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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE AMÉRICA LATINA

Río de Janeiro
Miércoles 2 de julio de 1980

 

Venerables y queridos hermanos en el Episcopado!

En el marco de mi visita pastoral a Brasil, vengo con verdadero gozo a encontrarme con vosotros, Obispos de América Latina, que os reunís en esta hermosa y acogedora ciudad de Río de Janeiro donde nació el CELAM.

I. NACIMIENTO DEL CELAM: SUS ETAPAS

1. Han pasado 25 años desde aquella Conferencia de 1955, en el transcurso de la cual maduró La ida de pedir a La Santa Sede La creación de un Consejo Episcopal Latinoamericano, que recogiera y diera cauce a las nuevas necesidades que se sentían a tan amplio nivel.

Con gran visión de futuro y con gozosa esperanza ante los abundantes frutos eclesiales que se anunciaban, mi Predecesor Pío XII anticipaba una favorable respuesta: “Estamos seguros de que los beneficios ahora recibidos serán devueltos más tarde considerablemente multiplicados. Legará un día en que América Latina podrá restituir a toda la Iglesia de Cristo lo que haya recibido” (Ad Ecclesiam Christi, AAS, XXXXVII, pp. 539-544).

Hoy, el Sucesor de Pedro y los representantes de la Iglesia en Latinoamérica, que se aproxima a ser la mitad de toda la Iglesia de Cristo, nos reunimos para conmemorar una fecha significativa y evaluar los resultados con mirada de futuro.

A la vista de los copiosos frutos cosechados en estos años, a pesar de las inevitables deficiencias y lagunas; a la vista de esta Iglesia Latinoamericana, verdadera Iglesia de la esperanza, mi ánimo se abre en agradecimiento al Señor con las palabras de San Pablo: “Continuamente doy gracias a Dios por todos vosotros, recordando sin cesar ante Dios nuestro Padre la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el tesón de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (Tes 1, 2-4).

Es el agradecimiento que sé brota también de vuestros corazones de Pastores, porque el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, inspiró en el momento oportuno aquella nueva forma de colaboración episcopal que fraguó el nacimiento del CELAM.

2. Organismo, primero en su género en toda la Iglesia por su dimensión continental, pionero como expresión de la colegialidad cuando las Conferencias Episcopales no se habían consolidado todavía, instrumento de contacto, reflexión, colaboración y servicio de las Conferencias de Obispos del Continente Latinoamericano, el CELAM tiene consignada en sus anales una rica y vasta acción pastoral. Por todo ello, con razón lo han calificado, los Pontífices que me han precedido, como un organismo providencial.

3. La vida del CELAM está enmarcada, como es sabido, por tres grandes momentos, correspondientes a las Conferencias Generales que el Episcopado Latinoamericano ha efectuado.

La primera Conferencia General constituye un hito histórico de particular importancia, porque durante la misma surge la idea de fundar el CELAM. Esta primera etapa está ligada especialmente a las personas del Cardenal Jaime de Barros Câmara, Arzobispo insigne de esta Arquidiócesis de San Sebastián de Río de Janeiro, primer Presidente del CELAM, y de Monseñor Manuel Larraín, Obispo de Talca, Presidente igualmente del Consejo. El Señor los recompense a ellos, que se encuentran en la casa del Padre, y a cuantos hicieron posible la creación del Consejo Episcopal Latinoamericano o lo han servido con encomiable y generosa entrega.

La segunda Conferencia General, convocada por el Papa Pablo VI y celebrada en Medellín, refleja un momento de expansión y crecimiento del CELAM. Fue su tema: “La Iglesia en la transformación presente de América Latina a la luz del Concilio Vaticano II”. El Consejo, en estrecha colaboración con los Episcopados, ha contribuido a la aplicación de la fuerza renovadora del Concilio.

La tercera Conferencia General, que tuve la dicha de inaugurar en Puebla, es fruto de la intensa cooperación del CELAM con las diversas Conferencias Episcopales. De ella volveré a hablar más adelante.

