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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA 66 ASAMBLEA GENERAL
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Aula del Sínodo
Lunes 19 de mayo de 2014

Vídeo

A mí siempre me ha impresionado cómo termina este diálogo entre Jesús y Pedro: «¡Sígueme!» (Jn 21, 19). La última palabra. Pedro había pasado por muchos estados de ánimo, en ese momento: la vergüenza, porque se acordaba de las tres veces que había negado a Jesús, y luego un poco de turbación, no sabía cómo responder, y después la paz, se quedó tranquilo, con ese «¡Sígueme!». Pero más tarde, llegó el tentador otra vez, la tentación de la curiosidad: «Dime, Señor, y de este [el apóstol Juan] ¿qué puedes decirme? ¿Qué pasará con este?». «A ti no te importa. Tú, sígueme». Yo quisiera marcharme de aquí con este mensaje, solamente... Lo oí mientras escuchaba esto: «A ti no te importa. Tú, sígueme». Ese seguir a Jesús: ¡esto es importante! Es más importante para nosotros. A mí siempre, siempre me ha conmovido esto...

Os agradezco esta invitación, doy las gracias al presidente por sus palabras. Agradezco a los miembros de la presidencia... Un periódico decía, de los miembros de la presidencia, que «este es hombre del Papa, este no es hombre del Papa, este es hombre del Papa...». Pero la presidencia, de cinco o seis, son todos hombres del Papa, para hablar con este lenguaje «político»... Nosotros, en cambio, debemos usar el lenguaje de la comunión. La prensa a veces inventa muchas cosas, ¿no?

Al prepararme para esta cita de gracia, he reflexionado varias veces en las palabras del Apóstol, que expresan lo que tengo —lo que tenemos todos— en el corazón: «Tengo ganas de veros, para comunicaros algún don espiritual que os fortalezca; para compartir con vosotros el mutuo consuelo de la fe común: la vuestra y la mía» (Rm 1, 11-12).

He vivido este año tratando de ponerme en los pasos de cada uno de vosotros: en los encuentros personales, en las audiencias así como en las visitas en el territorio, he escuchado y compartido el relato de esperanzas, cansancios y preocupaciones pastorales; partícipes de la misma mesa, nos hemos reconfortado al volver a encontrar en el pan partido el perfume de un encuentro, razón última de nuestro ir hacia la ciudad de los hombres, con el rostro alegre y la disponibilidad a ser presencia y evangelio de vida.

En este momento, junto al reconocimiento por vuestro generoso servicio, quisiera ofrecer algunas reflexiones con las cuales reconsiderar el ministerio, para que se conforme cada vez más a la voluntad de Aquel que nos ha puesto como guía de su Iglesia.

A nosotros nos mira el pueblo fiel. El pueblo nos mira. Recuerdo una película: «Los niños nos miran», era hermoso. El pueblo nos mira. Nos mira para que le ayudemos a captar la singularidad de su vida cotidiana en el contexto del designio providencial de Dios. Nuestra misión es una misión ardua: requiere conocer al Señor, hasta permanecer en Él; y, al mismo tiempo, tener un lugar en la vida de nuestras Iglesias particulares, hasta conocer los rostros, las necesidades y las potencialidades. Si la síntesis de esta doble exigencia se confía a la responsabilidad de cada uno, algunos rasgos son en cualquier caso comunes; y hoy quisiera indicar tres de ellos, que contribuyen a delinear nuestro perfil de Pastores de una Iglesia que es, ante todo, comunidad del Resucitado, por lo tanto, su cuerpo y, por último, anticipo y promesa del Reino.

De este modo deseo también ir al encuentro —al menos indirectamente— de cuantos se preguntan cuáles son las expectativas del obispo de Roma acerca del episcopado italiano.

1. Pastores de una Iglesia que es comunidad del Resucitado

Preguntémonos, por lo tanto: ¿Quién es Jesucristo para mí? ¿Cómo ha marcado la verdad de mi historia? ¿Qué dice de Él mi vida?

La fe, hermanos, es memoria viva de un encuentro, alimentado con el fuego de la Palabra que plasma el ministerio y unge a todo nuestro pueblo; la fe es un sello puesto en el corazón: sin esta custodia, sin la oración asidua, el Pastor está expuesto al peligro de avergonzarse del Evangelio, terminando por diluir el escándalo de la cruz en la sabiduría mundana.

