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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA


Sala Clementina
Jueves 7 de febrero de 2013

 

Queridos amigos:

Me alegra verdaderamente encontrarme con vosotros en la apertura de los trabajos de la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, en la que estaréis dedicados a comprender y profundizar —como ha dicho el presidente—, desde diversas perspectivas, las «culturas juveniles emergentes». Saludo cordialmente al presidente, cardenal Gianfranco Ravasi, y le agradezco las corteses palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Saludo a los miembros, a los consultores y a todos los colaboradores del dicasterio, deseando un proficuo trabajo que ofrecerá una contribución útil a la acción que la Iglesia realiza respecto a la realidad juvenil; una realidad, como se ha dicho, compleja y articulada, que ya no puede comprenderse dentro de un universo cultural homogéneo, sino más bien en un horizonte que puede definirse «multiverso», es decir, determinado por una pluralidad de visiones, de perspectivas, de estrategias. Por eso es oportuno hablar de «culturas juveniles», considerado que los elementos que distinguen y diferencian los fenómenos y los ámbitos culturales prevalecen sobre aquellos que, aun presentes, por el contrario los asocian. Numerosos factores concurren, en efecto, a diseñar un panorama cultural cada vez más fragmentado y en continua y velocísima evolución, al que por cierto no son extraños los medios de comunicación social, los nuevos instrumentos de comunicación que favorecen y, a veces, provocan ellos mismos continuos y rápidos cambios de mentalidad, de costumbre, de comportamiento.

Se constata de este modo un clima difundido de inestabilidad que toca el ámbito cultural, así como el político y económico —este último marcado también por las dificultades de los jóvenes de encontrar un trabajo—, para incidir sobre todo a nivel psicológico y relacional. La incertidumbre y la fragilidad que caracterizan a muchos jóvenes, a menudo los impulsan a la marginación, los hacen casi invisibles y ausentes de los procesos históricos y culturales de las sociedades. Y cada vez más frecuentemente fragilidad y marginalidad desembocan en fenómenos de dependencia de las drogas, de desviación, de violencia. La esfera afectiva y emotiva, el ámbito de los sentimientos, como el de la corporeidad, están fuertemente afectados por este clima y por la situación cultural que deriva de él, manifestada, por ejemplo, por fenómenos aparentemente contradictorios, como la espectacularización de la vida íntima y personal y la cerrazón individualista y narcisista respecto a las propias necesidades e intereses. También la dimensión religiosa, la experiencia de fe y la pertenencia a la Iglesia son vividas a menudo en una perspectiva privada y emotiva.

No faltan, sin embargo, fenómenos decididamente positivos. Los impulsos generosos y valientes de numerosos jóvenes que dedican a sus hermanos más necesitados sus mejores energías; las experiencias de fe sincera y profunda de muchos muchachos y muchachas que, con alegría, testimonian su pertenencia a la Iglesia; los esfuerzos realizados para construir, en muchas partes del mundo, sociedades capaces de respetar la libertad y la dignidad de todos, comenzando por los más pequeños y débiles. Todo esto nos conforta y nos ayuda a bosquejar un cuadro más preciso y objetivo de las culturas juveniles. Por tanto, no nos podemos contentar con leer los fenómenos culturales juveniles según paradigmas consolidados, pero que ahora se han convertido en lugares comunes, o analizarlos con métodos que ya no son útiles, partiendo de categorías culturales superadas y no adecuadas.

Nos hallamos, en definitiva, frente a una realidad muy compleja, pero también fascinante, que hay que comprender de manera profunda y amar con gran espíritu de empatía, una realidad cuyas líneas de fondo y desarrollos es necesario saber captar con atención. Mirando, por ejemplo, a los jóvenes de muchos países del así llamado «tercer mundo», nos damos cuenta de que representan, con sus culturas y con sus necesidades, un desafío para la sociedad del consumismo globalizado, para la cultura de los privilegios consolidados, de la que se beneficia un reducido grupo de la población del mundo occidental. Las culturas juveniles, en consecuencia, se transforman en «emergentes» también en el sentido de que manifiestan una necesidad profunda, un pedido de ayuda o incluso una «provocación», que no puede ser ignorada o descuidada ya sea por la sociedad civil, ya sea por la comunidad eclesial. Muchas veces he manifestado, por ejemplo, mi preocupación y la de toda la Iglesia por la así llamada «emergencia educativa», a la que se suman seguramente otras «emergencias», que tocan las diversas dimensiones de la persona y sus relaciones fundamentales, y a las cuales no se puede responder de modo evasivo y banal. Pienso, por ejemplo, en la creciente dificultad en el campo laboral o en la fatiga de ser fieles en el tiempo a las responsabilidades asumidas. De ahí derivaría, para el futuro del mundo y de toda la humanidad, un empobrecimiento no sólo económico y social sino sobre todo humano y espiritual: si los jóvenes ya no esperaran y no progresaran, si no introdujeran en las dinámicas históricas su energía, su vitalidad, su capacidad de anticipar el futuro, nos encontraríamos con una humanidad replegada en sí misma, privada de confianza y de una mirada positiva hacia el futuro.

Aunque somos conscientes de las numerosas situaciones problemáticas que tocan también el ámbito de la fe y de la pertenencia a la Iglesia, queremos renovar nuestra confianza en los jóvenes, reafirmar que la Iglesia mira su condición, sus culturas, como un punto de referencia esencial e ineludible para su acción pastoral. Por eso querría retomar nuevamente algunos pasajes significativos del Mensaje que el Concilio Vaticano II dirigió a los jóvenes, a fin de que sea motivo de reflexión y de estímulo para las nuevas generaciones. Ante todo, en este Mensaje se afirmaba: «La Iglesia os mira con confianza y amor… Posee lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas». Por tanto, el venerable Pablo VI dirigía este llamamiento a los jóvenes del mundo: «En el nombre de este Dios y de su hijo, Jesús, os exhortamos a ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del mundo, a escuchar la llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio vuestras energías. Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de males. Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros. Y edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores».

También yo quiero reafirmarlo con fuerza: la Iglesia tiene confianza en los jóvenes, espera en ellos y en sus energías, tiene necesidad de ellos y de su vitalidad, para seguir viviendo con renovado impulso la misión que le confió Cristo. Deseo vivamente, pues, que el Año de la fe sea, también para las jóvenes generaciones, una ocasión valiosa para reencontrar y reforzar la amistad con Cristo, de la cual hacer brotar la alegría y el entusiasmo para transformar profundamente las culturas y las sociedades.

Queridos amigos, agradeciéndoos el empeño que con generosidad ponéis al servicio de la Iglesia, y por la atención especial que dirigís a los jóvenes, de corazón os imparto mi bendición apostólica. Gracias.



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