VISITA DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA SEDE DE LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DEL TURISMO*
Madrid, martes 2 de noviembre de 1982
Señor Secretario general, señoras y señores,
He aceptado con gusto la amable invitación a visitar la sede de la Organización mundial del Turismo, que tiene el cometido de promover el turismo, para facilitar la comprensión entre los pueblos y también la paz, dentro del respeto de los derechos y libertad del hombre, sin distinción de raza, lengua o religión (Cfr. Estatuto de la OMT, 3).
Me complazco de la dinámica actividad que esta Organización realiza en favor de los intereses turísticos de los países en vías de desarrollo, para promover en ellos un turismo que se traduzca en elevación social de sus poblaciones y en crecimiento cultural para los visitantes. Función compleja y delicada, si se quiere asegurar un desarrollo del fenómeno a dimensión humana, y que salvaguarde las sanas tradiciones de las diversas civilizaciones. Tal tipo de turismo será un instrumento privilegiado para reforzar y multiplicar las relaciones mutuas que enriquecen la comunidad humana (Cfr. Gaudium et Spes, 61). Y ayudará a establecer esos vínculos de solidaridad, de los que el mundo actual, turbado por las guerras, tiene tanta necesidad.
Mérito vuestro es haber sabido indicar, con la colaboración de las delegaciones de más de cien países, las características necesarias para favorecer un salto de calidad del turismo. La Declaración de Manila (1980) puede muy bien ser considerada como un jalón esencial en la historia del turismo.
Un peligro en la expansión del fenómeno turístico es que su desarrollo esté motivado por meras preocupaciones económicas —descuidando su aspecto cultural y el debido respeto a la ecología— o por la tendencia a matar el tiempo, en vez de ser una pausa reparadora de las fuerzas psicofísicas gastadas en el trabajo. Ante ello hay que procurar la superación de estos hechos negativos, para favorecer los positivos valores potenciales del turismo (Cfr. Peregrinans in Terra, 8-12).
Pero no basta. En efecto, lo fundamental en la fenomenología del turismo es reconocer al hombre como su causalidad final: “El hombre contemporáneo en su única e irrepetible realidad humana” (Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 10), en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y de su ser comunitario (cfr. Ibid. 14); en una palabra, el hombre en la dignidad de su persona. Porque cuando se quiere valorizar lo “social”, conviene tener presente que lo “social” está contenido en lo “humano”.
Recordar, como se ha ratificado en la “Reunión mundial” de Acapulco (1982), que el hombre no debe caer en manipulaciones interesadas, sino ser el “protagonista de sus vacaciones”, no es un sueño, ni una utopía. Significa poner en el centro el elemento sin el cual la industria del turismo entraría en contradicción con una humanidad a la que pretendiera ayudar. Por otra parte, si el turismo es un derecho, es también verdad que es practicado por el hombre e implica su acción. Más que un simple descanso o una especie de evasión, es para el hombre una actividad compensadora que debe ayudarle a “re-crearse” a través de nuevas experiencias, derivadas de opciones rectas y libres.
De ahí la necesidad de una formación adecuada tanto del turista como del operador turístico a cuya honestidad y capacidad se confía, así como del que ofrece la hospitalidad. Como todo desarrollo social, también en del turismo, en sus diversas formas, exige un desarrollo proporcional de la vida moral. Ha sido por ello un acto coherente por parte de vuestra Organización haber discutido y recomendado la exigencia de tal preparación efectiva, apelándose a la responsabilidad de todos los educadores, sin la cual el turismo puede precipitar en una forma moderna de alienación, con derroche de dinero y de tiempo, en vez de ser un medio de perfeccionamiento integral de la persona.
Por lo que se refiere al trabajo, justamente considerado como presupuesto necesario del turismo, no es la única fuente de valores éticos. También el tiempo libre —y por consiguiente el turismo en cuanto su componente principal— es una posibilidad integradora; y si es bien aprovechado, se transforma para la persona en capacidad de auto-educación y de cultura; por lo tanto el turismo, por sí mismo, es un valor y no un banal hecho de consumismo.
Frente a un fenómeno social de tanta amplitud y complejidad, no ha de extrañar el interés que pone en él la Santa Sede. La Iglesia, en efecto, no es una sociedad cerrada, sino que posee el sentido del multiplicarse de las formas culturales. Ella se mueve día a día hacia la parusía, en continuo “espíritu nuevo” (Rom. 7, 6). Por esto quiere servir al hombre tal como se presenta en el contexto de las realidades de la civilización actual. Para acompañarlo en sus rápidos cambios (Cfr. Gaudium et Spes, 2. 3. 54. 55.; Peregrinans in Terra, 1); con amor y esperanza en un mañana mejor, en el que los pueblos se reconozcan más hermanos, gracias a la paz que presupone y favorece un turismo bien vivido.
Señores: Según Platón, el universo que vemos es una gran sombra que anuncia el sol que está detrás. Ojalá que vuestra concorde actividad ayude a humanizar cada vez más el turismo. Y también a habilitar a los hombres para saber intuir, más allá de las sobras de nuestro siglo, el verdadero Sol de verdad y de justicia, de amor y de inmortalidad que, proyectándose en el espacio, lo ilumina y espera a todos en su misterio infinito.
*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. V, 3 p. 1061-1063.
L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.44, p.12.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana