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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LOS JEFES DE MISIÓN DIPLOMÁTICA
DESPUÉS DE LA MISA DE MEDIANOCHE
*

Sala Clementina
Martes 25 de diciembre de 1961

 

Está aún muy próximo y muy presente a nuestro espíritu el recuerdo de nuestro agradable encuentro con el Cuerpo Diplomático con ocasión de nuestro reciente aniversario. He aquí que después de esta emocionante fiesta de familia nos volvemos a encontrar en la intimidad, aun más conmovedora, de una celebración litúrgica en esta noche de Navidad, cuyas misteriosas armonías son ricas en notas sugestivas para todas las almas creyentes.

Es la cuarta vez que os invitamos a asociaros a nuestra misa de medianoche.

Vosotros habéis querido manifestar el placer que sentís al rodearnos en esta circunstancia. Es también para nosotros —permitid que lo digamos— una viva satisfacción el ver, en esta santa noche, a los representantes de las naciones velar con Nos alrededor del pesebre del Niño de Belén.

Nos satisface, en efecto, consideraros como una especie de delegados del mundo entero, que evocan a nuestros ojos, en un panorama grandioso, a los múltiples pueblos por los que elevamos a Dios, en este instante privilegiado, una oración fervorosa. Nada, en efecto, conmueve tanto a nuestro corazón como la prosperidad de los pueblos, su bienestar espiritual y material, que Nos querríamos ver asegurado, y, en particular, el beneficio incomparable al que todos ellos aspiran y que, en cierta manera, condiciona a todos los demás: la paz.

«Tan grande es el don de la paz, dice San Agustín, que aun en las cosas terrestres y mortales nada se puede enumerar que sea más agradable, nada buscar que sea más deseable, nada encontrar, en fin, que sea mejor» (De Civitate Dei, XIX, 11).

¡Cómo permanece universalmente verdadera esta frase del gran doctor! ¡Y qué relieve adquiere a la luz del misterio de Navidad!

Es, en efecto, el Príncipe de la paz quien hace hoy su entrada en el mundo. Esta es la paz que los coros angélicos anuncian en su nombre, esta noche, a los hombres de buena voluntad. Tal es la paz de los hombres entre sí y de ellos con Dios, que Cristo viene a predicar y a establecer sobre la tierra y que sellará con su sangre.

No se trata, evidentemente, de cualquier paz. La Iglesia, heredera de las enseñanzas de su divino Fundador, ama la paz que reposa sobre la justicia; aquélla que reconoce los derechos legítimos de los otros, y los respeta; la paz que resulta de negociaciones libres y leales, aunque éstas impongan en ocasiones sacrificios, renuncias, a las que cada una de las partes interesadas debe estar presta a consentir de buen grado en interés de todos, porque todos, sin excepción, individuos y pueblos, desean vivir pacíficamente sobre la tierra.

Al veros aquí reunidos es natural que nuestro pensamiento se transporte en primer lugar, sobre los pueblos que tan dignamente representáis cerca de Nos. Pero Él va también —y permitid que lo diga, con un particular afecto— hacia los hijos lejanos de otras naciones igualmente queridas para nuestro corazón, que también aspiran a la verdadera paz, pero que no están oficialmente representadas aquí en esta noche de Navidad. A estos hijos lejanos, nuestro corazón les sigue y nuestra oración les acompaña, día a día, en los sacrificios que deben muchas veces soportar en nombre de Cristo.

Nuestro pensamiento se vuelve, en fin, hacia quienes tienen en sus manos el destino temporal de los pueblos, y de quienes depende en gran parte el mantenimiento y el progreso de la paz sobre la tierra. Nos hemos recordado, en nuestro radiomensaje de Navidad, cuán grande es su responsabilidad delante de Dios. Lo es también delante de los hombres, porque el juicio de la historia será severo para aquellos que no hayan hecho todo lo que estaba en su mano a fin de alejar de la humanidad el azote de la guerra. Por esto de todo corazón Nos oramos para que la dulce claridad de la noche de Navidad les ilumine a ellos también —a ellos, sobre todo— y para que la estrella de Belén les guíe por los senderos de la paz.

Si los hombres no pueden, con frecuencia, dar la paz, pueden, sin embargo, en una cierta medida, merecerla por su fidelidad a la ley moral, por su cuidado en hacer florecer y germinar todas las semillas del bien depositadas por Dios en el corazón humano. Las virtudes que merecen la paz las veis, queridos señores, representadas en los muros de esta sala, justa-mente llamada "Clementina", en la cual se celebra hoy por primera vez la misa de Navidad. Nuestro predecesor Clemente VIII, queriendo honrar al primer Papa que llevó su nombre, San Clemente, hizo representar aquí, además del martirio y la glorificación del Pontífice, cuatro virtudes, una en lo alto de cada pared. Son la justicia, la clemencia, la religión y la caridad, magnifico ramillete de Navidad en verdad, que armoniza también con el misterio del divino Niño del pesebre, venido a enseñar a los hombres estas virtudes de las que es perfecto modelo.

Pero estas virtudes, como el gran don de la paz, hay que esperarlas del cielo. "Hodie nobis de coelo pax vera descendit", canta la liturgia de la Iglesia Romana: Del cielo desciende hoy la verdadera paz. Y es del cielo del que las oraciones de los hombres harán descender todo lo que es objeto de los deseos tan ardientes de la humanidad. Vosotros tenéis de ello conciencia, excelencias y queridos señores, y por ello habéis querido venir aquí esta noche para uniros a nuestra oración. Con vosotros están aquí igualmente, gracias a la radio y a la televisión, muchos otros asistentes invisibles. Pensamos, en particular, en las personas ancianas y enfermas que, no pudiendo salir de sus casas, tienen al menos así el consuelo de estar, en cierta manera, presentes en la misa del Papa. Que ellas tengan la seguridad de un recuerdo especial en nuestra oración y de nuestros más paternales estímulos.

En cuanto a vosotros, señores, permitidnos volveros a decir, al terminar, cuánto nos conmueve vuestra presencia y desearos de todo corazón una buena y feliz Navidad, mientras invocamos sobre vuestras personas, sobre quienes os son queridos y sobre todas vuestras patrias, las gracias de paz, prometidas en esta santa noche a los hombres de buena voluntad.


* AAS 54 (1962) 41-44.

Discorsi, messaggi, colloqui, vol. IV, págs. 119-122.

 



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