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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 2 de diciembre de 1987

 

Los milagros de Jesús como signos salvíficos

1. No hay duda sobre el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de Cristo son presentados como signos del reino de Dios, que ha irrumpido en la historia del hombre y del mundo. “Mas si yo arrojo a los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios”, dice Jesús (Mt 12, 28). Por muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los milagros (a las que, por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden separar los “milagros, prodigios y señales”, atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que obraban “en su nombre”, del contexto auténtico del Evangelio. En la predicación de los Apóstoles, de la cual principalmente toman origen los Evangelios, los primeros cristianos oían narrar de labios de testigos oculares los hechos extraordinarios acontecidos en tiempos recientes y, por tanto, controlables bajo el aspecto que podemos llamar crítico-histórico, de manera que no se sorprendían de su inserción en los Evangelios. Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y sobre las leyes. Aquel que revea a Dios como Padre Creador y Señor de lo creado, cuando realiza estos milagros con su propio poder, se revea a Sí mismo como Hijo consubstancial con el Padre e igual a Él en su señorío sobre la creación.

2. Sin embargo, algunos milagros presentan también otros aspectos complementarios al significado fundamental de prueba del poder divino del Hijo del hombre en orden a la economía de la salvación.

Así, hablando de la primera “señal” realizada en Caná de Galilea, el Evangelista Juan hace notar que, a través de ella, Jesús “manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos” (Jn 2, 11). El milagro, pues, es realizado con una finalidad de fe, pero tiene lugar durante la fiesta de unas bodas. Por ello, se puede decir que, al menos en la intención del Evangelista, la “señal” sirve para poner de relieve toda la economía divina de la alianza y de la gracia que en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento se expresa a menudo con la imagen del matrimonio. El milagro de Caná de Galilea, por tanto, podría estar en relación con la parábola del banquete de bodas, que un rey preparó para su hijo, y con el “reino de los cielos” escatológico que “es semejante” precisamente a un banquete (cf. Mt 22, 2). El primer milagro de Jesús podría leerse como una “señal” de este reino, sobre todo, si se piensa que, no habiendo llegado aún “la hora de Jesús”, es decir, la hora de su pasión y de su glorificación (Jn 2, 4; cf. 7, 30; 8, 20; 12, 23, 27; 13, 1; 17, 1), que ha de ser preparada con la predicación del “Evangelio del reino” (cf. Mt 4, 23; 9, 35), el milagro, obtenido por la intercesión de María, puede considerarse como una “señal” y un anuncio simbólico de lo que está para suceder.

3. Como una “señal” de la economía salvífica se presta a ser leído, aún con mayor claridad, el milagro de la multiplicación de los panes, realizado en los parajes cercanos a Cafarnaum. Juan enlaza un poco más adelante con el discurso que tuvo Jesús el día siguiente, en el cual insiste sobre la necesidad de procurarse “el alimento que permanece hasta la vida eterna”, mediante la fe “en Aquel que El ha enviado” (Jn 6, 29), y habla de Sí mismo como del Pan verdadero que “da la vida al mundo” (Jn 6, 33) y también que Aquel que da su carne “para vida del mundo” (Jn 6, 51). Está claro que el preanuncio de la pasión y muerte salvífica, no sin referencias y preparación de la Eucaristía que había de instituirse el día antes de su pasión, como sacramento-pan de vida eterna (cf. Jn 6, 52-58).

4. A su vez, la tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse como “señal” de una presencia constante de Cristo en la “barca” de la Iglesia, que, muchas veces, en el discurrir de la historia, está sometida a la furia de los vientos en los momentos de tempestad. Jesús, despertado por sus discípulos, orden a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza. Después les dice: “¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4, 40). En éste, como en otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de inculcar en los Apóstoles y discípulos la fe en su propia presencia operante y protectora, incluso en los momentos más tempestuosos de la historia, en los que se podría infiltrar en el espíritu la duda sobre a asistencia divina. De hecho, en la homilética y en la espiritualidad cristiana, el milagro se ha interpretado a menudo como “señal” de la presencia de Jesús y garantía de la confianza en Él por parte de los cristianos y de la Iglesia.

5. Jesús, que va hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra “señal” de su presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su Iglesia. “Soy yo, no temáis”, dice Jesús a los Apóstoles que lo habían tomado por un fantasma (cf. Mc6, 49-50; cf. Mt 14, 26-27; Jn 6, 16-21). Marcos hace notar el estupor de los Apóstoles “pues no se habían dado cuenta de lo de los panes: su corazón estaba embotado” (Mc 6, 52). Mateo presenta la pregunta de Pedro que quería bajar de la barca para ir al encuentro de Jesús, y nos hace ver su miedo y su invocación de auxilio, cuando ve que se hunde: Jesús lo salva, pero lo amonesta dulcemente: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 31). Añade también que los que estaban en la barca “se postraron ante Él, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios” (Mt 14, 33).

6. Las pescas milagrosas son para los Apóstoles y para la Iglesia las “señales” de la fecundidad de su misión, si se mantienen profundamente unidas al poder salvífico de Cristo (cf. Lc 5, 4-10; Jn 21, 3-6). Efectivamente, Lucas inserta en la narración el hecho de Simón Pedro que se arroja a los pies de Jesús exclamando: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador” (Lc 5, 8), y la respuesta de Jesús es: “No temas, en adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc 5, 10). Juan, a su vez, tras la narración de la pesca después de la resurrección, coloca el mandato de Cristo a Pedro: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21, 15-17). Es un acercamiento significativo.

7. Se puede, pues, decir que los milagros de Cristo, manifestación de la omnipotencia divina respecto de la creación, que se revela en su poder mesiánico sobre hombres y cosas, son, al mismo tiempo, las “señales” mediante las cuales se revela la obra divina de la salvación, la economía salvífica que con Cristo se introduce y se realiza de manera definitiva en la historia del hombre y se inscribe así en este mundo visible, que es también obra divina. La gente —como los Apóstoles en el lago—, viendo los milagros de Cristo, se pregunta: “¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 41), mediante estas “señales”, queda preparada para acoger la salvación que Dios ofrece al hombre en su Hijo.

Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por Cristo a los ojos de sus contemporáneos, y de todos los milagros que a lo largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con referencia al poder salvífico de su nombre: “En nombre de Jesús Nazareno, anda” (Act 3, 6).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Quiero ahora presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes procedentes de España y de los diversos países de América Latina.

En particular saludo al grupo de Religiosos Capuchinos que están haciendo en Roma un curso de renovación; asimismo a las Religiosas de la Inmaculada. A todos aliento a una ilusionada entrega a Dios y a la Iglesia respondiendo generosamente a las exigencias de su vocación.

Saludo igualmente a los feligreses de la parroquia de la Inmaculada del Cuzco (Perú) y al grupo de jóvenes guatemaltecos.

A todos bendigo de corazón.



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