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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 1986

 

Venerados hermanos e hijos queridísimos:

1. Iglesias jóvenes

La solemnidad de Pentecostés que, entre las celebraciones litúrgicas, se propone reavivar en todos los fieles la conciencia de que la Iglesia debe anunciar el mensaje de Jesús en todo el mundo, dedica, este año, especial atención a la circunstancia del 60 aniversario de la Jornada Misionera mundial.

Adquiere por eso particular significado la costumbre de hacer llegar a todo el Pueblo de Dios —precisamente el domingo de Pentecostés— un Mensaje especial para esta "gran Jornada de la catolicidad", como la quisieron llamar desde su origen (cf. Carta del cardenal Van Rossum, Prefecto de Propaganda Fide, a los Obispos de Italia).

Hoy, al percibir mejor que nunca la visión global de las necesidades de todas y cada una de las Iglesias, sentirnos más apremiante el empeño por identificar nuevamente la vocación fundamental de anuncio, testimonio y servicio al Evangelio; sentimos más impelente la necesidad de ayudar a los misioneros, sean éstos sacerdotes, religiosos, religiosas, y también jóvenes plenamente comprometidos en una vida de consagración a Dios en el mundo o laicos voluntarios que dan su aportación al desarrollo de las Iglesias jóvenes. Llegue mi saludo, mi gratitud y estima, a todos aquellos que, por doquier, anuncian el misterio de Cristo, único y verdadero Redentor de la humanidad.

2. Sentido catequético del Domingo mundial de las Misiones

¿Qué nos dicen los sesenta años de historia de la Jornada Misionera mundial?

Al comienzo de esta historia escuchamos la voz genuina de una pequeña porción del Pueblo de Dios que, con su adhesión a la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe, supo hacerse intérprete de la misión universal de la Iglesia católica que, por su misma naturaleza, se inserta en las diversas culturas locales, sin perder nunca su profunda identidad de ser "sacramento universal de salvación" (cf. Lumen gentium, 48; Ad gentes, 1). Y cuando la sugerencia para la institución de esta Jornada llegó a la Sede de Pedro, su promotor Pío XI, de feliz memoria, la acogió inmediatamente, exclamando: "Es ésta una idea que viene del cielo".

La iniciativa, confiada a las Obras Misionales Pontificias, especialmente a la Obra de la Propagación de la Fe, ha tenido siempre como objetivo dar al Pueblo de Dios conciencia de la necesidad de implorar, promover y sostener las vocaciones misioneras, y de la obligación de cooperar espiritual y materialmente a la causa misionera de la Iglesia.

Hay que dar realmente gracias al Señor de que tantos hijos suyos, tantas familias cristianas, educados en el espíritu evangélico del amor desinteresado, hayan respondido a las consignas de la Jornada Misionera con admirables ejemplos de "caridad universal", evidenciada con tantos sacrificios y plegarias ofrecidas por los misioneros, y a menudo con la colaboración directa de sus fatigas apostólicas.

Esto induce a pensar que la Jornada Misionera mundial puede y debe ser, en la vida de cada una de las Iglesias particulares, ocasión para llevar a la práctica la pastoral de catequesis permanente de abierta dimensión misionera, proponiendo a cada uno de los bautizados y de las comunidades cristianas, un programa de vida "evangelizada y evangelizadora".

El problema, siempre actual en la Iglesia, de la dilatación del reino de Dios entre los pueblos no-cristianos, ha estado de continuo presente en mi mente desde el comienzo de mi ministerio apostólico de Pastor universal de la Iglesia que coincidió —diría que providencialmente— con el domingo 22 de octubre de 1978, aquel año Jornada Misionera mundial. Por eso, como he tenido ya ocasión de recordar en otras muchas circunstancias, me he hecho, año tras año, "catequista itinerante" para ponerme en contacto con los numerosos grupos de población que no conocen todavía a Cristo; para compartir tanto las riquezas espirituales de las Iglesias jóvenes como sus necesidades y sufrimientos, así como sus esfuerzos para que la fe cristiana ahonde cada vez más sus raíces en las respectivas culturas; para estimular a todos aquellos que trabajan en los puestos avanzados de tan ingente empresa evangelizadora, a fin de que, con su vida, den siempre testimonio de credibilidad, sobre todo a los jóvenes, del mensaje evangélico que anunciamos.

3. Urgencia de una nueva evangelización

Todos sabemos la trascendencia que la experiencia de un renovado Pentecostés, vivido gracias al Concilio Vaticano II, ha tenido para la historia de los últimos veinte años.

En aquel evento extraordinario, la Iglesia adquirió más clara conciencia de sí misma y de su misión, proyectándose en un diálogo abierto con toda la familia humana para hacer propias "las alegrías y esperanzas, las tristezas, angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los que sufren" (Gaudium et spes, 1).

La Iglesia ha hecho todo lo posible para traducir en firme realidad la comunión de Dios con la comunidad de los hombres y la comunión de los hombres entre sí, mediante una catequesis constante derivada del Concilio Vaticano II; pero, al mismo tiempo, ha tenido que hacer frente al drama más profundo de nuestra época, "la ruptura entre Evangelio y cultura" (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 20).

De ahí el deber cada vez más apremiante de centrar la misión global de la Iglesia en su acción fundamental: "la evangelización", el anuncio a los pueblos, que hace descubrir quién es Jesucristo para nosotros.

Veinte años después del Concilio, el impulso renovador de un nuevo Pentecostés ha avivado también el Sínodo Extraordinario de los Obispos, del que me hice promotor para que todos los miembros del Pueblo de Dios lleguen a realizar, con amor y coherencia, las orientaciones y directivas del Concilio.

