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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DEL SUR DE MÉXICO
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Martes 5 de julio de 1994

 

Venerables Hermanos en el Episcopado:

1. Es sumamente grato para mí tener este encuentro con los Pastores del Sur de México, con ocasión de la Visita “ ad limina Apostolorum ”. Junto a vosotros siento cercanos a todos los miembros de las respectivas comunidades eclesiales, a los cuales dirijo también mi afectuoso saludo, asegurándoos, con palabras de san Pablo, que “no ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo... os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él” (Ef 1, 16 ss).

Agradezco, en primer lugar, las amables palabras que en nombre de los presentes me ha dirigido Monseñor Manuel Castro Ruiz, Arzobispo de Yucatán, a las que correspondo reiterando mi vivo afecto, que hago extensivo a los queridos sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, agentes de pastoral y a todos los fieles diocesanos.

Los coloquios personales y los informes quinquenales sobre el estado de vuestras Diócesis han traído a mi mente las inolvidables jornadas vividas con los amadísimos hijos de México, durante las tres visitas pastorales que el Señor me ha concedido realizar, la última a Yucatán, donde pude encontrar a los representantes de las queridas comunidades indígenas de México.

2. En este encuentro de hoy, amados Hermanos, quiero alentaros a seguir reforzando la unidad entre vosotros. Esto será una realidad cada día más palpable si la comunión íntima en la fe y en la caridad penetra vuestro ser y vuestro ministerio pastoral al participar, junto con el Sucesor de Pedro, “de la solicitud por todas las Iglesias” (Christus Dominus, 3).

Me conforta saber que, en la mayoría de los planes pastorales de vuestras diócesis, habéis dado prioridad a la pastoral familiar, y que en la última Asamblea General habéis reflexionado sobre la familia, dando valiosas orientaciones para la organización de dicha pastoral en las diversas regiones de México.

La familia mexicana es depositaria de los grandes valores humanos, espirituales y morales que han hecho posible no sólo la superación de fuertes crisis económicas, políticas, sociales e incluso religiosas, sino que constituyen la garantía de un porvenir mejor a nivel eclesial y social. Continuad, pues, promoviendo y purificando el hondo sentido de lo trascendente que hay en las familias mexicanas y que las abre a la fe y da sólidos fundamentos a la religiosidad popular; suscitando en no pocos de sus miembros el testimonio heroico de esa misma fe que les llevó a dar la vida en el martirio; propagando la solidaridad y la generosidad sobre todo entre los más necesitados; despertando un gran amor y veneración a Nuestra Señora de Guadalupe, presente en todos los hogares mexicanos como su Reina y Madre.

3. Ante los cambios profundos que están afectando a vuestra Nación, la familia no puede quedar a merced de las grandes transformaciones ni ser víctima de los acontecimientos, sino que debe ser protagonista en la promoción y defensa de sus propios valores, fundamentales para el progreso de vuestra Patria, así como para dar mayor vitalidad a las propias comunidades eclesiales. Por eso, comparto con vosotros la preocupación por aquellas familias con características culturales muy particulares, y que por desgracia tienen en común la extrema pobreza. Me refiero especialmente a las familias indígenas y a las que se encuentran marginadas.

Las familias indígenas son una gran riqueza para el país, las cuales debéis cuidar con especial solicitud pastoral, ante todo por la dignidad de sus miembros como hijos de Dios, pero también por todos los valores que poseen en sus propias culturas y por lo que pueden aportar a la Nación con sus formas particulares de concebir la vida, percibir los lazos familiares, organizarse, compartir y practicar la fe cristiana, evitando el riesgo de cerrarse en sí mismas aislándose de la comunidad de la Patria y de la Iglesia, lo cual dificultaría el crecimiento humano, cultural y religioso que anhelan.

Los grupos marginados, con el desarraigo que han sufrido y el rechazo que sufren continuamente, sobre todo en las grandes ciudades, presentan características culturales muy diversas y padecen males muy profundos que requieren iniciativas y medidas pastorales adecuadas, a fin de fortalecer esos núcleos familiares tantas veces disgregados y víctimas de la incuria y el abandono.

4. Junto con la apertura de nuevos mercados en vuestra Nación, se han abierto aún más otras puertas por las que penetran modelos de vida y criterios muy distintos de aquellos que han consolidado la sociedad mexicana. Muchas veces los medios de comunicación social, siguiendo intereses poco éticos, difunden mensajes que llevan a la violencia y al desenfreno de las costumbres.