4. En las sucesivas etapas ha habido una progresiva adaptación en las estructuras del Consejo y han sido establecidas o potenciadas nuevas modalidades de participación por parte de los Obispos, para quienes es y trabaja el CELAM. Las Conferencias Episcopales en cuanto tales han estado presentes, desde el inicio, a través de sus Delegados; y a partir de 1971, también con sus Presidentes, miembros de iure. Mucho han ganado las formas de coordinación mediante las reuniones Regionales y con los nuevos servicios distribuidos en las diferentes áreas pastorales. Numerosos Pastores han tomado parte en su conducción, convencidos de que su gran misión, en la solicitud por todas las Iglesias, supera las fronteras de sus Iglesias particulares (cf Vaticano II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, 6).

Me es grato constatar que se ha mantenido una frecuente y cordial colaboración con la Sede Apostólica y sus distintos Dicasterios, muy especialmente con la Pontificia Comisión para América Latina que, desde el corazón de la Iglesia —según la feliz imagen que empleara Pablo VI (Sollicitudo omnium ecclesiarum)— sigue con diligente interés las actividades del Consejo animando y sosteniendo sus iniciativas en orden a una eficiencia mayor en todos los sectores del apostolado.

II. UN ESPÍRITU AL SERVICIO DE LA UNIDAD

Si todo esto ha sido posible a lo largo de estos 25 años, es porque al CELAM lo ha animado una orientación básica de servicio, que tiene características bien definidas:

1. EL CELAM, un espíritu.

El CELAM, en su espíritu colegial, se nutre de la comunión con Dios y con los miembros de la Iglesia. Por eso ha querido mantenerse fiel y disponible a la Palabra de Dios, a las exigencias de comunión en la Iglesia, y ha procurado servir a las diversas comunidades eclesiales, respetando su situación específica y la fisonomía particular de cada una de las mismas. Ha tratado de discernir los signos de los tiempos, para dar respuestas adecuadas a los cambiantes retos del momento. Este espíritu es la mayor riqueza y patrimonio del CELAM y es a la vez la garantía de su futuro.

2. El CELAM, servicio a la unidad.

La Iglesia es un misterio de unidad en el Espíritu. Es el anhelo que emerge en la oración de Jesús: “Que todos sean uno como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos sean también uno para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 21). Por ello también San Pablo exhorta a “conservar la unidad del Espíritu, por medio del vínculo de la paz. Un solo cuerpo, un solo Espíritu, como es una sola la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos...” (Ef 4, 3-6).

Ahora bien, esta unidad no consiste en algo recibido pasivamente o estático, sino que hay que ir construyéndolo dinámicamente, para consolidarlo en esa rica y misteriosa realidad eclesial que es premisa indispensable de fecundidad pastoral. Esta es la actitud que distingue a la primitiva comunidad eclesial: “Día tras día, con un solo corazón, frecuentaban asiduamente el templo y partían el pan en sus casas, con alegría y simplicidad de corazón” (Act 2, 46-47).

“La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma” (ib., 4, 32). Y así “cada día el Señor agregaba a la comunidad a los que serían salvados” (ib., 2, 48).

Por ello, cuanto más graves sean los problemas, tanto más profunda ha de ser la unidad con la Cabeza visible de la Iglesia y de los Pastores entre sí. Su unidad es un signo precioso para la comunidad. Sólo de esta forma se lograrán eficazmente los frutos de la evangelización. Este es el motivo por el que con verdadera alegría observé, al aprobar las conclusiones de Puebla: “La Iglesia de América Latina ha sido fortalecida en su unidad, en su identidad propia...” (Carta del 23 de marzo de 1979).

3. La unidad “en el Espíritu”, una unidad de fe.

Ella, arranca, en efecto, del misterio de la Iglesia, construida sobre la voluntad del Padre, mediante la obra salvadora del Hijo, en el Espíritu. Es una unión que desciende luego a los miembros de la comunidad eclesial, asociados entre sí de manera sublime por vínculos de fe, sostenidos por la esperanza y vivificados por la caridad. A nosotros se nos confía la grave responsabilidad de tutelar eficazmente esta unidad en la verdadera fe.