Al celebrar, verificar y promover el acontecimiento conciliar, la Iglesia, interpelada por la urgencia de detectar las necesidades de toda la familia humana, se proyecta hacia el tercer milenario, asumiendo con renovada energía su misión fundamental de "evangelizar", de anunciar la fe, esperanza y caridad que la Iglesia misma reporta en su perenne juventud, guiada por la luz de Cristo vivo, "camino, verdad y vida" para el hombre de nuestro tiempo y de todos los tiempos (cf. Discurso de clausura del Sínodo Extraordinario de los Obispos, 7 de diciembre de 1985; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 de diciembre de 1985, pág. 10).

Se trata de una evangelización permanente, que halla su punto de novedad en el hecho de que esta grave tarea hay que asumirla en perspectiva universal, ya que los problemas y desafíos de hace veinte años se proponían a las Iglesias de nueva fundación, hoy tienen una resonancia mundial. Impulsan a la Iglesia y a sus miembros a sentirse por doquier en estado de misión.

La corresponsabilidad misionera como signo de la colegialidad episcopal, tan destacada por el Concilio, ha de traducirse, cada día más, en signo visible de la "solicitud" que cada uno de los obispos debe manifestar por todas las Iglesias (cf. Christus Dominus, 3), no sólo por la propia Iglesia particular.

La fundación de nuevos institutos misioneros en las Iglesias jóvenes nos hace constatar que también las Iglesias más necesitadas ofrecen el don de nuevos obreros para la evangelización y debe mover a todas las Iglesias a donar y a donarse a la Iglesia universal, vivan aquellas en condiciones de bienestar o de pobreza de medios y de fuerzas apostólicas.

El envío cada vez más numeroso de sacerdotes diocesanos "Fidei donum", de laicos, de voluntarios, a las misiones "ad extra", revela la conciencia típicamente misionera de comunidades eclesiales, capaces de "salir de sí mismas" para anunciar a Cristo en otras partes, y debe apremiar a las asociaciones movimientos, grupos eclesiales, a fortalecer su testimonio de fe para ver en la misión la llamada de Dios a hacer de todos los pueblos de la tierra el único Pueblo de Dios.

Todos los sectores de la comunidad eclesial —la familia, los niños, los jóvenes, el mundo de la escuela, del trabajo, de la técnica, de la ciencia, de la cultura, de las comunicaciones sociales— están implicados en esta misma perspectiva. Se puede, por eso, afirmar que la Iglesia que se proyecta hacia el tercer milenario es una Iglesia esencialmente misionera.

4. Valioso servicio de las Obras Misionales Pontificias

A este respecto se demuestra muy valioso el servicio que llevan a cabo las Obras Misionales Pontificias, institución de la Iglesia universal y de cada una de las Iglesias particulares, porque son "instrumentos privilegiados del Colegio Episcopal unido al Sucesor de Pedro y responsable con él del Pueblo de Dios, que es enteramente misionero" (cf. Estatutos de las Obras Misionales Pontificias, I, n. 6, 1980). Son Obras que el Espíritu del Señor suscitó hace ya más de siglo y medio, y ha suscitado progresivamente, en medio de su pueblo para manifestar al mundo el testimonio especial de caridad que se hace solidario toda la obra de evangelización en el mundo. Estas Obras se revelan efectivamente "medio privilegiado de comunicación de las Iglesias particulares entre sí y... entre cada una de ella y el Papa que, en nombre de Cristo, preside la comunión universal de la caridad" (ib., 1, 5).

En la historia de la cooperación misionera, las Obras Misionales Pontificias han construido "puentes de solidaridad" que ciertamente no podrán fallar, porque están cimentados en la fe de la resurrección de Cristo, alimentados por la Eucaristía.

En esta sólida e ingente construcción, el laicado católico ha escrito las páginas más bellas de su vitalidad misionera. Paulina Jaricot, inspiradora de la Obra de la Propagación de la Fe, es su figura emblemática. El año próximo recordaremos el 125 aniversario del final de su itinerario misionero; será el mismo año en el que se celebrará el Sínodo General de los Obispos, sobre un tema significativo a este mismo respecto: "Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo".

5. Conclusión

A veinte años del Concilio Vaticano II, la Iglesia se siente llamada a verificar la fidelidad a la gran consigna propuesta por aquella Asamblea Ecuménica: "El deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana" (Optatam totius, 2).

Es consolador, a este respecto, constatar en las diversas comunidades el incremento del sentido de responsabilidad. Mucho se ha hecho ya, pero queda también mucho por hacer, porque el Concilio Vaticano II espera de todos, y especialmente de las familias cristianas y de las comunidades parroquiales, la "máxima ayuda" para el aumento de las vocaciones (cf. ib.).

Quiero manifestar en esta ocasión el ardiente deseo de que el laicado católico —en su conjunto y en activa comunión con los guías del Pueblo de Dios— encuentre en el servicio de las Obras Misionales Pontificias luminosos valores provenientes de una fecunda escuela de caridad universal".

La Santísima Virgen María, misionera fiel de todos los tiempos, os ayude a todos, venerados hermanos e hijos queridísimos, a comprender este mensaje, a responder a él con conciencia clara e inteligencia penetrante, y con espíritu de comunión y de solidaridad.

Renuevo mi gratitud a los miembros de la Iglesia llamados con vocación especial a un servicio de evangelización "ad gentes", sobre todo a aquellos que se encuentran en situaciones difíciles para el anuncio del reino de Dios. A todos imparto cordialmente mi bendición.

Vaticano, 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés de 1986, VIII año de mi pontificado.

JUAN PABLO PP. II



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