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VIAJE APOSTÓLICO A CABO VERDE, GUINEA BISSAU, MALÍ, BURKINA FASO Y CHAD

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA SEDE DE LA COMUNIDAD ECONÓMICA DE
LOS ESTADOS DE ÁFRICA OCCIDENTAL (CEDEAO)
*

Uagadugú, Burkina Faso
Lunes 29 de enero 1990

 

Señor Presidente,
Señores Cardenales,
Exce1encias, Señoras y Señores:

1. Hace diez años, como acaba de recordarlo mi querido y venerado hermano el cardenal Paul Zoungrana, pisé por primera vez el suelo de vuestro hermoso país. Hoy siento una gran alegría al volver de nuevo.

Agradezco al señor cardenal sus amables palabras. Expreso también mi gratitud al secretario ejecutivo del "Comité interestatal para la lucha contra la sequía en el Sahel" por la alocución que acaba de pronunciar.

Saludo con deferencia al Jefe del Estado, Su Excelencia el capitán Blaise Compaore, que ha querido participar en este encuentro. También saludo a todas las autoridades de Burkina que le acompañan. Expreso mi más alta estima hacia las personalidades que representan a los países vecinos, a los países amigos y a las instituciones internacionales como la Comisión Económica del África Occidental que nos acoge en su sede.

Señoras y señores, vosotros tenéis la responsabilidad de dirigir el rumbo de vuestros pueblos en los campos político, económico, social, cultural y religioso. Pido a Dios que os conceda la fuerza moral, la prudencia y el discernimiento necesarios para ejercer vuestras elevadas responsabilidades como un servicio a la paz y a la justicia no sólo en este país sino también en toda esta tierra del Sahel y en todo el continente africano.

2. En 1980 lancé al mundo un solemne llamamiento en favor del Sahel, tan cruelmente afectado por la sequía y la desertificación. Quería unir mi voz a todas aquellas que reclamaban una generosa y eficaz solidaridad con las poblaciones afectadas por la sed y por el hambre. Quería que se oyera el grito de los inocentes segados por la muerte o amenazados en su supervivencia.

Ya se habían emprendido considerables esfuerzos en su ayuda, durante el largo período de prueba atravesado por los pueblos de esta región. Mi llamamiento de 1980 fue escuchado. Suscitó nuevos gestos de solidaridad. En concreto, los católicos alemanes posibilitaron la creación en 1984 de la Fundación Juan Pablo II para el Sahel, que trabaja al servicio de ocho países y cuyo Consejo de administración esta establecido en vuestra capital.

Agradezco al cardenal Zoungrana y a los miembros del Consejo de la Fundación su tenaz trabajo. Saludo a1 cardenal Roger Etchegaray, Presidente del Pontificio Consejo "Cor Unum", que ejerce importantes responsabilidades en la Fundación, y que se halla aquí presente.

La estructura de este organismo corresponde a las firmes convicciones sostenidas por la Iglesia en lo concerniente a los problemas del desarrollo. La colaboración entre el Norte y Sur permite compartir los recursos entre los más favorecidos y los más desprovistos. Sin embargo, la responsabilidad efectiva de la actuación concreta atañe a los representantes directos de los pueblos afectados. No hace falta repetir que, aunque la ayuda y los consejos puedan venir desde fuera, corresponde a cada pueblo asumir con clarividencia su propio desarrollo.

Por otro lado, los medios todavía modestos de la Fundación están destinados prioritariamente "a favorecer la formación de las personas entregadas al servicio de sus países y de sus hermanos, sin discriminación alguna, con un espíritu de promoción humana integral y solidaria, a fin de luchar contra la desertificación y sus causas, y a fin de socorrer a las víctimas de la sequía en los países del Sahel" (Estatutos, art. 3.1).