El primer servicio del Sucesor de Pedro es proclamar la fe de la Iglesia: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). En ella el Papa, como Sucesor de Pedro, debe confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22 , 31). Por parte vuestra, también vosotros, Pastores de la Iglesia, debéis confirmar en la fe a vuestras comunidades.

Ello debe constituir una permanente preocupación vuestra, bien conscientes de que es una exigencia fundamental de vuestra misión, guiándoos por los criterios del Evangelio y sin otras motivaciones ajenas a él. Así podréis orientar con claridad a los fieles y evitar peligrosos confusionismos.

Que vuestra unidad se siga nutriendo de la caridad que brota de la Eucaristía, raíz y quicio de la comunidad cristiana (cf. Presbyterorum ordinis, 6), signo y causa de unidad. Es evidente, por lo demás, que esa unión que ha de existir entre vosotros, los Obispos de la Iglesia, ha de reflejarse también en los diversos sectores eclesiales: presbíteros, religiosos, laicos.

4. La unidad de los Presbíteros con los Obispos surge de la misma fraternidad sacramental. Bien habéis afirmado en la Conferencia de Puebla: “El ministerio jerárquico, signo sacramental de Cristo Pastor y Cabeza de la Iglesia, es el principal responsable de la edificación de la Iglesia en comunión y de la dinamización de su acción evangelizadora” (Puebla, 659). Y agregabais: “El Obispo es signo y constructor de la unidad. Hace de su autoridad evangélicamente servida un servicio a la unidad... infunde confianza en sus colaboradores (especialmente en los Presbíteros) para quienes debe ser padre, hermano y amigo” (Puebla, 688).

Con ese espíritu, la unidad en el trabajo pastoral, en los distintos centros de comunión y participación en la Parroquia, en la comunidad educativa, en las comunidades menores, debe seguir siendo estimulada y fortalecida.

5. La unión con la Jerarquía de quienes han abrazado la vida consagrada, tiene una gran importancia. Tantos aspectos positivos señalados en Puebla, como “el deseo de interiorización y de profundización en la vivencia de la fe” (Puebla, 726) y la insistencia en que “la oración llegue a convertirle en actitud de vida” (Puebla, 727); el esfuerzo de solidaridad, de compartir con el pobre, deben ser vistos en la perspectiva de una plena comunión.

De esta manera la vida consagrada es “medio privilegiado de evangelización eficaz” (Evangelii nuntiandi, 69). Por ello señalaba en mi Discurso Inaugural de la III Conferencia General que a los Obispos “no les puede, no les debe faltar la colaboración, a la vez responsable y activa, pero también dócil y confiada de los religiosos” (II, 2).

Corresponde a los Obispos la orientación doctrinal y la coordinación de la acción pastoral. Todos los agentes de apostolado deben por ello secundar, generosa y responsablemente, las directrices marcadas por la Jerarquía, tanto en campo doctrinal como en el resto de las actividades eclesiales. Esto se aplica a la competencia de los Obispos en su Iglesia Particular y, según los principios de una sana eclesiología, a las Conferencias Episcopales o, en el debido modo, al servicio prestado por el CELAM. Por otra parte, es evidente que un solícito cuidado por el bien espiritual de los religiosos y religiosas ha de brillar en la pastoral diocesana o supradiocesana.

6. La comunión eclesial con los Pastores no puede faltar tampoco en un campo tan importante como es el mundo de los laicos. La Iglesia necesita el aporte formidable del laico, cuyo radio de acción es muy amplio.

La Conferencia de Puebla insistió en que el laico “tiene la responsabilidad de ordenar las realidades temporales para ponerlas al servicio de la instauración del Reino de Dios” (Puebla, 789) y que “los laicos no pueden eximirse de un serio compromiso en la promoción de la justicia y del bien común” (793). Con especial énfasis en la actividad política (cf. 791), el laico debe promover la defensa de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables (792).

