corresponsabilidad pastoral que, en la diversidad de los ministerios y de los carismas, debe extenderse cada vez más si deseamos realmente que el Evangelio llegue al corazón de cada habitante de Roma. Ya se ha hecho mucho y damos gracias al Señor por ello; pero todavía queda mucho por hacer, siempre con su ayuda.

La fe nunca puede darse por supuesta, porque cada generación necesita recibir este don mediante el anuncio del Evangelio y conocer la verdad que Cristo nos ha revelado. La Iglesia, por tanto, siempre está comprometida en proponer a todos la herencia de la fe, que incluye también la doctrina sobre la Eucaristía —misterio central en el que «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Presbyterorum ordinis, 5)—; doctrina que, lamentablemente hoy no se comprende suficientemente en su valor profundo y en su relevancia para la existencia de los creyentes. Por esto, es importante que las distintas comunidades de nuestra diócesis de Roma perciban como una exigencia un conocimiento más profundo del misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Al mismo tiempo, con el espíritu misionero que queremos alimentar, es necesario que se extienda el compromiso de anunciar esa fe eucarística, para que todo hombre se encuentre con Jesucristo, que nos ha revelado al Dios «cercano», amigo de la humanidad, y de testimoniarla con una elocuente vida de caridad.

En toda su vida pública Jesús, mediante la predicación del Evangelio y los signos milagrosos, anunció la bondad y la misericordia del Padre para con el hombre. Esta misión alcanzó su culmen en el Gólgota, donde Cristo crucificado reveló el rostro de Dios, para que el hombre, contemplando la cruz, pueda reconocer la plenitud del amor (cf. Deus caritas est, 12). El sacrificio del Calvario se anticipa mistéricamente en la última Cena, cuando Jesús, compartiendo con los Doce el pan y el vino, los transforma en su cuerpo y en su sangre, que poco después ofrecería como Cordero inmolado. La Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo, de su amor hasta el final por cada uno de nosotros, memorial que él quiso confiar a la Iglesia para que se celebrara a lo largo de los siglos. Según el significado del verbo hebreo zakar, el «memorial» no es simple recuerdo de algo que sucedió en el pasado, sino celebración que actualiza ese acontecimiento, reproduciendo su fuerza y su eficacia salvífica. Así «hace presente y actual el sacrificio que Cristo ofreció al Padre, una vez para siempre, en la cruz, en favor de la humanidad» (Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, 280). Queridos hermanos y hermanas, en nuestro tiempo no se ama la palabra sacrificio; más aún, parece que pertenece a otras épocas y a otra manera de entender la vida. Sin embargo, bien comprendida, es y sigue siendo fundamental, porque nos revela con qué amor nos ama Dios en Cristo.

En la ofrenda que Jesús hace de sí mismo encontramos toda la novedad del culto cristiano. En la antigüedad los hombres ofrecían en sacrificio a las divinidades los animales o las primicias de la tierra. Jesús, en cambio, se ofrece a sí mismo, ofrece su cuerpo y toda su existencia: él mismo en persona se convierte en el sacrificio que la liturgia ofrece en la santa misa. En efecto, con la consagración el pan y el vino se convierten en su verdadero cuerpo y sangre. San Agustín invitaba a sus fieles a no detenerse en lo que aparecía a su vista, sino a ir más allá: «Reconoced en el pan —decía— el mismo cuerpo que colgó de la cruz, y en el cáliz a la misma sangre que brotó de su costado» (Sermón 228 b, 2). Para explicar esta conversión, la teología ha acuñado la palabra «transubstanciación», palabra que resonó por primera vez en esta basílica durante el IV concilio de Letrán, del cual dentro de cinco años se celebrará el VIII centenario. En aquella ocasión se introdujeron en la profesión de fe las siguientes expresiones: «Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contienen verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies del pan y del vino, después de transubstanciados, por virtud divina, el pan en el cuerpo y el vino en la sangre» (DS, 802). Por tanto, es fundamental que en los itinerarios de educación de los niños, los adolescentes y los jóvenes en la fe, al igual que en los «centros de escucha» de la Palabra de Dios, se subraye que en el sacramento de la Eucaristía Cristo está verdadera, real y substancialmente presente.