Las tentaciones, que tratan de oscurecer el primado de Dios y de su Cristo, son «legión» en la vida del Pastor: van desde la tibieza, que deriva en la mediocridad, a la búsqueda de una vida tranquila, que esquiva renuncias y sacrificio. Es tentación la prisa pastoral, al igual que su hermanastra, esa acedia que conduce a la impaciencia, como si todo fuese sólo un peso. Tentación es la presunción de quien se ilusiona de poder contar sólo con sus propias fuerzas, con la abundancia de recursos y de estructuras, con las estrategias organizativas que sabe poner en práctica. Tentación es acomodarse en la tristeza, que mientras apaga toda expectativa y creatividad, deja insatisfechos y, por lo tanto, incapaces de entrar en la vida de nuestra gente y de comprenderla a la luz de la mañana de Pascua.

Hermanos, si nos alejamos de Jesucristo, si el encuentro con Él pierde su lozanía, acabamos tocando con la mano sólo la esterilidad de nuestras palabras y de nuestras iniciativas. Porque los proyectos pastorales sirven, pero nuestra confianza está puesta en otra parte: en el Espíritu del Señor, que —en la medida de nuestra docilidad— nos abre de par en par continuamente los horizontes de la misión.

Para evitar encallarnos en los escollos, nuestra vida espiritual no puede reducirse a algunos momentos religiosos. En la sucesión de los días y de las estaciones, en el alternarse de las edades y de los acontecimientos, entrenémonos en considerarnos a nosotros mismos mirando a Aquel que no pasa: espiritualidad es regreso a lo esencial, a ese bien que nadie puede quitarnos, la única cosa verdaderamente necesaria. También en los momentos de aridez, cuando las situaciones pastorales se hacen difíciles y se tiene la impresión de haber sido dejados solos, ella es manto de consolación mayor que toda amargura; es medida de libertad del juicio del así llamado «sentido común»; es fuente de alegría, que nos hace acoger todo de la mano de Dios, hasta contemplar su presencia en todo y en todos.

No nos cansemos, por lo tanto, de buscar al Señor —de dejarnos buscar por Él—, de cuidar en el silencio y en la escucha orante nuestra relación con Él. Mantengamos fija la mirada en Él, centro del tiempo y de la historia; hagamos lugar a su presencia en nosotros: es Él el principio y el fundamento que envuelve de misericordia nuestras debilidades y todo lo transfigura y lo renueva; es Él lo más precioso que estamos llamados a ofrecer a nuestra gente, si no queremos dejarla a merced de una sociedad de la indiferencia, tal vez de la desesperación. De Él —incluso si lo ignorase— vive todo hombre. En Él, Hombre de las Bienaventuranzas —página evangélica que vuelve diariamente en mi meditación— pasa la medida alta de la santidad: si queremos seguirlo, no se nos ofrece otro camino. Recorriéndolo con Él, nos descubrimos pueblo, hasta reconocer con estupor y gratitud que todo es gracia, incluso las fatigas y las contradicciones de la vida humana, si se viven con corazón abierto al Señor, con la paciencia del artesano y con el corazón del pecador arrepentido.

La memoria de la fe es así compañía, pertenencia eclesial: he aquí el segundo rasgo de nuestro perfil.

2. Pastores de una Iglesia que es cuerpo del Señor

Intentemos, de nuevo, preguntarnos: ¿qué imagen tengo de la Iglesia, de mi comunidad eclesial? ¿Me siento su hijo, además de Pastor? ¿Sé dar gracias a Dios, o percibo sobre todo sus retrasos, los defectos y las faltas? ¿En qué medida estoy dispuesto a sufrir por ella?

Hermanos, la Iglesia —en el tesoro de su Tradición viva, que en el último tiempo resplandece en el testimonio santo de Juan XXIII y de Juan Pablo II— es la otra gracia de la cual hemos de sentirnos profundamente deudores. Por lo demás, si hemos entrado en el Misterio del Crucificado, si hemos encontrado al Resucitado, es en virtud de su cuerpo, que en cuanto tal no puede ser más que uno. La unidad es don y responsabilidad: el ser sacramento configura nuestra misión. Requiere un corazón desprendido de todo interés mundano, lejano de la vanidad y de la discordia; un corazón acogedor, capaz de sentir con los demás y también de considerarlos más dignos que uno mismo. Así nos aconseja el apóstol.