En esta misión propia de los laicos, hay que dejar a ellos el puesto que les compete, sobre todo en la militancia y liderazgo de partidos políticos, o en el ejercicio de cargos públicos (cf. Puebla, 791). Es un sólido criterio, inspirado en la Conferencia de Medellín (Sacerdotes 19) y en el Sínodo de los Obispos de 1971, el que habéis indicado: “Los Pastores... puesto que deben preocuparse de la unidad, se despojarán de toda ideología político-partidista... Tendrán así libertad para evangelizar lo político como Cristo, desde el Evangelio, sin partidismos ni ideologizaciones” (Puebla, 526). Son directrices, éstas, de densas consecuencias pastorales.

7. La búsqueda de la unidad eclesial nos lleva al corazón del ecumenismo: “Tengo también otras ovejas que no son de este redil; es preciso que yo las traiga; ellas escucharán mi voz y habrá un solo rebano y un solo Pastor” (Jn 10, 16). En tal perspectiva es menester situar el diálogo ecuménico, que reviste en América Latina características especiales. La oración, la confianza, la fidelidad, ha de ser el clima del auténtico ecumenismo. El diálogo entre hermanos de distintas confesiones no cancela nuestra propia identidad, sino que la supone. Sé bien que os esmeráis por crear una atmósfera de mayor acercamiento y respeto, obstaculizada por algunos con métodos proselitistas no siempre correctos.

8. La unidad de la Iglesia, al servicio de la unidad de los pueblos.

La Iglesia se inscribe en la realidad de los pueblos: en su cultura, en su historia, en el ritmo de su desarrollo. Vive, en honda solidaridad, los dolores de sus hijos, compartiendo sus dificultades y asumiendo sus legítimas aspiraciones. En tales situaciones enuncia el mensaje de salvación que no conoce fronteras ni discriminaciones.

La Iglesia tiene conciencia de ser portadora de la Palabra eficaz de Dios, Palabra que creó el universo y que es capaz de recrear en el corazón del hombre y en la sociedad, en sus diversos niveles, actitudes y condiciones en las que se pueda gestar la civilización del amor. Con esa finalidad, el Documento de Puebla fue presentado oficialmente a la ONU y a la Organización de los Estados Americanos.

En virtud del anuncio del Evangelio, cuando el hombre es conculcado en su eminente dignidad, cuando se mantiene o prolonga su postración, la Iglesia denuncia. Es parte de su servicio profético. Denuncia todo lo que se opone al plan de Dios e impide la realización del hombre. Denuncia para defender al hombre herido en sus derechos, para que se restañen sus heridas y para suscitar actitudes de verdadera conversión.

Sirviendo la causa de la justicia, la Iglesia no pretende provocar o ahondar divisiones, exasperar conflictos o potenciarlos. Antes bien, con la fuerza del Evangelio la Iglesia ayuda a ver y respetar en todo hombre a un hermano, invita al diálogo a personal, grupos y pueblos, para que se salvaguarda la justicia y se preserve la unidad. En ciertas circunstancias llega incluso a servir de mediadora. Es éste también un servicio profético.

Por ello, cuando en el ejercicio de la propia misión siente el deber de la denuncia, la Iglesia se ajusta a las exigencias del Evangelio y del ser humano, sin servir a intereses de sistemas económicos o políticos ni a las ideologías del conflicto. Ella, por encima de grupos o clases sociales, denuncia la incitación a cualquier forma de violencia, el terrorismo, la represión, las luchas de clases, las guerras, con todos sus horrores.

Frente al doloroso flagelo de la guerra y de la carrera armamentista, que producen creciente subdesarrollo, eleve la Iglesia en América Latina y en cada uno de los pueblos engendrados al Evangelio, el grito del venerado Papa Pablo VI: “¡Nunca más la guerra!”. De él yo mismo me hice eco ante la Asamblea de las Naciones Unidas. Que no se acumulen sobre penosas circunstancias nuevos conflictos, que agravan la postración, sobre todo de los más pobres.

