MENSAJE DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
CON MOTIVO DEL CONGRESO INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA
[Universidad Católica "Nuestra Señora de la Asunción" (Paraguay), 8-10 de octubre de 2025]
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Queridos hermanos y hermanas:
Quiero dirigir mi saludo en primer lugar a Su Excelencia Reverendísima Mons. Francisco Javier Pistilli Scorzara, P. Sch., Gran Canciller de la Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción, y a todos los organizadores y participantes en ese congreso internacional que trata de analizar el papel y significado del pensamiento filosófico cristiano en la configuración cultural del continente, en vistas a iluminar desde la fe los desafíos contemporáneos.
Con el congreso buscan ser un espacio de «encuentro, diagnóstico, diálogo y proyección». Buscar el encuentro es un propósito loable, que se opone a la tentación de quienes han visto en la reflexión racional —dado que surgió en ámbito pagano— una amenaza que podría “contaminar” la pureza de la fe cristiana. Pío XII, en la encíclica Humani generis, advertía contra la actitud de aquellos que, pretendiendo exaltar la Palabra de Dios, terminaban rebajando el valor de la razón humana (n. 4). Esta desconfianza hacia la filosofía se percibe también en algunos autores modernos, como el teólogo reformado Karl Barth. Frente a ello, san Agustín recordaba: «quien reprueba indistintamente toda filosofía, condena el mismo amor a la sabiduría» (De ordine, I, 11, 32). Por eso, el creyente no debería mantenerse distante de lo que proponen las diversas escuelas filosóficas, sino entrar en diálogo con ellas desde la Sagrada Escritura.
De este modo, el pensamiento filosófico es un espacio de encuentro privilegiado con quienes no comparten el don de la fe. Sé por experiencia que la incredulidad suele ir unida a un número de prejuicios históricos, filosóficos y de otros órdenes. Sin reducir la filosofía a una mera herramienta apologética, es inmenso el bien que un filósofo creyente puede conseguir con su testimonio de vida y con aquello a lo que nos alienta el apóstol Pedro: «glorifiquen en sus corazones a Cristo, el Señor. Estén siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen» (1 P 3,15).
El segundo propósito, el diagnóstico, nos permite desenmascarar la pretensión de alcanzar el conocimiento trascendente por mero análisis racional, hasta el punto de confundir los bienes propios de una vida “según razón” con aquellos que sólo pueden llegar a nosotros por la gracia divina. En la Antigüedad, el monje Pelagio sostenía que la voluntad humana bastaba para cumplir los mandamientos sin el auxilio indispensable de la gracia, tesis a la que san Agustín respondió de un modo tan completo como profundo. En la Modernidad, G. W. F. Hegel, con su especulación sobre el “espíritu absoluto”, acabó subordinando la fe al despliegue racional del espíritu. En diversos pensadores se descubre la misma ilusión, o sea, el pensar que la razón y la voluntad bastan por sí mismas para alcanzar la verdad.
No debemos olvidar que la filosofía, siendo una ardua tarea de la inteligencia humana, puede escalar cumbres que iluminan y ennoblecen, pero también descender a oscuros abismos de pesimismo, misantropía y relativismo, allí donde la razón, cerrada a la luz de la fe, se convierte en sombra de sí misma. No todo lo que se reviste del nombre de “racional” o “filosófico” posee, en sí mismo, idéntico valor: su fecundidad se mide por su conformidad con la verdad del ser y por su apertura a la gracia que ilumina toda inteligencia. Con genuina empatía hacia todos, hemos de ofrecer nuestro aporte para que la noble tarea del filosofar revele más y mejor la dignidad del hombre creado a imagen de Dios, la clara distinción entre el bien y el mal, y la fascinante estructura de lo real que conduce al Creador y Redentor.
El paso sucesivo es esencial: el diálogo. Este ha resultado extraordinariamente fecundo para los grandes pensadores, teólogos y filósofos cristianos. Ellos han demostrado cómo la racionalidad humana es un don expresamente querido por el Creador y cómo la búsqueda más profunda de nuestra inteligencia tiende hacia la sabiduría, que se manifiesta en la creación y alcanza su culmen en el encuentro con nuestro Señor Jesucristo, que nos revela al Padre. Desde este enfoque, ya reconocible en el siglo II en san Justino, filósofo y mártir, y prolongado luego en figuras tan eminentes como san Buenaventura o santo Tomás de Aquino, se muestra que la fe y la razón no sólo no se oponen, sino que se apoyan y complementan de modo admirable. Como decía mi Predecesor, san Juan Pablo II: «La relación íntima entre la sabiduría teológica y el saber filosófico es una de las riquezas más originales de la tradición cristiana en la profundización de la verdad revelada» (Fides et Ratio, 105).
El pensador cristiano está llamado a ser un recordatorio vivo de la auténtica vocación filosófica como búsqueda honesta y perseverante de la Sabiduría. En tiempos en que tantas cosas, y aun las personas mismas, se ven como descartables, y en que la multiplicación de avances tecnológicos parece dejar en penumbra a los problemas más trascendentes, la filosofía tiene mucho que cuestionar y mucho que ofrecer, en el diálogo entre fe y razón e Iglesia y mundo.
Finalmente, la proyección se nos propone como tarea en el campo de intersección entre filosofía y fe. Sin duda, la filosofía, más incluso por sus preguntas que por sus respuestas, nos permite indagar el núcleo de los valores y defectos presentes en cada pueblo. En esta línea, el quehacer de los filósofos creyentes no puede limitarse a proclamar, así sea en un lenguaje elaborado, lo exclusivo de la propia cultura. La cultura en este sentido no puede ser el fin. San Agustín afirma que no se debe amar la verdad porque se conoció por tal o cual sabio o filósofo, «sino porque es la verdad, aunque ninguno de aquellos filósofos la haya conocido» (Carta a Dióscoro, n. 118, IV, 26). Por el contrario, es necesario que, sin perder de vista las riquezas culturales, estos pensadores nos ayuden a situarlas dentro del conjunto de las grandes tradiciones de pensamiento; de este modo, su aporte será magnífico y si además con este conocimiento se instruyen los obispos, sacerdotes y misioneros que están llamados a llevar la Buena Noticia, el Mensaje salvífico se transmitirá con un lenguaje más comprensible y pertinente para todos.
Al encomendar al Señor el fruto de sus trabajos, invoco sobre todos ustedes la protección de la Bienaventurada Virgen María, Trono de la Sabiduría, y les imparto la Bendición Apostólica como prenda de copiosos bienes celestes.
Vaticano, 3 de octubre de 2025
LEÓN PP. XIV
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