DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE COLOMBIA EN VISITA "AD LIMINA"
Jueves 30 de septiembre de 2004
Queridos Hermanos en el Episcopado:
1. Me complace recibiros en este encuentro que, al final de vuestra visita ad limina, me permite saludaros a todos juntos y alentaros en la esperanza, tan necesaria para el ministerio que generosamente ejercéis en las respectivas archidiócesis y diócesis de las provincias eclesiásticas de Bogotá, Bucaramanga, Ibagué, Nueva Pamplona, Tunja y la recientemente erigida de Villavicencio.
Con la peregrinación a las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo habéis tenido oportunidad de robustecer los lazos que unen vuestro quehacer de hoy con la misión encomendada por Cristo a los Doce e inspiraros en su ejemplo de abnegada y constante entrega a la evangelización de todos los pueblos. En este encuentro, y en los demás tenidos con los diversos Organismos de la Curia Romana, se hace patente y efectiva la comunión con la Sede de Pedro y la solicitud que han de tener todos los Obispos por la Iglesia universal (cf. Lumen gentium, 23).
Agradezco al Señor Cardenal Pedro Rubiano Sáenz las palabras que me ha dirigido en nombre de todos, expresando vuestra adhesión y sincero afecto. De este modo reflejáis también el profundo espíritu religioso del pueblo colombiano y el gran aprecio de vuestras comunidades por el Papa. Llevadles mi saludo y recordadles que los tengo muy presentes en la oración, especialmente en estos momentos difíciles para la Nación.
2. En vuestro ministerio contáis con factores decisivos para llevar a cabo la obra de la evangelización, como son el creciente número de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la amplia presencia de Institutos religiosos que enriquecen las Iglesias particulares, así como la existencia de tantos centros de estudio y formación. Todo ello manifiesta la hondura que ha alcanzado la fe cristiana en el País y el dinamismo del compromiso apostólico, tanto de los fieles individualmente como de las instituciones eclesiásticas. Al mismo tiempo, esto representa un patrimonio inestimable para ayudar a todos los bautizados a realizar su verdadera y última vocación: llegar a la santidad (cf. Lumen gentium, 39).
En efecto, ésta es la meta y el programa básico de toda acción pastoral. “Sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (Novo millennio ineunte, 31). Precisamente por estas fechas, la visita de las reliquias de Santa Teresa del Niño Jesús a las tierras colombianas es una oportunidad para tomar conciencia de que todos estamos llamados a la santidad, objetivo fundamental de la misión de la Iglesia.
3. Al analizar la situación de la Iglesia y de la sociedad colombiana habéis constatado el incremento de un fenómeno realmente preocupante, como es el deterioro moral. Se presenta de muy diversas formas y afecta a los más variados ámbitos de la vida personal, familiar y social, socavando la importancia intrínseca de una conducta moralmente recta y poniendo en serio peligro la autenticidad misma de la fe, que “suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la observancia de los mandamientos divinos” (Veritatis splendor, 89).
Es un fenómeno debido, en parte, a ideologías que niegan al ser humano la capacidad de conocer con nitidez el bien y de ponerlo en práctica. Aunque, con más frecuencia, se trata de una conciencia ofuscada o que intenta justificar engañosamente la propia conducta, con el apoyo de un ambiente que, de forma deslumbrante, presenta falsos valores tendentes a ocultar o denigrar el bien supremo al que aspira la persona en lo más profundo de su corazón.
Es, pues, un reto de gran importancia que implica distintas líneas de acción pastoral teniendo como modelo a Jesús, el Buen Pastor, que vino precisamente a llamar a pecadores (cf. Mt 9, 13), acercándose a muchos de ellos e instándoles a cambiar su modo de vivir (cf. Lc 19, 8).
4. La misericordia de Jesús y su compasión ante la fragilidad humana no le impedían indicar con claridad cuál era la conducta a seguir o las actitudes más acordes con la voluntad divina, desarticulando a menudo las argumentaciones insidiosas de sus adversarios; eso le granjeó la admiración de las gentes, “porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mt 7, 29). Tampoco se inhibía el Señor cuando debía denunciar hipocresías o desmanes. Siguiendo sus enseñanzas, los Apóstoles en su predicación no dejaron de insistir en las exigencias éticas de quienes estaban llamados a vivir “en la justicia y la santidad de la verdad” (Ef 4, 24).
Como sucesores suyos, corresponde a los Obispos enseñar “que las cosas mismas de este mundo y las instituciones humanas, según el designio de Dios Creador, se ordenan a la salvación de los hombres” (Christus Dominus, 12). Proclamar la justicia, la verdad, la fidelidad o el amor al prójimo, en todas sus implicaciones concretas, es inherente al anuncio evangélico en su integridad. Este anuncio contribuye a la formación de una conciencia recta e ilumina a todos los hombres de buena voluntad: así “puede que oigan y se torne cada cual de su mal camino” (Jr 26, 3).