La Iglesia, como lo demuestra la historia con elocuentes ejemplos, ha sido en América Latina el más vigoroso factor de unidad y de encuentro entre los pueblos. Seguid pues prestando todo vuestro aporte, dilectos Pastores, a la causa de la justicia, de una bien entendida integración Latinoamericana, como un esperanzado servicio a la unidad. Y sí en esa tarea de elevarle alguna vez vuestra voz crítica, sobre todo en un servicio colegial al bien común, siga presidiendo siempre vuestras actuaciones la rigurosa objetividad y la oportunidad, para que dentro del obsequio debido a las legítimas instancias, la voz de la Iglesia interpele las conciencias, tutele las personal y su libertad, reclame los debidos correctivos.

III. EL CELAM Y PUEBLA, EN LA HUELLA DE MEDELLÍN

1. En esta circunstancia en que miramos a los pasados 25 años del CELAM, para proyectarlos hacia el futuro, hay que detener el recuerdo en dos Conferencias igualmente importantes y significativas: Medellín y Puebla.

Demos gracias a Dios por lo que ellas han dado a la Iglesia. La primera “quiso ser un impulso de renovación pastoral, un nuevo "espíritu" de cara al futuro, en plena fidelidad eclesial en la interpretación de los signos de los tiempos en América Latina”. (Homilía en la basílica de Ntra. Señora de Guadalupe) Por ello yo mismo os decía que había que “tomar como punto de partida las conclusiones de Medellín, con todo lo que tiene de positivo, pero sin ignorar las incorrectas interpretaciones a veces hechas y que exigen sereno discernimiento, oportuna crítica y claras tomas de posición” (Discurso inaugural en Puebla, 28 de enero de 1979).

La segunda recogió y asumió la herencia de la precedente, en el nuevo contexto eclesial. Este presente es el que nos ocupa como Pastores. Pero al querer orientar el momento actual, somos bien conscientes de que en él revive, prestándole raíces e inspiración, el pasado. En este sentido permitidme que me refiera ahora de manera especial a algunos aspectos relacionados con la Conferencia de Puebla.

Lo considero tanto más importante cuanto sé bien que en el CELAM, en sus reuniones regionales y en no pocas Conferencias Episcopales las grandes orientaciones de la III Conferencia General han sido asumidas en sus propios Planes Pastorales. Lo mismo se observa en las Relaciones quinquenales de tantas diócesis.

Me ha complacido mucho la rápida difusión y penetración en las comunidades de América Latina, y fuera de ella, del Documento de Puebla. Confiaba en que así ocurriría. En efecto, la Conferencia de Puebla, como lo he expresado en otras ocasiones, es en cierta forma una respuesta que supera las fronteras de este amado continente.

Al Documento de Puebla, que conocí en detalle y aprobé gustoso tras precisar algunos conceptos, he recurrido con frecuencia en los encuentros tenidos durante vuestras visitas Ad Limina. He querido de esta manera subrayar sus densas orientaciones doctrinales y pastorales.

2. Os insistí, al comienzo de la Conferencia, en vuestra noble misión de Maestros de la Verdad.

¿Habrá, en la cercanía pastoral con nuestras comunidades, una forma de presencia que más ame el pueblo que ésta del Maestros?¿Podría una auténtica acción pastoral, o una genuina renovación eclesial, cimentarle sobre fundamentos diferentes a los de la Verdad sobre Jesucristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, tal como nosotros lo profesamos? La coherencia ante esas verdades otorga el sello pastoral a las directrices y opciones que la Conferencia formuló. A estas verdades dispensasteis gran atención, como se aprecia en los distintos capítulos del Documento.

3. Abordasteis, en efecto, serias cuestiones sobre Cristología y Eclesiología, que habían sido solicitadas por los mismos Episcopados y que causan preocupación también entre vosotros.

