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DICASTERIO PARA LA DOCTRINA DE LA FE

La única Cruz de la salvación

Carta al obispo de Bayeux-Lisieux
sobre las presuntas apariciones de Nuestro Señor Jesucristo en Dozulé

 

A Su Excelencia Reverendísima
Monseñor Jacques HABERT
Obispo de Bayeux-Lisieux

Excelencia Reverendísima,

permítame comenzar esta carta con un hermoso canto a la Cruz de Cristo:

«Oh cruz, tú eres la gran misericordia de Dios, oh cruz, gloria del cielo, oh cruz, salvación eterna de los hombres, oh cruz, terror para los malvados y poder para los justos y luz para los que creen. Oh cruz, que has hecho posible al Dios encarnado salvar el mundo y al hombre reinar en Dios en el cielo, por ti ha aparecido la luz de la verdad y ha huido la noche del mal. Tú has destruido los templos de los dioses derribados por los pueblos creyentes, tú eres el vínculo de la paz humana reconciliando al hombre con la alianza de Cristo mediador. Te has convertido en la escalera del hombre por la que puede ser transportado al cielo. Sé siempre para nosotros, creyentes, columna y ancla para que nuestra casa permanezca firme y sea bien guiada nuestra barca, que ha confiado en la cruz y ha obtenido de la cruz la fe y la corona» (Paulino de Nola, Poemas,19).

Me refiero ahora a las presuntas apariciones de Dozulé, relacionadas con la figura de Madeleine Aumont, que a lo largo de los años han suscitado cierto interés espiritual, pero también no pocas controversias y dificultades de orden doctrinal y pastoral. El motivo se debe a varias solicitudes de aclaración recibidas por este Dicasterio y, sobre todo, a ciertas interpretaciones teológicas y simbólicas que se han derivado de ellas.

Como es sabido, sus predecesores habían tomado posición ante estas presuntas apariciones. El obispo, S. E. Mons. Badré, había declarado que: «La manifestación del Espíritu de Dios se traduce para los cristianos en el signo de la Cruz, signo a través del cual Dios comparte nuestros sufrimientos y nuestros dolores, signo desconcertante para el espíritu del hombre moderno. Pero la salvación no se realiza según nuestros proyectos humanos. Las modestas cruces plantadas en nuestros campos expresan bien esta realidad». Tras su discernimiento pastoral, concluía: «En ningún caso la construcción de una cruz monumental emprendida en Dozulé por una asociación con sede en París puede ser un signo auténtico de la manifestación del Espíritu de Dios» (Comunicado, 10 de abril de 1983).

En la Declaración, publicada el 8 de diciembre de 1985, el mismo obispo, S. E. Mons. Badré, afirmaba: «En cuanto a lo que está sucediendo en Dozulé, la acción y la agitación, la recaudación de fondos por parte de personas que actúan bajo su propia responsabilidad, sin mandato, sin ningún respeto por la autoridad del obispo, […] la propaganda fanática a favor del “mensaje”, […] la condena sin apelación de quienes no se adhieren a él, me llevan a considerar, en conciencia, que más allá de toda esta excitación, no puedo discernir los signos que me autorizarían a declarar auténticas las “apariciones” de las que se habla, ni a reconocer una misión que se habría dado a la Iglesia para difundir este “mensaje”».

El propio Dicasterio para la Doctrina de la Fe no ha dejado de apoyar la labor de los obispos de la diócesis de Bayeux-Lisieux en la difícil tarea de hacer frente a problemas que han seguido generando confusión. Y, en aras del bien superior de los fieles, ha exhortado, por un lado, a seguir vigilando el fenómeno de las presuntas apariciones y, por otro, a reconducir la posible erección de cruces hacia el sano culto de la Santa Cruz.

Recientemente, Su Excelencia, tras un análisis en profundidad del fenómeno en cuestión, ha sentido la necesidad de proceder a un nuevo discernimiento de los acontecimientos relacionados con la Haute-Butte de Dozulé, con el fin de llevar toda la cuestión a una conclusión definitiva. Con este fin, ha propuesto como conclusión del discernimiento, de acuerdo con lo establecido en las Normas para proceder al discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales, en el n.º 22, una declaratio de non supernaturalitate, mediante la cual el Dicasterio le autoriza a declarar de manera definitiva que el fenómeno de las presuntas apariciones de Dozulé se reconoce como no sobrenatural, es decir, que no tiene un origen divino auténtico.