Frente a ello tenéis, como Pastores, el deber ineludible de guiar a vuestras comunidades eclesiales iluminándolas sobre el recto “camino moral” a seguir, para defender la dignidad inviolable de la persona humana y el valor perenne de la familia, la cual, por ser “una institución fundamental para la vida de toda sociedad..., como comunidad de amor y de vida, es una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana” (Gratissimam Sane, 17). Sin embargo, en vuestra solicitud y labor pastoral no debéis “prescindir nunca de un respeto profundo y sincero –animado por el amor paciente y confiado–, del que el hombre necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones dolorosas”  (Veritatis splendor, 95) .

5. Al hablar de los valores de la familia y de su tutela, vienen a mi mente los tristes hechos que han sembrado dolor y luto en tantos hogares mexicanos. Los momentos por los que atraviesa México son ciertamente difíciles. Como habéis puesto de relieve en el documento conclusivo de la LVI Asamblea Plenaria, os preocupa profundamente “ la violencia, la incertidumbre, la desconfianza y el empobrecimiento creciente” (Nuntius, n. 1, 15 de abril de 1994)).

Pero esta hora difícil es también esperanzadora, pues, apoyados en la fuerza de Cristo Resucitado y en la intercesión de su Madre, se puede vislumbrar el surgimiento de una sociedad más justa y solidaria, y también más cristiana, dando testimonio de unidad.

Por ello, la Iglesia no deja de proclamar que “la disponibilidad al diálogo y a la colaboración incumbe a todos los hombres de buena voluntad y, en particular, a las personas y los grupos que tienen una específica responsabilidad en el campo político, económico y social” (Centesimus annus, 60).

6. Ésta es la hora de una profunda reconciliación nacional, de manera especial entre las queridas comunidades y pobladores de Chiapas. En efecto, se debe trabajar ahora sin descanso, con la ilusión de ofrecer a las generaciones futuras un país en el que colaboren fraternalmente todos los sectores de la sociedad: los trabajadores y empresarios, los habitantes del campo y de la ciudad, los hombres de la cultura y los dedicados a diversas actividades, las autoridades y los ciudadanos. Hoy más que nunca, México necesita paz con justicia; necesita reconciliación, rechazando toda tentación de violencia. La violencia armada sería no sólo un camino equivocado, sino el mayor de los males, como lo muestra tristemente la historia de los recientes conflictos que destruyen a los pueblos vencidos por el odio.

La justicia es un valor que ha de penetrar todas las relaciones humanas a nivel económico, social, político, cultural e incluso religioso. Es un valor que compromete a todos: individuos, familias, grupos sociales, poderes públicos. Por tanto todos están llamados a ponerla en práctica de modo que sea el camino para la auténtica paz.

Ahora bien, observando los acontecimientos con los ojos de la fe, descubrimos que las dolorosas laceraciones que padece, hoy por hoy, la Nación mexicana brotan, como de su raíz más profunda, de la herida que existe en lo más íntimo del hombre, que es el pecado (Reconciliatio et Paenitentia, 2). Por eso, en el urgente proceso de reconciliación que requiere el país, el primer paso a dar es un llamado a la conversión para poder ofrecer con abundancia y generosidad a todos los mexicanos la oportunidad de un encuentro personal con el perdón y la misericordia del Padre y con su Hijo Jesucristo, que nos reconcilia a todos.

A este respecto decía en la Exhortación apostólica “Reconciliatio et Paenitentia”: “La función reconciliadora de la Iglesia debe desarrollarse así según aquel íntimo nexo que une profundamente el perdón y la remisión del pecado de cada hombre a la reconciliación plena y fundamental de la humanidad, realizada mediante la Redención. Este nexo nos hace comprender que, siendo el pecado el principio activo de la división –división entre el hombre y el Creador, división en el corazón y en el ser del hombre, división entre los hombres y los grupos humanos, división entre el hombre y la naturaleza creada por Dios–, sólo la conversión ante el pecado es capaz de obrar una reconciliación profunda y duradera, donde quiera que haya penetrado la división” (Ibíd., 23).

7. Aunque el país cuenta con abundantes recursos naturales, no se puede olvidar que su mayor riqueza son sus gentes y los valores que encarnan. A pesar de las dificultades actuales, los católicos mexicanos en su conjunto cuentan con un riquísimo patrimonio cultural y espiritual. Una fe viva y operante, una arraigada piedad popular, sólidos valores familiares, una devoción tierna y confiada a la Santísima Virgen y una firme adhesión a la Sede de Pedro.