En esta perspectiva suenan más actuales que nunca las palabras con las que, hace exactamente cincuenta años, el venerable Papa Pablo VI—a quien tendremos la alegría de proclamar beato el próximo 19 de octubre, al concluir el Sínodo extraordinario de los obispos sobre la familia— se dirigía precisamente a los miembros de la Conferencia episcopal italiana y proponía como «cuestión vital para la Iglesia» el servicio a la unidad: «Ha llegado el momento (¿y deberemos nosotros dolernos de esto?) de darnos a nosotros mismos y de imprimir a la vida eclesiástica italiana un fuerte y renovado espíritu de unidad». Se os entregará hoy este discurso. Es una joya. Es como si hubiese sido pronunciado ayer, es así.

Estamos convencidos de ello: la falta o en cualquier caso la pobreza de comunión constituye el mayor escándalo más grande, la herejía que desfigura el rostro del Señor y destroza a su Iglesia. Nada justifica la división: mejor ceder, mejor renunciar —dispuestos a veces incluso a cargar sobre uno mismo la prueba de una injusticia— antes que lacerar la túnica y escandalizar al pueblo santo de Dios.

Por ello, como Pastores, debemos huir de las tentaciones que de otra manera nos desfiguran: la gestión personalista del tiempo, como si pudiese existir un bienestar prescindiendo del de nuestras comunidades; las habladurías, las medias verdades que se convierten en mentiras, la letanía de los lamentos que descubren íntimas decepciones; la dureza de quien juzga sin implicarse y el laxismo de quienes condescienden sin hacerse cargo del otro. Y más: la erosión de los celos, la ceguera inducida por la envidia, la ambición que genera corrientes, camarillas, sectarismo: qué vacío está el cielo de quien está obsesionado de sí mismo... Y, luego, el repliegue que va a buscar en las formas del pasado las seguridades perdidas; y la pretensión de quienes quisieran defender la unidad negando las diversidades, humillando así los dones con los que Dios sigue haciendo joven y hermosa a su Iglesia...

Respecto a estas tentaciones, precisamente la experiencia eclesial constituye el antídoto más eficaz. Emana de la única Eucaristía, cuya fuerza de cohesión genera fraternidad, posibilidad de acogerse, perdonarse y caminar juntos; Eucaristía, de donde nace la capacidad de hacer propia una actitud de sincera gratitud y de conservar la paz incluso en los momentos más difíciles: esa paz que permite no dejarse abrumar por los conflictos —que luego, a veces, se revelan crisol que purifica—, así como también no acunarse en el sueño de recomenzar siempre en otro lugar.

Una espiritualidad eucarística llama a participación y colegialidad, para un discernimiento pastoral que se alimenta en el diálogo, en la búsqueda y en la fatiga del pensar juntos: no por nada Pablo VI, en el discurso citado —después de definir el Concilio «una gracia», «una ocasión única y feliz», «un incomparable momento», «cima de caridad jerárquica y fraterna», «voz de espiritualidad, de bondad y de paz a todo el mundo»— señala en él, como «nota dominante», la «libre y amplia posibilidad de investigación, de discusión y de expresión». Y esto es importante en una asamblea. Cada uno dice lo que siente, cara a cara, a los hermanos; y esto edifica a la Iglesia, ayuda. Sin vergüenza, decirlo, así...

Este es el modo, para la Conferencia episcopal, de ser espacio vital de comunión al servicio de la unidad, en la valorización de las diócesis, incluso de las más pequeñas. A partir de las Conferencias regionales, pues, no os canséis de tejer entre vosotros relaciones caracterizadas por la apertura y la estima recíproca: la fuerza de una red está en las relaciones de calidad, que derriban las distancias y acercan los territorios con la confrontación, el intercambio de experiencias, la tendencia a la colaboración.

Nuestros sacerdotes, vosotros lo sabéis bien, a menudo están probados por las exigencias del ministerio y, a veces, también desanimados por la impresión de la exigüidad de los resultados: eduquémoslos a no detenerse en calcular entradas y salidas, en verificar si cuanto se cree haber dado se corresponde luego con la cosecha: nuestro tiempo —más que de balances— es el tiempo de esa paciencia que es el nombre del amor maduro, la verdad de nuestra humilde, gratuita y confiada entrega a la Iglesia. Preocupaos de asegurarles cercanía y comprensión, haced que en vuestro corazón puedan sentirse siempre en casa; cuidad en ellos la formación humana, cultural, afectiva y espiritual; la Asamblea extraordinaria de noviembre próximo, dedicada precisamente a la vida de los presbíteros, constituye una oportunidad que se debe preparar con especial atención.