3. Señoras y señores, los Gobiernos de cada país y las organizaciones internacionales, gubernamentales y no gubernamentales, han hecho mucho para que retrocedan los azotes del hambre y de la sed. Me complace constatar en especial los esfuerzos llevados a cabo por el Comité interestatal para la lucha contra la sequía en el Sahel (CILSS). Vosotros, sus dirigentes, contribuís con energía a la prosecución de esas inmensas y difíciles tareas, pues la situación continúa siendo grave en los países que ahora visito y también en otras muchas regiones del continente africano.

Contar con agua y pan suficientes constituye un permanente problema para las poblaciones de la zona del Sahel. Las cosechas de los abnegados agricultores corren peligro a causa de la insuficiencia y la irregularidad de las lluvias, así como por la acción de los depredadores. Faltan los equipos necesarios para explotar las tierras, utilizar mejor el agua disponible y transportar los productos. Todavía se está lejos de poder asegurar a todos una formación básica y de preparar a los profesionales necesarios para hacer posible el crecimiento regular de la producción, la mejora de las condiciones sanitarias y, en una palabra, el desarrollo armonioso del hombre mismo.

Es necesario que el mundo sepa que África padece una profunda pobreza: los recursos disponibles están en declive, grandes superficies de la tierra se vuelven estériles, decenas de millones de seres humanos sufren una desnutrición crónica y la muerte se lleva a numerosos niños. ¿Es posible que tal miseria no sea sentida como una herida que afecta a la humanidad entera?

4. En estos días en que recorro varios países del Sahel, debo constatar la gravedad de los males que aquejan a tantos pueblos de África. De nuevo me siento obligado a lanzar un llamamiento urgente a la humanidad, precisamente en nombre de la humanidad misma. En la tierra de África, millones de hombres, de mujeres y de niños, sufren la amenaza de no poder gozar nunca de buena salud, de no poder vivir dignamente gracias a su trabajo, de no recibir una educación que desarrolle su inteligencia, de ver cómo su ambiente se hace hostil y estéril, de perder la riqueza de su ancestral patrimonio, por estar privados de las positivas aportaciones de la ciencia y de la técnica.

En nombre de la justicia, el Obispo de Roma, el Sucesor de Pedro, suplica encarecidamente a sus hermanos y hermanas en humanidad que no desprecien a los hambrientos de este continente, que no les nieguen el derecho universal a la dignidad humana y a la seguridad de la existencia.

¿Cómo juzgará la historia a una generación que cuenta con todos los medios necesarios para alimentar a la población del planeta y que rechaza el hacerlo por una ceguera fratricida?

¿Qué paz pueden esperar unos pueblos que no ponen en práctica el deber de la solidaridad?

¡Qué desierto sería un mundo en el que la miseria no encontrara la respuesta de un amor que da la vida!

5. Ese llamamiento, que hoy renuevo, se dirige a los pueblos del mundo, en especial a los del Norte, que son los que disponen de más recursos humanos y económicos. Los poderes públicos, así como las organizaciones privadas, en su mayoría católicas, ya han emprendido generosas acciones. Sin embargo, si se quiere ayudar ahora a África a superar sus limitaciones, es más necesario que nunca que la opinión pública se despierte, pues la solidaridad no encontrará su justa medida hasta que cada uno sea consciente de su necesidad. Repito aquí lo que ya dije en la Encíclica Sollicitudo rei socialis: la solidaridad no es "un sentimiento de vaga compasión o de superficial entendimiento por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos" (n. 38; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de febrero de 1988, pag. 19). ¿Quién no quiere que el mundo sea fraterno? La fraternidad, para no quedarse en una palabra vacía, implica unas obligaciones.

Una primera obligación es la de una reflexión sincera: las sociedades desarrolladas ¿no deberían interrogarse sobre el modelo que presentan al resto del mundo, sobre las necesidades que han creado, sobre la naturaleza y la procedencia de las riquezas que se les han hecho necesarias?

Este examen de conciencia debería llevar a la mayoría de los ciudadanos a urgir a sus dirigentes, no sólo a intensificar la solidaridad con los pueblos necesitados, sino también a cuidarse de cualquier desvío, pues no deben ver en los países más pobres sólo clientes o deudores más o menos solventes. Este tipo de actitud, consciente o inconsciente, ha conducido a demasiados callejones sin salida.