Es grave responsabilidad de los Pastores de la Iglesia conservar ese inapreciable tesoro y preservarlo constantemente de las múltiples agresiones que experimenta por la influencia del materialismo práctico de nuestro tiempo y del proceso de secularización tan extendido en Occidente, sin olvidar la acción disgregadora producida por las sectas y nuevos grupos pseudorreligiosos.

Los difíciles momentos por los que ha pasado recientemente la sociedad mexicana requieren una exquisita prudencia y un claro discernimiento. Aunque es legítimo, y a veces incluso necesario, que los Obispos iluminen todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad con la luz del Evangelio, no se puede olvidar, como enseña el Concilio Vaticano II, que la misión confiada por Cristo a la Iglesia no es de orden político, económico o social, sino religiosa y moral (cf. Gaudium et spes, 42). En efecto, no se contribuye a la comunión ni a la reconciliación con acciones o palabras que sean sólo expresión o promoción ideológica.

8. Por otra parte, como vosotros habéis subrayado en el mensaje antes citado, en México y en el mundo se da una “alarmante crisis de verdad” (Nuntius, nn. 5 y 9, 15 de abril de 1994). Mientras los hombres más necesitan de la verdad, como condición indispensable para toda auténtica reconciliación, no se puede por menos de constatar la mentira, el engaño, las dobles intenciones y la simulación.

A este respecto decía en la Encíclica Veritatis Splendor: “Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia... El Bien supremo y el bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por Él. Únicamente sobre esta verdad es posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que la afectan” (Veritatis Splendor, 98 y 99).

Sólo sobre este sólido fundamento podrá construirse una sociedad justa en la que se garantice la libertad plena para los individuos y los grupos y, en consecuencia, la genuina y duradera paz social que tanto anhela la Nación mexicana.

9. A este propósito, la Iglesia siempre ha rechazado las diversas formas de violencia como camino para resolver los problemas que afligen a la sociedad. Como vosotros mismos habéis reiterado: “ la violencia engendra más violencia” (Nuntius, n.28, 15 de abril de 1994). Ante cualquier forma de violencia la Iglesia proclama el mandamiento del amor fraterno, tratando de persuadir, con su carga de inmensa esperanza, que el auténtico progreso pasa por la conversión de los corazones, lo cual presupone un cambio personal con frutos duraderos, porque son nacidos de la libertad, de la fuerza renovadora de unos propósitos brotados de “ un amor que transciende al hombre y por lo tanto de una efectiva disponibilidad al servicio” (Pablo VI, Octogesima adveniens, 45).

En estos delicados momentos, México requiere, por parte de las diversas Instancias, un alto grado de responsabilidad y madurez que favorezca la mutua comprensión y la convivencia cristiana, para encontrar, mediante el esfuerzo común y el diálogo, las vías más convenientes para la solución de la confrontación y del conflicto.

En este proceso de reconciliación y renovación de la sociedad mexicana tienen los laicos un cometido indeclinable. En efecto, no dejéis de recordar a los laicos cristianos que es “obligación suya propia la instauración del orden temporal, y que actúen en él de una manera directa y concreta, guiados por la luz del Evangelio y el pensamiento de la Iglesia y movidos por el amor cristiano” (Apostolicam actuositatem, 7). Por eso, es también misión vuestra promover una adecuada formación para que los laicos, sin ruptura entre su fe y la vida, sepan exigir sus derechos y cumplir sus deberes mientras están inmersos en las más variadas actividades de la vida social (Christifideles laici, 59).

10. Antes de concluir, os ruego que llevéis mi afectuoso saludo a todos los miembros de vuestras Iglesias particulares: a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos, religiosas y demás agentes de pastoral, a los seminaristas y a los jóvenes, a todas las familias, de modo especial a los niños y a los enfermos. Hacedles saber que el Papa sigue con gran solicitud pastoral e interés los acontecimientos de vuestro noble país, y que cada día pide al Señor que sostenga con su providencia a todos los hombres de buena voluntad que trabajan por la concordia, la reconciliación y la pacífica convivencia de todos los ciudadanos de México.

Al encomendaros a la intercesión maternal de Nuestra Señora de Guadalupe, y como prenda de la constante asistencia divina, os imparto mi Bendición Apostólica.



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