El mensaje principal de las presuntas apariciones de Dozulé incluye la petición de construir una cruz luminosa, denominada “Cruz Gloriosa”, de 738 metros de altura, visible desde lejos, como símbolo de la redención universal y signo de su próxima venida en la gloria. En particular, el contenido de los presuntos mensajes, aunque contiene exhortaciones a la conversión, la penitencia y la contemplación de la Cruz —temas ciertamente centrales en la fe cristiana—, plantea algunas cuestiones teológicas delicadas que merecen una aclaración, para que la fe de los fieles no se vea expuesta al riesgo de deformaciones.

Estas cuestiones se refieren al valor de la Cruz, a la remisión de los pecados y al anuncio de un inminente regreso del Señor. Por lo tanto, es necesario hacer algunas precisiones sobre estos temas, para que el anuncio del amor misericordioso de Cristo, revelado en el misterio de la Cruz, no se vea alterado por elementos que oscurezcan su verdad central.

1. El valor único y definitivo de la Cruz de Cristo, signo universal de salvación

Algunos textos proponen un paralelismo entre la cruz luminosa de Dozulé y la Cruz de Jerusalén.

En la quinta presunta aparición del 20 de diciembre de 1972 hay una exhortación: «Decid al sacerdote que la Cruz Gloriosa erigida en este lugar es comparable a la de Jerusalén».

De manera aún más explícita, esta comparación aparece en la XI presunta aparición del 5 de octubre de 1973: «La Cruz Gloriosa, erigida en la alta colina, debe compararse con la ciudad de Jerusalén».

La Cruz de Jerusalén —es decir, el Gólgota, donde tuvo lugar la crucifixión de Cristo— es el lugar histórico en el que se desarrollaron los últimos acontecimientos de la vida terrenal de Jesús de Nazaret y el lugar salvífico en el que se consumó la Redención. Un Padre de la Iglesia subraya el valor único de este lugar:

«Él fue verdaderamente crucificado por nuestros pecados. Sí, aunque te obstines en negarlo, lo atestigua este lugar que está ante nuestros ojos, este santo Gólgota donde nos hemos reunido, porque aquí fue crucificado, desde aquí partió su cruz reducida a fragmentos para llenar con ella el mundo entero. Aquí fue crucificado para que fuéramos liberados de nuestros pecados, ciertamente no por los suyos; aquí, después de haber sido, por los hombres, despreciado, abofeteado y tratado como un simple hombre, fue reconocido por la creación como Dios, cuando el sol, al ver a su Señor vilipendiado, vaciló y, no pudiendo soportar más esa visión, abandonó su lugar» (Cirilo de Jerusalén, Catequesis 4, 10).

Ese leño, erigido en el Calvario, se ha convertido en el signo real del sacrificio de Cristo, único e irrepetible. Por eso, cualquier otro “signo” de la cruz, por muy devoto o monumental que sea, no puede situarse al mismo nivel. Por lo tanto, parece engañoso, tanto desde el punto de vista teológico como pastoral-simbólico, comparar la “Cruz Gloriosa” de Dozulé con la de Jerusalén.

Jerusalén es el centro sacramental de la historia de la salvación, no un modelo arquitectónico o simbólico que se pueda reproducir a escala. El poder salvífico de lo que ocurrió en el Calvario se manifiesta sacramentalmente en la celebración litúrgica de la Iglesia. Otro Padre de la Iglesia nos ilumina:

«Ciertamente, como dice el Apóstol, nuestra Pascua es Cristo inmolado (1 Cor 5, 7), el cual, ofreciéndose al Padre como nuevo y verdadero sacrificio, no en el templo, que ya había dejado de merecer respeto, ni dentro de la ciudad, que había de ser destruida por su crimen, sino fuera y apartado de las murallas, fue crucificado, para que, cesando la figura de las antiguas víctimas, la nueva víctima fuese puesta en nuevo altar, y la cruz de Cristo fuese el ara, no del templo, sino del mundo» (León Magno, Sermón 59 Discurso VIII sobre la pasión del Señor, 5).