Esta enseñanza, íntegra y en plena sintonía con la doctrina moral de la Iglesia, será mucho más fructuosa si va unida al ejemplo personal, el acompañamiento constante y el aliento incansable. En efecto, “el Obispo es el primer predicador del Evangelio con la palabra y con el testimonio de vida” (Pastores gregis, 26). Esto es importante especialmente en el presente momento histórico en el que, por una parte, la fuerza de voluntad se ve cercada por la tentación de una vida fácil y, por otra, la insistencia en los derechos oculta la necesidad de asumir los propios deberes y responsabilidades. Mucho pueden hacer los pastores, las personas consagradas, los catequistas y los demás agentes evangelizadores mediante su gozoso testimonio personal de vida intachable poniendo de relieve los verdaderos valores humanos.
De esta forma manifiestan, por un lado, que la plenitud de vida según los criterios del Evangelio está en el ser y no en el tener; por otro, asumir las propias obligaciones, aunque a veces sea costoso, es un requisito indispensable para afirmar la verdadera dignidad de la persona, lo que genera además una paz interior fruto del deber cumplido y del esfuerzo realizado por una causa justa. Una paz que se extiende también al entorno social y, en especial, a las instituciones, cuando éstas, basadas en un auténtico espíritu de servicio al bien común, están regidas por criterios de igualdad, justicia, honradez y verdad.
5. Recientemente habéis reflexionado sobre la iniciación cristiana como uno de los puntos claves de la evangelización. Un argumento crucial y apasionante a la vez, pues responde directamente al mandato de Cristo: “haced discípulos a todas las gentes [...] enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 19-20). Se trata de cultivar la fe naciente, como brotes que acrecientan y dan nueva vida a la Iglesia de Dios. Iniciar en la fe es también, para los pastores y las comunidades, una magnífica oportunidad de revivir el misterio salvador de Dios desde sus comienzos: el don inmerecido de la gracia santificante que nos une más profundamente a Cristo; la efusión del Espíritu Santo que transforma y vivifica, haciendo de la vida humana un continuo crecimiento como nueva criatura; la incorporación a la Iglesia para ser con ella germen e inicio del Reino de Dios en la tierra (cf. Lumen gentium, 5). Todo ello pone ante los ojos lo sublime de nuestro origen como cristianos y la excelsa vocación a la que estamos llamados.
En las diversas fases de la iniciación cristiana, quien enseña los misterios de la salvación se ve, además, en la necesidad de profundizar cada día en ellos, sin dar nada por consabido o descontado, descubriendo continuamente su grandeza y manteniendo vivo el estupor ante lo sublime. Eso le será de gran ayuda no sólo para acrecentar su propia fe y consolidar el compromiso bautismal, sino también para tomar conciencia de la gran responsabilidad que asume ante los catecúmenos y neófitos. El futuro de éstos como discípulos de Jesús estará condicionado, en buena medida, por el ejemplo de las personas que les han formado, así como por la capacidad de inculcar en sus corazones una fe viva, sólida y completa.
La necesidad de una iniciación cristiana organizada, adaptada a la condiciones culturales de nuestro tiempo y de cada lugar, dirigida por pastores y catequistas ejemplares bien capacitados, se convierte en una prioridad, sobre todo allí donde el ambiente social es desfavorable al crecimiento en la fe o fallan los cauces para su transmisión y desarrollo, como son la familia, la escuela o la misma comunidad cristiana. Tal vez pueda ser útil inspirarse en la disciplina de los primeros siglos, cuando, además de comprobar la buena intención de los candidatos, se les instruía con esmero en el mensaje de Cristo y en la conducta propia del cristiano, examinando después “si han vivido correctamente su catecumenado, si han honrado a las viudas, si han visitado a los enfermos, si han hecho obras buenas” (Traditio Apostolica, 20).
6. Al concluir este encuentro, deseo alentar vuestra esperanza, tan necesaria sobre todo en la difícil situación por la que atraviesa Colombia, de donde llegan continuas noticias de atentados a la vida, a la libertad y a la dignidad de las personas, como si el ser humano fuera una mercancía de insignificante valor.
Es notoria también la magnitud adquirida por el fenómeno del secuestro de personas, plaga que asola a miles de familias y que muestra, una vez más, la perversión a la que puede llegar la bajeza humana cuando, en aras de siniestros intereses, se pierde toda perspectiva moral y no se reconocen ni respetan los derechos más fundamentales del hombre. En Colombia, muchos de estos males encuentran su origen en el narcotráfico, con ramificaciones en muchos sectores, y que aflige desde hace años a la Nación con incalculables consecuencias negativas en todos los ámbitos de la vida social.
Ante tales hechos, comparto vuestro dolor y aprecio tantos esfuerzos realizados por alejar la violencia, eliminar sus causas y atenuar sus efectos, prestando adecuada atención a las víctimas y alentando incansablemente a quienes desean abandonar el lenguaje de las armas para emprender el camino del diálogo pacífico.
Os ruego, queridos Hermanos Obispos, que llevéis mi aliento y cordial saludo a vuestras Iglesias particulares, en especial a los sacerdotes, comunidades religiosas, catequistas y demás personas dedicadas a la apasionante tarea de ser portadores de la luz de Cristo y mantenerla viva en el Pueblo de Dios.
Mientras invoco la protección de Nuestra Señora de Chiquinquirá sobre vuestras tareas apostólicas, así como sobre todos los queridos colombianos, os imparto con afecto la Bendición Apostólica.
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