La santa misa, celebrada respetando las normas litúrgicas y con una adecuada valorización de la riqueza de los signos y de los gestos, favorece y promueve el crecimiento de la fe eucarística. En la celebración eucarística nosotros no inventamos nada, sino que entramos en una realidad que nos precede, más aún, que abraza cielo y tierra y, por tanto, también pasado, futuro y presente. Esta apertura universal, este encuentro con todos los hijos y las hijas de Dios es la grandeza de la Eucaristía: salimos al encuentro de la realidad de Dios presente en el cuerpo y sangre del Resucitado entre nosotros. Por tanto, las prescripciones litúrgicas dictadas por la Iglesia no son cosas exteriores, sino que expresan concretamente esta realidad de la revelación del cuerpo y sangre de Cristo, y así la oración revela la fe según el antiguo principio lex orandi, lex credendi. Por esto, podemos decir que «la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada» (Sacramentum caritatis, 64). Es preciso que en la liturgia se manifieste con claridad la dimensión trascendente, la del Misterio, del encuentro con lo divino, que ilumina y eleva también la «horizontal», o sea, el vínculo de comunión y de solidaridad que existe entre cuantos pertenecen a la Iglesia. En efecto, cuando prevalece esta última no se comprende plenamente la belleza, la profundidad y la importancia del misterio celebrado. Queridos hermanos en el sacerdocio, en el día de la ordenación sacerdotal, el obispo os confió la tarea de presidir la Eucaristía. Apreciad siempre el ejercicio de esta misión: celebrad los misterios divinos con intensa participación interior, para que los hombres y las mujeres de nuestra ciudad puedan ser santificados, puestos en contacto con Dios, verdad absoluta y amor eterno.

Y tengamos presente también que la Eucaristía, vinculada a la cruz, a la resurrección del Señor, ha dictado una nueva estructura a nuestro tiempo. Cristo resucitado se manifestó el día siguiente al sábado, el primer día de la semana, día del sol y de la creación. Desde el principio los cristianos han celebrado su encuentro con Cristo resucitado, la Eucaristía, en este primer día, en este nuevo día del verdadero sol de la historia, Cristo resucitado. Y así el tiempo comienza siempre de nuevo con el encuentro con Cristo resucitado, y este encuentro da contenido y fuerza a la vida de cada día. Por esto, para nosotros, los cristianos, es muy importante seguir este ritmo nuevo del tiempo, encontrarnos con Cristo resucitado los domingos y así «tomar» con nosotros su presencia, que nos transforme y transforme nuestro tiempo. Además, invito a todos a redescubrir la fecundidad de la adoración eucarística: delante del Santísimo Sacramento experimentamos de modo totalmente especial el «permanecer» de Jesús que él mismo, en el Evangelio de san Juan, pone como condición necesaria para dar mucho fruto (cf. Jn 15, 5) y evitar que nuestra acción apostólica se limite a un activismo estéril, sino que sea testimonio del amor de Dios.

La comunión con Cristo también es siempre comunión con su cuerpo que es la Iglesia, como recuerda el apóstol san Pablo diciendo: «El pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? Porque todos los que participamos de un solo pan, aun siendo muchos, formamos un solo pan y un solo cuerpo» (1 Co 10, 16-17). De hecho, la Eucaristía es la que transforma a un simple grupo de personas en comunidad eclesial: la Eucaristía hace la Iglesia. Por consiguiente, es fundamental que la celebración de la santa misa sea efectivamente el culmen, la «estructura fundamental» de la vida de toda comunidad parroquial. Exhorto a todos a cuidar al máximo, incluso mediante grupos litúrgicos, la preparación y la celebración de la Eucaristía, a fin de que quienes participen en ella puedan encontrarse con el Señor. Es Cristo resucitado quien se hace presente entres nosotros hoy y nos reúne a su alrededor. Alimentándonos de él nos vemos liberados de los vínculos del individualismo y, por medio de la comunión con él, nos convertimos nosotros mismos, juntos, en una cosa sola, en su Cuerpo místico. Así se superan las diferencias debidas a la profesión, a la clase social o a la nacionalidad, porque descubrimos que somos miembros de una única gran familia, la de los hijos de Dios, en la que a cada uno se le da una gracia particular para la utilidad común. El mundo y los hombres no necesitan otra agregación social, sino que necesitan la Iglesia, que es en Cristo como un sacramento, es decir, «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1), llamada a hacer que sobre todas las gentes resplandezca la luz del Señor resucitado.