Promoved la vida religiosa: ayer su identidad estaba vinculada sobre todo a las obras, hoy constituye una preciosa reserva de futuro, a condición de que sepa presentarse como signo visible, estímulo para todos a vivir según el Evangelio. Pedid a los consagrados, a los religiosos y a las religiosas que sean testigos gozosos: no se puede hablar de Jesús de forma quejumbrosa; tanto es así que, cuando se pierde la alegría, se acaba por leer la realidad, la historia y la propia vida bajo una luz distorsionada.

Amad con generosa y total entrega a las personas y a las comunidades: ¡son vuestros miembros! Escuchad al rebaño. Fiaos de su sentido de fe y de Iglesia, que se manifiesta también en numerosas formas de piedad popular. Tened confianza en que el pueblo santo de Dios tiene el pulso para identificar los caminos justos. Acompañad con generosidad el crecimiento de una corresponsabilidad laical; dejad espacios de pensamiento, de proyección y de acción a las mujeres y a los jóvenes: con sus intuiciones y su ayuda lograréis no limitaros una vez más a una pastoral de conservación —de hecho genérica, dispersiva, fragmentada y poco influyente— para asumir, en cambio, una pastoral que ponga el acento en lo esencial. Como sintetiza, con la profundidad de los sencillos, santa Teresa del Niño Jesús: «Amarlo y hacerlo amar». Que sea el centro también de las Orientaciones para el anuncio y la catequesis que afrontaréis en estas jornadas.

Hermanos, en nuestro contexto a menudo confuso y disgregado, la primera misión eclesial sigue siendo la de ser levadura de unidad, que fermenta al hacerse prójimo y en las diversas formas de reconciliación: sólo juntos lograremos —y este es el rasgo conclusivo del perfil del Pastor— ser profecía del Reino.

3. Pastores de una Iglesia anticipo y promesa del Reino

Al respecto, preguntémonos: ¿Tengo la mirada de Dios sobre las personas y los acontecimientos? «Tuve hambre..., tuve sed..., fui forastero..., estuve desnudo..., enfermo..., en la cárcel» (Mt 25, 31-46): ¿temo el juicio de Dios? Como consecuencia, ¿me entrego para esparcir con amplitud de corazón la semilla de trigo bueno en el campo del mundo?

También aquí se asoman tentaciones que, junto a aquellas de las que ya hemos hablado, obstaculizan el crecimiento del Reino, el proyecto de Dios sobre la familia humana. Se manifiestan sobre la distinción que a veces consentimos hacer entre «los nuestros» y «los demás»; en las cerrazones de quien está convencido de tener suficiente con sus problemas, sin tener que preocuparse también de las injusticias que son la causa de los problemas de los demás; con la expectativa estéril de quien no sale de su propio recinto y no cruza la plaza, sino que se queda sentado a los pies del campanario, dejando que el mundo vaya por su camino.

Es totalmente otra la trascendencia que anima a la Iglesia. La Iglesia es continuamente convertida por el Reino que anuncia y del cual es anticipo y promesa: Reino que es y que viene, sin que alguien pueda presumir de definirlo de modo exhaustivo; Reino que sigue estando más allá, más grande que nuestros esquemas y razonamientos, o que —tal vez más sencillamente— es tan pequeño, humilde y oculto en la masa de la humanidad, porque despliega su fuerza según los criterios de Dios, revelados en la cruz del Hijo.

Servir al Reino comporta vivir descentrados respecto a sí mismos, abiertos al encuentro que es además el camino para volver a encontrar verdaderamente aquello que somos: anunciadores de la verdad de Cristo y de su misericordia. Verdad y misericordia: no las separemos. ¡Jamás! «La caridad en la verdad —nos ha recordado el Papa Benedicto XVI— es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (Enc. Caritas in veritate, 1). Sin la verdad, el amor se reduce a una caja vacía, que cada uno llena según el propio arbitrio: y «un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales», que en cuanto tales no inciden en los proyectos y en los procesos de construcción del desarrollo humano (ibid., 4).