Un verdadero desarrollo sólo puede emprenderse con eficacia cuando existen unas relaciones de confianza entre asociados. No sólo se deben compartir las mercancías. Se debe compartir también el conocimiento y la investigación científica; se deben respetar las tradiciones y las riquezas propias de cada uno; se debe facilitar el libre acceso a las responsabilidades de aquellos a quienes se ha aconsejado durante un determinado periodo de tiempo. Es así como el desarrollo puede convertirse en una obra realmente humana y social.

Hago un llamamiento a los pueblos más favorecidos a que reconozcan en sus hermanos de África la bondad de sus cualidades, su amor a la vida, su dignidad, su sentido de la ayuda mutua, su apertura a la trascendencia. ¡Ojalà los pueblos del Norte mostrasen por los valores de la cultura africana el mismo interés que los pueblos del Sur muestran por las aportaciones de los países ricos!

6. Señoras y señores, quienes dirigen las instituciones políticas, económicas, sociales y culturales, tanto en los países del Norte como en los de África, están especialmente comprometidos en la consecución del progreso y del desarrollo. Toda autoridad pública debe ser ejercida como un auténtico servicio a la población, a fin de renovar el espíritu de quienes confían en la sabiduría de sus responsables. ¡Ojalà los responsables permanezcan atentos a las necesidades reales de sus conciudadanos, a sus aspiraciones más profundas, a su voluntad de participar plenamente en su propia emancipación! ¡Que nadie tenga miedo a la hora de mantener un diálogo abierto y franco con todos! La justicia contribuye más al progreso, cuando existe un espíritu de entendimiento y cada uno aporta lo mejor de sí mismo.

Bien sabéis lo necesarias que son la competencia, la tenacidad, la capacidad de organización y de previsión y la voluntad de trabajo, para paliar las insuficiencias de servicios públicos y de infraestructuras, para asegurar a todos vuestros compatriotas una buena formación y los mínimos cuidados sanitarios, para mejorar el empleo y controlar la urbanización.

No me corresponde entrar en detalles ni delinear programas. Sin embargo, al recordar algunos aspectos de los servicios de los que sois responsables, quisiera subrayar que, también aquí, se impone el deber de la solidaridad. Hay que servir al hombre mediante estas actividades de índole técnica. En la acción pública, hay que respetar las características morales de un pueblo desterrando toda intolerancia, toda forma de corrupción, de resentimiento o de envilecimiento.

El desarrollo es fruto de la justicia, de la paz y de la solidaridad. Esta concepción, que la Iglesia propone incansablemente, nos muestra las exigencias impuestas a cualquier persona revestida de responsabilidades públicas en el mundo. Os animo a trabajar con la buena voluntad y el desinterés que suscitan confianza y estimulan la libre cooperación entre todos.

7. Sabéis que, a lo largo del tiempo, los apóstoles del Evangelio siempre han deseado ponerse a pleno servicio del hombre, intentando responder a la vez a sus aspiraciones espirituales y a sus necesidades materiales. Hoy, al aportar su contribución al desarrollo integral del hombre, los católicos toman el relevo de los pioneros de otros tiempos, que a la par que fundaban la Iglesia roturaban las tierras allí donde hacia falta.

Al dirigirme a vosotros con este espíritu, he querido testimoniar el amor de Cristo, que arde en nosotros hacia todo hombre, hacia toda persona herida, hacia quienes esperan sin cesar el completo desarrollo de su persona, hacia el hombre que siempre debe poder contar con la solidaridad de sus hermanos.

Ante la inmensa espera de este continente, con humildad y al mismo tiempo con audacia, pido al mundo que escuche su llamada. Pido a Dios que una a todos los miembros de la gran familia humana en una paz justa, mediante el poder del amor.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 6, pp. 21, 22.



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