Jesús vino para revelarnos el amor del Padre, porque «el hombre no puede vivir sin amor» (Juan Pablo II, Redemptor hominis, 10). En efecto, el amor es la experiencia fundamental de todo ser humano, lo que da significado a la vida diaria. También nosotros, alimentados con la Eucaristía, siguiendo el ejemplo de Cristo, vivimos para él, para ser testigos del amor. Al recibir el Sacramento, entramos en comunión de sangre con Jesucristo. En la concepción judía, la sangre indica la vida; así, podemos decir que, alimentándonos del cuerpo de Cristo, acogemos la vida de Dios y aprendemos a mirar la realidad con sus ojos, abandonando la lógica del mundo para seguir la lógica divina del don y de la gratuidad. San Agustín recuerda que durante una visión le pareció oír la voz del Señor que le decía: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Mas no me transformarás en ti como al manjar de tu carne, sino que tú te transformarás en mí» (cf. Confesiones VII, 10, 16). Cuando recibimos a Cristo, el amor de Dios se expande en lo íntimo de nuestro ser, modifica radicalmente nuestro corazón y nos hace capaces de gestos que, por la fuerza difusiva del bien, pueden transformar la vida de quienes están a nuestro lado. La caridad es capaz de generar un cambio auténtico y permanente de la sociedad, actuando en el corazón y en la mente de los hombres, y cuando se vive en la verdad «es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (Caritas in veritate, 1). Para el discípulo de Jesús el testimonio de la caridad no es un sentimiento pasajero sino, al contrario, es lo que plasma la vida en toda circunstancia. Os aliento a todos, especialmente a la Cáritas y a los diáconos, a comprometeros en el delicado y fundamental campo de la educación en la caridad, como dimensión permanente de la vida personal y comunitaria.

Nuestra ciudad pide a los discípulos de Cristo, además de un renovado anuncio del Evangelio, un testimonio más claro y límpido de la caridad. Con el lenguaje del amor, deseoso del bien integral del hombre, la Iglesia habla a los habitantes de Roma. En estos años de mi ministerio como Obispo vuestro, he visitado distintos lugares donde la caridad se vive de modo intenso. Estoy agradecido a cuantos están comprometidos en las diversas instituciones caritativas, por la dedicación y la generosidad con que sirven a los pobres y a los marginados. Las necesidades y la pobreza de numerosos hombres y mujeres nos interpelan profundamente: cada día es Cristo mismo quien, en los pobres, nos pide que le demos de comer y de beber, que lo visitemos en los hospitales y en las cárceles, que lo acojamos y lo vistamos. La Eucaristía celebrada nos impone y, al mismo tiempo, nos hace capaces de ser también nosotros pan partido para los hermanos, saliendo al encuentro de sus necesidades y entregándonos nosotros mismos. Por esto una celebración eucarística que no lleve a encontrarse con los hombres allí donde viven, trabajan y sufren, para llevarles el amor de Dios, no manifiesta la verdad que encierra. Para ser fieles al misterio que se celebra en los altares, como nos exhorta el apóstol san Pablo, debemos ofrecer nuestro cuerpo, nuestro ser, como sacrificio espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1) en las circunstancias que requieren hacer que muera nuestro yo y constituyen nuestro «altar» cotidiano. Los gestos de compartir crean comunión, renuevan el tejido de las relaciones interpersonales, inclinándolas a la gratuidad y al don, y permiten la construcción de la civilización del amor. En un tiempo como el actual de crisis económica y social, seamos solidarios con quienes viven en la indigencia, para ofrecer a todos la esperanza de un mañana mejor y digno del hombre. Si vivimos realmente como discípulos del Dios-caridad, ayudaremos a los habitantes de Roma a descubrir que son hermanos e hijos del único Padre.

La naturaleza misma del amor requiere opciones de vida definitivas e irrevocables. Me dirijo en particular a vosotros, queridos jóvenes: no tengáis miedo de elegir el amor como la regla suprema de la vida. Non tengáis miedo de amar a Cristo en el sacerdocio y, si en el corazón sentís la llamada del Señor, seguidlo en esta extraordinaria aventura de amor, abandonándoos con confianza a él. No tengáis miedo de formar familias cristianas que vivan el amor fiel, indisoluble y abierto a la vida. Testimoniad que el amor, como lo vivió Cristo y como lo enseña el Magisterio de la Iglesia, no quita nada a nuestra felicidad; al contrario, da la alegría profunda que Cristo prometió a sus discípulos.

Que la Virgen María acompañe con su intercesión maternal el camino de nuestra Iglesia de Roma. María, que vivió de modo totalmente singular la comunión con Dios y el sacrificio de su propio Hijo en el Calvario, nos obtenga vivir cada vez más intensa, plena y conscientemente el misterio de la Eucaristía, para anunciar con la palabra y la vida el amor que Dios alberga por todo hombre. Queridos amigos, os aseguro mi oración y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica. Gracias.



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