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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE PERÚ ANTE LA SANTA SEDE*


Lunes 18 de diciembre de 1995

 

Señor Embajador:

1. Con sumo gusto recibo las Cartas Credenciales que me presenta y que le acreditan como Embajador extraordinario y plenipotenciario de la República del Perú ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida, quiero agradecerle las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como el atento saludo que el Señor Presidente, Ing. Alberto Fujimori, ha querido hacerme llegar por su medio, a lo cual correspondo rogando a Usted que tenga a bien trasmitirle mis mejores votos de paz y bienestar.

2. Viene Usted a representar a una Nación que ha gozado y goza amplia y profundamente de la presencia de la fe católica en la vida de sus ciudadanos. Son muchos y sólidos los vínculos que, desde siempre, han unido al Perú con la Iglesia, y que han configurado la vida y sentir de sus gentes. A este respecto me complace recordar los luminosos ejemplos de santidad que su País ha ofrecido a la Iglesia y a la humanidad: Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres, Santo Toribio de Mogrovejo, San Juan Macías y San Francisco Solano, la Beata Ana de Monteagudo y otros.

Además, la Iglesia en esa Nación, bajo la guía sabia y prudente de sus Pastores, ora y trabaja sin desfallecer para que los valores morales y la concepción cristiana de la vida sigan inspirando a cuantos de una u otra forma trabajan por construir una Patria mejor. Atenta a las necesidades más profundas de los hombres, desempeña su labor en los campos que le son propios, iluminando con principios espirituales y éticos los ámbitos que contribuyen al bien común. Ella, desde la misión que le corresponde, seguirá colaborando con las diversas instancias públicas para que los ciudadanos encuentren respuestas adecuadas a los desafíos de la hora presente.

3. En este marco de mutua colaboración, la Iglesia dialoga con el “hombre de nuestro tiempo, para que comprenda qué grandes bienes son el matrimonio, la familia y la vida, qué gran peligro constituye el no respetar estas realidades y una menor consideración de los valores supremos en los que se fundamentan la familia y la dignidad del ser humano” (Gratissimam sane, 23). Por eso, desde una visión integral del hombre, reafirma el insustituible papel que corresponde a la familia, cuya profunda identidad se debe defender y aceptar como “una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, como una sociedad soberana” (ib. 17). En efecto, el núcleo familiar debe estar al servicio de una vida plenamente humana y ser un punto de partida para la armonía social, puesto que “ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia. Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones competentes, especialmente a los responsables de la política, así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa modernidad” (ib. 17).

Se trata, en definitiva, de promover los verdaderos valores, que no son patrimonio exclusivo de los cristianos, sino que son compartidos por millones de personas de diversas razas y convicciones religiosas, que anhelan cada vez con mayor insistencia la defensa de la familia.

4. En estos últimos tiempos he visto surgir con renovado ardor en vuestro pueblo la aspiración por la paz, conscientes de que el diálogo es siempre la mejor solución para los conflictos. Asimismo, se han multiplicado los esfuerzos por superar las plagas de la droga, “funesto veneno que algunos explotan sin el menor escrúpulo” (Homilía en Cuzco, n. 4, 3 de febrero de 1985), del terrorismo y la lucha armada que, “ofende a Dios, a quien la sufre y a quien la practica” (Discurso en la ciudad de Ayacucho, n. 6, 3 de febrero de 1985). Son signos de esperanza que hacen prever un futuro mejor. Para perseverar en dicho camino se debe continuar promoviendo una educación que favorezca el respeto a la vida y la dignidad de la persona humana, así como unas directrices políticas que aseguren la convivencia social, el derecho al trabajo y, sobre todo, la justicia y la paz.

5. Soy consciente de las dificultades que su País ha de afrontar actualmente en el encomiable esfuerzo por lograr un mayor desarrollo económico y social. El peso de la deuda internacional y el deseo de querer solucionar en un breve espacio de tiempo los problemas demográficos, pueden llevar fácilmente a la tentación de afrontar y resolver estos graves problemas no respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida (cf. Evangelium vitae, 16). Para ello es también urgente poder contar, a nivel internacional, con políticas familiares y sociales claras y firmes, con programas de cooperación y de justa producción y distribución de los recursos. Sólo de este modo el continuo trabajo por lograr en vuestra Nación un desarrollo digno y solidario, que alcance particularmente a los más necesitados, conseguirá construir una sociedad más humana, tolerante y abierta a lo trascendente.

6. En el momento en que se dispone a iniciar la alta función para la que ha sido designado, quiero formularle mis más cordiales votos por el feliz y fructuoso desempeño de su misión ante esta Sede Apostólica, siempre deseosa de que se mantengan y consoliden cada vez más las buenas relaciones ya existentes con la República del Perú. Al pedirle que se haga intérprete ante el Señor Presidente de la República, su Gobierno y el querido pueblo peruano, de mis sentimientos y augurios, le aseguro mi plegaria al Todopoderoso para que, por intercesión de Nuestra Señora de la Evangelización, asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a sus colaboradores, a los Gobernantes y ciudadanos de su noble País, al que recuerdo siempre con particular afecto y sobre el que invoco abundantes bendiciones del Altísimo.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XVIII, 2 p.1417-1420.

L’Osservatore Romano 18-19.12.1995 p.6.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n. 51, p.11 (p.711).

 



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