Con esta claridad, hermanos, que vuestro anuncio se vea acompañado por la elocuencia de los gestos. ¡Por favor!: la elocuencia de los gestos.

Como Pastores, sed sencillos en el estilo de vida, desprendidos, pobres y misericordiosos, para caminar ligero y no interponer nada entre vosotros y los demás.

Sed interiormente libres, para poder ser cercanos a la gente, atentos a aprender de ellos el lenguaje, para acercarse a cada uno con caridad, acompañando a las personas a lo largo de las noches de sus soledades, sus inquietudes y sus fracasos: acompañadlas, hasta caldear su corazón y provocarles de este modo que vuelvan a emprender un camino de sentido que restituya dignidad, esperanza y fecundidad a la vida.

Entre los «lugares» en los cuales vuestra presencia me parece mayormente necesaria y significativa —y respecto a los cuales un exceso de prudencia condenaría a la irrelevancia— está ante todo la familia. Hoy la comunidad doméstica está fuertemente penalizada por una cultura que privilegia los derechos individuales y transmite una lógica de lo provisional. Sed voz convencida de la que es la primera célula de toda sociedad. Testimoniad su centralidad y belleza. Promoved la vida desde la concepción así como la del anciano. Apoyad a los padres en el difícil y apasionante camino educativo. Y no descuidéis de inclinaros con la compasión del samaritano sobre quien está herido en los afectos y ve comprometido su proyecto de vida.

Otro espacio que hoy no se puede abandonar es la sala de espera abarrotada de desocupados: desempleados, beneficiarios del fondo de desempleo, precarios, donde el drama de quien no sabe cómo llevar a casa el pan se encuentra con el de quien no sabe cómo llevar adelante la empresa. Es una emergencia histórica, que interpela la responsabilidad social de todos: como Iglesia, ayudemos a no ceder al catastrofismo y a la resignación, sosteniendo con toda forma de solidaridad creativa la fatiga de quienes con el trabajo se sienten privados incluso de la dignidad.

Por último, la barca que se debe calar es el abrazo acogedor a los inmigrantes: huyen de la intolerancia, de la persecución, de la falta de futuro. Que nadie dirija la mirada hacia otro lugar. La caridad, que nos testimonia la generosidad de mucha gente, es nuestro modo de vivir y de interpretar la vida: en virtud de este dinamismo, el Evangelio seguirá difundiéndose por atracción.

Más en general, que las difíciles situaciones vividas por muchos contemporáneos nuestros, os encuentre atentos y partícipes, dispuestos a reexaminar un modelo de desarrollo que explota la creación, sacrifica a las personas en el altar del beneficio y crea nuevas formas de marginación y de exclusión. La necesidad de un nuevo humanismo lo grita una sociedad privada de esperanza, turbada en muchas de sus certezas fundamentales, empobrecida por una crisis que, más que económica, es cultural, moral y espiritual.

Considerando este escenario, que el discernimiento comunitario sea el alma del itinerario de preparación para la Asamblea eclesial nacional de Florencia del año próximo: que ayude, por favor, a no detenerse en el nivel —aun siendo noble— de las ideas, sino que se ponga gafas capaces de captar y comprender la realidad y los caminos para gobernarla, tratando de hacer más justa y fraterna la comunidad de los hombres.

Id al encuentro de todo el que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros: acoged su cultura, presentadles con respeto la memoria de la fe y la compañía de la Iglesia, o sea, los signos de la fraternidad, la gratitud y la solidaridad, que anticipan en los días del hombre el reflejo del Domingo que no tiene ocaso.

Queridos hermanos, es una gracia nuestro encuentro de esta tarde y, más en general, esta asamblea vuestra; es experiencia de compartir y de sinodalidad; es motivo de renovada confianza en el Espíritu Santo: a nosotros corresponde captar el soplo de su voz para secundarlo con la entrega de nuestra libertad.

Os acompaño con mi oración y mi cercanía. Y vosotros rezad por mí, sobre todo en vísperas de este viaje que me ve peregrino a Amán, Belén y Jerusalén a 50 años del histórico encuentro entre el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras: llevo conmigo vuestra cercanía partícipe y solidaria con la Iglesia Madre y a las poblaciones que habitan la tierra bendecida en la que Nuestro Señor vivió, murió y resucitó. Gracias.



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