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JORNADA MUNDIAL DE LA CARIDAD

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 16 de mayo de 1999

 

1. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (Salmo responsorial).

Estas palabras del Salmo responsorial son un eco de los conmovedores testimonios que se han presentado antes de la celebración eucarística, ilustrando con la fuerza de la experiencia vivida el tema de este encuentro mundial: «Reconciliación en la caridad». En toda situación, incluso en la más dramática, el cristiano hace suya la invocación del Salmista: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (...). Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 26, 1.8-9). Esas palabras nos infunden valentía, alimentan nuestra esperanza y nos impulsan a gastar todas nuestras energías para hacer que el rostro del Señor resplandezca como luz en nuestra existencia. Por tanto, buscar el rostro del Señor significa aspirar a la comunión plena con él, amarlo sobre todas las cosas y con todas las fuerzas, pero el camino más concreto para encontrarlo es amar al hombre, en cuyo rostro brilla el del Creador.

Se acaban de presentar en esta plaza algunos testimonios que han puesto de relieve los prodigios que Dios realiza a través del servicio generoso de un gran número de hombres y mujeres, que hacen de su existencia un don de amor a los demás, un don que no se detiene ni siquiera ante el que lo rechaza. Estos hermanos y hermanas nuestros, junto con otros muchos voluntarios en todos los lugares de la tierra, atestiguan con su ejemplo que amar al prójimo es el camino para llegar a Dios y hacer que se reconozca su presencia también en nuestro mundo, tan distraído e indiferente.

2. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida».

La Iglesia, sostenida por la palabra de Dios, no deja de proclamar la bondad del Señor. Donde hay odio, anuncia el amor y el perdón; donde hay guerra, la reconciliación y la paz; donde hay soledad, la acogida y la solidaridad. Prolonga en todos los lugares de la tierra la oración de Cristo, que resuena en el evangelio de hoy: «Que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). El hombre, hoy más que nunca, necesita conocer a Dios para poner en sus manos, con una actitud de abandono confiado, la debilidad de su naturaleza herida. Siente, a veces de modo inconsciente, la necesidad de experimentar el amor divino que lo ha ce renacer a una vida nueva.

Toda comunidad eclesial, mediante diversas formas de apostolado que la ponen en contacto con antiguas y nuevas formas de pobreza, tanto espiritual como material, está llamada a favorecer este encuentro con el «único Dios verdadero» y con su enviado, Jesucristo. La mueve e impulsa la convicción de que ayudar a los demás no significa simple mente dar un apoyo y una ayuda mate rial, sino, sobre todo, llevarlos, con el testimonio de la propia disponibilidad, a experimentar la bondad divina, que se revela con especial fuerza en la mediación humana de la caridad fraterna.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, me alegra mucho acogeros hoy en gran número, con ocasión de la Jornada de la caridad, organizada por el Consejo pontificio «Cor unum». Con agrado celebro la eucaristía con vosotros y para vosotros, recordando a todos los «testigos de la caridad», quienes en todo el mundo luchan por vencer la injusticia y la miseria que, por desgracia, siguen presentes de muchas formas evidentes y ocultas. Pienso aquí en los innumerables rostros del voluntariado que inspira su acción en el Evangelio: institutos religiosos y asociaciones de caridad cristiana, organizaciones de promoción humana y servicio misionero, grupos de compromiso civil e instituciones de acción social, educativa y cultural. Vuestras actividades abarcan todos los campos de la existencia humana, y vuestras intervenciones llegan a muchísimas personas que atraviesan dificultades. Os expreso a cada uno mi estima y mi aliento.

Doy las gracias a monseñor Paul Josef Cordes y a los colaboradores del Consejo pontificio «Cor unum», que han organizado este encuentro. Se sitúa en el marco del año de preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000, dedicado al Padre celestial, rico en bondad y misericordia. Doy las gracias a cuantos han brindado su testimonio y a todos los que han querido tomar parte en esta asamblea tan significativa.

Deseo, además, alentaros a cada uno a proseguir esta noble misión, que os compromete como hijos de la Iglesia en los lugares donde el hombre sufre y vive situaciones de pobreza. A todas las personas con quienes tengáis contacto llevadles el consuelo de la solidaridad cristiana; proclamadles y testimoniadles con vigor a Cristo, Redentor del hombre. Él es la esperanza que ilumina el camino de la humanidad. Os impulse y sostenga el testimonio de los santos, en particular el de san Vicente de Paúl, patrono de todas las asociaciones caritativas.

4. Es consolador constatar cómo se multiplican en nuestra época las intervenciones del voluntariado, que une mediante acciones humanitarias a personas de origen, cultura y religión diferentes. Surge espontáneamente en el corazón el deseo de dar gracias al Señor por este movimiento creciente de atención al hombre, de filantropía generosa y de solidaridad compartida. El cristiano está llamado a dar su contribución específica a esta vasta acción humanitaria, pues sabe que en la sagrada Escritura la exhortación a amar al prójimo está vinculada al mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc 12, 29-31).

¡Cómo no subrayar esta fuente divina del servicio a los hermanos! Sí, el amor al prójimo sólo corresponde al mandato y al ejemplo de Cristo si va unido al amor a Dios. Jesús, que da su vida por los pecadores, es signo vivo de la bondad de Dios; del mismo modo, el cristiano, a través de su entrega generosa, hace que los hermanos con quienes entra en contacto experimenten el amor misericordioso y providente del Padre celestial.

Ciertamente, el perdón, que nace del amor al enemigo, es la más alta manifestación de la caridad divina. A este propósito, Jesús afirma que no constituye un mérito particular amar a quienes son nuestros amigos y nos benefician (cf. Mt 5, 46-47). Tiene verdadero mérito el que ama a su enemigo. Pero ¿quién tendría la fuerza para coronar una cima tan sublime, si no estuviera sostenido por el amor a Dios? Ante nuestros ojos se presentan en este momento las nobles figuras de heroicos servidores del amor que, en nuestro siglo, dieron su vida por sus hermanos, muriendo para cumplir el mayor mandamiento de Cristo. Al mismo tiempo que acogemos su enseñanza, estamos invitados a seguir sus huellas, conscientes de que el cristiano expresa su amor a Jesús con la entrega a los demás, pues lo que hace al más pequeño de sus hermanos, lo hace a su Señor (cf. Mt 25, 31-46).

5. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, con algunas mujeres, entre ellas María, la Madre de Jesús» (Hch 1, 14).

Ciertamente, icono del voluntariado es el buen samaritano, que atendió con prontitud al viandante desconocido que había caído en manos de los salteadores mientras bajaba de Jerusalén a Jericó (cf. Lc 10, 30-37). Además de esta imagen, que debemos contemplar siempre, la liturgia nos presenta hoy otra: en el cenáculo, los Apóstoles y María perseveraban en la oración, a la espera de recibir el Espíritu Santo.

La acción presupone la contemplación: de ella brota y se alimenta. No podemos dar amor a los hermanos, si antes no lo recibimos de la fuente auténtica de la caridad divina, y esto sucede sólo después de tiempos prolongados de oración, de escucha de la palabra de Dios y de adoración de la Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana. Oración y compromiso activo constituyen un binomio vital, inseparable y fecundo.

Amadísimos hermanos y hermanas, que estos dos «iconos del amor» inspiren toda vuestra acción y vuestra vida entera. Que María, Virgen de la escucha, os obtenga del Espíritu Santo a cada uno el don de la caridad; y os convierta a todos en artífices de la cultura de la solidaridad y en constructores de la civilización del amor. Amén.

 



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