La fidelidad a la fe de la Iglesia respecto de la persona y de la misión de Jesucristo, tiene una importancia capital, con enormes repercusiones pastorales. Seguid pues exigiendo un compromiso coherente en el enuncio del “Redemptor hominis”. Que esa fidelidad resplandezca en la predicación, en sus diversas formas, en la catequesis, en la vida toda del Pueblo de Dios.

4. La Iglesia es para el creyente objeto de fe y de amor. Uno de los signos del real compromiso con la Iglesia es acatar sinceramente su Magisterio, fundamento de la comunión. No es aceptable la contraposición que se hace a veces entre una Iglesia “oficial”, “institucional”, con la Iglesia-Comunión. No son, no pueden ser, realidades separadas. El verdadero creyente sabe que la Iglesia es pueblo de Dios en razón de la convocación en Cristo y que toda la vida de la Iglesia está determinada por la pertenencia al Señor. Es un “pueblo” elegido, escogido por Dios.

5. Atención particular merece el trabajo de los teólogos. Ese ministerio es un noble servicio, que la inmensa mayoría cumple fielmente. Su labor entraña una firme actitud de fe. Junto con la libertad de investigación, la comunicación oral o escrita de sus investigaciones y reflexiones debe hacerse con todo sentido de responsabilidad, de acuerdo con los derechos y deberes que competen al Magisterio, puesto por Dios para la guía en la fe de todo el pueblo fiel.

6. La Conferencia de Puebla ha querido ser también una gran opción por el hombre. No se puede oponer el servicio de Dios y el servicio de los hombres, el derecho de Dios y el derecho de los hombres. Sirviendo al Señor, entregándole nuestra vida al decir que “creemos en un solo Dios”, que “Jesús es el Señor” (1Cor 12, 3; Rom, 10, 9; Jn 20, 28), rompemos con todo lo demás que pretenda erigirse en absoluto, y destruimos los ídolos del dinero, del poder, del sexo, los que se esconden en las ideologías, “religiones laicas” con ambición totalitaria.

El reconocimiento del señorío de Dios conduce al descubrimiento de la realidad del hombre. Reconociendo el derecho de Dios, seremos capaces de reconocer el derecho de los hombres.“Del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión... de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo para siempre...” (Redemptor hominis, 13).

7. Dada la realidad de tan vastos sectores golpeados por la miseria y ante la brecha existente entre ricos y pobres — que señalé al comienzo de las históricas jornadas de Puebla — justamente invitando a la opción preferencial por los pobres, no exclusiva ni excluyente (cf. Puebla, 1145, 1165). Los pobres son, en efecto, los predilectos de Dios (cf. Puebla, 1143). En el rostro de los pobres se refleja Cristo, Servidor de Yahvé. “Su evangelización es por excelencia señal y prueba de la misión de Jesús” (cf. Puebla, 1142). Oportunamente habéis indicado que “el mejor servicio al hermano es la evangelización, que lo dispone a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente” (cf. Puebla, 1145). Es, pues, una opción que expresa el amor de predilección de la Iglesia, dentro de su universal misión evangelizadora y sin que ningún sector quede excluido de sus cuidados.

Entre los elementos de una pastoral que lleve el sello de predilección por los pobres emergen: el interés por una predicación sólida y accesible; por una catequesis que abrace todo el mensaje cristiano; por una liturgia que respete el sentido de lo sagrado y evite riesgos de instrumentalización política; por una pastoral familiar que defienda al pobre ante campañas injustas que ofenden su dignidad; por la educación, haciendo que llegue a los sectores menos favorecidos; por la religiosidad popular, en la que se expresa el alma misma de los pueblos.

Un aspecto de la evangelización de los pobres es vigorizar una activa preocupación social. La Iglesia ha tenido siempre esta sensibilidad y hoy se fortalece tal conciencia: “Nuestra conducta social es parte integrante de nuestro seguimiento de Cristo” (Puebla, 476). A este propósito, en obsequio a las directrices que os di al iniciar la Conferencia de Puebla, habéis hecho hincapié, amados hermanos, en la vigencia y necesidad de la Doctrina Social de la Iglesia cuyo “objeto primario es la dignidad personal del hombre, imagen de Dios, y la tutela de sus derechos inalienables” (Puebla, 475).

Una faceta concreta de la evangelización y que ha de orientarle sobre todo hacia quienes gozan de medios económicos — a fin de que colaboren con los más necesitados — es la recta concepción de la propiedad privada, sobre la que “grava una hipoteca social” (Discurso inaugural, III, 4). Tanto a nivel internacional como al interior de cada País, quienes poseen los bienes deben estar muy atentos a las necesidades de sus hermanos. Es un problema de justicia y de humanidad. También de visión de futuro, si se quiere preservar la paz de las naciones.

Manifiesto por ello mi complacencia por el mensaje enviado desde Puebla a los pueblos de América Latina y confío asimismo en que el “Servicio operativo de los derechos humanos”, del CELAM, se hará eco de la voz de la Iglesia donde lo reclamen situaciones de injusticia o de violación de los legítimos derechos del hombre.

8. Tema importante en la Conferencia de Puebla ha sido el de la liberación. Os había exhortado a considerar lo específico y original de la presencia de la Iglesia en la liberación (Discurso inaugural, III, 1). Os señalaba cómo la Iglesia “no necesita, pues, recurrir a sistemas e ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre” (Discurso inaugural, III, 2). En la variedad de los tratamientos y corrientes de la liberación, es indispensable distinguir entre lo que implica “una recta concepción cristiana de la liberación” (Discurso inaugural, III, 6), “en un sentido integral y profundo como lo anunció Jesús” (ib.), aplicando lealmente los criterios que la Iglesia ofrece, y otras formas de liberación distantes y hasta reñidas con el compromiso cristiano.

Dedicasteis oportunas consideraciones a los signos para discernir lo que es una verdadera liberación cristiana, con todo su valor, urgencia y riqueza, y lo que toma las sendas de las ideologías. Los contenidos y las actitudes (cf. Puebla 489),  los medios que utilizan, ayudan para tal discernimiento. La liberación cristiana usa “medios evangélicos, con su peculiar eficacia y no acude a ninguna clase de violencia ni a la dialéctica de la lucha de clases...” (cf. Puebla 486) o a la praxis o análisis marxista, por “el riesgo de ideologización a que se expone la reflexión teológica, cuando se realiza partiendo de una praxis que recurre al análisis marxista. Sus consecuencias son la total politización de la existencia cristiana, la disolución del lenguaje de la fe en el de las ciencias sociales y el vaciamiento de la dimensión trascendental de la salvación cristiana” (cf. Puebla 545).

9. Una de las aportaciones pastorales más originales de la Iglesia Latinoamericana, como fue presentada en el Sínodo de los Obispos de 1974 y asumida en la Exhortación Apostólica “Evangelii Nuntiandi”, han sido las comunidades eclesiales de base.

Ojalá estas comunidades sigan mostrando su vitalidad y dando sus frutos (cf. Puebla 97, 156), evitando a la vez los riesgos que pueden encontrar y a los que aludía la Conferencia de Puebla: “Es lamentable que en algunos lugares intereses claramente políticos pretendan manipularlas y apartarlas de la auténtica comunión con los obispos” (Puebla 98). Ante el hecho de la radicalización ideológica, que en algunos caves se registra (cf. Puebla 630), y por el armonioso desarrollo de estas comunidades, os invito a asumir el compromiso suscrito. “Como Pastores queremos decididamente promover, orientar y acompañar las comunidades eclesiales de base, según el espíritu de Medellín y los criterios de la Evangelii Nuntiandi” (cf. Puebla 648)

10. La Conferencia de Puebla ha querido dar impulso a “una opción más decidida por una pastoral de conjunto” (cf. Puebla 650), necesaria para la eficacia de la evangelización y para la promoción de la unidad de las Iglesias particulares (cf. Puebla 703). Articúlense, pues, en ella los distintos aspectos de la pastoral, con dinámica unidad de criterios teológicos y pastorales. Mucho puede hacer el CELAM a este respecto.

11. En esa perspectiva de una adecuada pastoral de conjunto, permitidme que os insista en las prioridades pastorales que indiqué en Puebla y que con tan marcado interés asumisteis. Conservan toda su vigencia y urgencia. Me refiero a la pastoral familiar, juvenil y vocacional.

Hacer que la familia, en América Latina, cohesionada por el sacramento del matrimonio, sea verdadera Iglesia doméstica, es una tarea urgente. La civilización del amor debe construirse sobre la base insustituible del hogar. Esperamos del próximo Sínodo un fuerte estímulo para esta prioridad.

La juventud, lo compruebo a menudo en mis contactos ministeriales y en mis viajes apostólicos, está dispuesta a responder. No se ha agotado su generosa capacidad de entrega a ideales nobles, aunque exijan sacrificio. Ella es la esperanza del mundo, de la Iglesia, de América Latina. Sepamos pues transmitirle, sin recortes ni falsos pudores, los grandes valores del Evangelio, del ejemplo de Cristo. Son causas que el joven percibe como dignas de ser vividas, como modo de respuesta a Dios y al hombre hermano.

La pastoral vocacional ha de merecer una especialísima atención, como he indicado repetidamente a los Obispos latinoamericanos durante su visita ad Limina. Las vocaciones al sacerdocio han de ser el signo de la madurez de las comunidades; y han de manifestarle también como consecuencia de la floración de los ministerios confiados a los laicos y de una oportuna pastoral escolar y familiar, que prepare a escuchar la voz de Dios.

Póngase por ello toda diligencia en la sólida formación espiritual, académica y pastoral en los Seminarios. Sólo con esa premisa podremos tener fundada garantía para el futuro. Necesitamos sacerdotes plenamente dedicados al ministerio, entusiastas de su entrega total al Señor en el celibato, convencidos de la grandeza del misterio del que son portadores.

Y ojalá que pudierais un día incrementar el envío de misioneros que ayuden en zonas desprovistas, en vuestras propias naciones y en otros continentes.

IV. CONCLUSIÓN

Quiero ahora concluir estas reflexiones haciendo una apremiante llamada a la esperanza. Ciertamente no es poco el camino que falsa por recorrer en la construcción del reino de Dios en este continente. Muchos son los obstáculos que se interponen. Pero no hay razón para la desesperanza. Como lo prometió, Cristo está con nosotros hasta el fin de los tiempos, con su gracia, su ayuda, su poder infinitos. La Iglesia por la que luchamos y sufrimos, es su Iglesia, en la que el Espíritu Santo continúa viviendo y derramando las maravillas de su amor. En fidelidad a sus inspiraciones, vayamos adelante con renovado entusiasmo, en la tarea de evangelizar a todos los pueblos.

Esta invitación a la esperanza la extiendo, hecha cordial gratitud por tantos desvelos consagrados a la Iglesia, a todos los Obispos de América Latina, a cuantos trabajan en el CELAM, a los sacerdotes, a los miembros de los distintos Institutos de vida consagrada y del laicado, que en formas tan diversas manifiestan de modo admirable, con frecuencia oculto, la magnífica variedad del amor al Señor y al hombre.

Asocio en este sentimiento de merecida gratitud a todos aquellos organismos de Europa y de Norteamérica, que tan valiosamente colaboran, con personal apostólico y con medios económicos, en la vida de numerosas Iglesias particulares. El Señor les recompense con creces esta solicitud eclesial.

Que la Virgen Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe, a cuyos pies depositasteis con inmensa confianza el Documento de Puebla, os acompañe en el camino, os alivie maternalmente la fatiga, os sostenga en la esperanza, os guíe hacia Cristo, el Salvador, el premio imperecedero.

Con la Bendición y afecto del Sucesor de Pedro, con dilatado amor a la Iglesia, llevad a Cristo a todas las gentes. Así sea.

 



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