Y aún más:

jOh admirable poder de la Santa Cruz! jOh inefable gloria de la pasión! En ella podemos considerar el tribunal del Señor, el Juicio del mundo y el poder del Crucificado. Sí, oh Señor, […] atrajiste a ti, Señor, todas las cosas para que la devoción de todas las naciones de la tierra celebrase como misterio revelado y abierto lo que se practicaba entre sombras de figuras en el único templo de Judea» (Ibid., 7).

Por lo tanto, comparar la cruz solicitada en Dozulé con la de Jerusalén corre el riesgo de confundir el signo con el misterio, y de dar la impresión de que se puede “reproducir” o “renovar”, en sentido físico, lo que Cristo ya ha realizado de una vez por todas.

La tradición cristiana reconoce en la Cruz de Cristo el signo universal de la Redención, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1,23), pero poder y sabiduría de Dios para los que creen. Para subrayar la universalidad de la redención, garantizada por la Cruz de Cristo, Cirilo de Jerusalén habla del Gólgota como del centro de la tierra, donde Jesús extendió sus brazos para abrazar simbólicamente a todo el género humano:

«En la cruz extendió sus manos para abrazar con el Gólgota, situado justo en el centro de la tierra, todo el mundo hasta sus confines más lejanos. No soy yo quien lo afirma, sino el profeta: «Has obrado la salvación desde el centro de la tierra» (Sal 73,12). Aquel que había extendido sus manos divinas para estabilizar el cielo, extendió [en el Gólgota] sus manos de carne» (Catequesis XIII, 28).

2. El riesgo de duplicar o sustituir el signo salvífico

Algunas formulaciones contenidas en los presuntos mensajes de Dozulé insisten en la construcción de la “Cruz Gloriosa”, como signo nuevo, necesario para la salvación del mundo, o medio privilegiado para obtener el perdón y la paz universal. A veces se habla de “multiplicar el signo”, como si tal difusión constituyera una misión impuesta por Cristo mismo.

En la XV presunta aparición del 5 de abril de 1974 se ofrecen detalles aún más precisos: «La Cruz Gloriosa debe ser erigida en la “Haute-Butte”, muy cerca de la frontera territorial de Dozulé, en el punto exacto donde se encuentra el árbol frutal, el árbol del Pecado, porque la Cruz Gloriosa perdonará todos los pecados».

La petición de erigir esta cruz debe considerarse como una duplicación indebida del signo de la Cruz, una superposición simbólica al misterio de la redención, casi como si se necesitara un nuevo “monumento redentor” para el mundo moderno. Pero la fe católica enseña que el poder de la Cruz no necesita ser replicado, porque ya está presente en cada Eucaristía, en cada iglesia, en cada creyente que vive unido al sacrificio de Cristo. Este nuevo símbolo correría el riesgo de desviar la atención de la fe hacia el signo visible, convirtiéndolo en absoluto y alimentando una especie de “sacralidad material” que no pertenece al corazón del cristianismo.

Por otra parte, un signo de fe, para ser auténtico, debe remitir a Cristo, no atraer hacia sí mismo. La Cruz de Jerusalén es “sacramento del sacrificio salvífico”, mientras que una cruz monumental como la de Dozulé corre el riesgo de convertirse en “símbolo de un mensaje autónomo”, separado de la economía sacramental de la Iglesia. Ninguna cruz, reliquia o aparición privada puede sustituir los medios de gracia establecidos por Cristo.

La Escritura enseña que «no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4,12). En la Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, se afirma que: «Desde el inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido que Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él sólo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación (cf. Mt 11,27) y la vida divina (cf. Jn 1,12; 5,25-26; 17,2) a toda la humanidad y a cada hombre» (n. 15). El rostro de la salvación resplandece en la belleza de Cristo crucificado y resucitado, que sigue derramando la vida que brota del leño de la Cruz también sobre aquellos que no estaban físicamente presentes en el Gólgota. Cualquier otro signo, por piadoso o sugerente que sea, no puede sustituir ni replicar el misterio único de la Cruz de Jesús.

La Cruz no necesita 738 metros de acero o cemento para hacerse reconocer: se eleva cada vez que un corazón, bajo la acción de la gracia, se abre al perdón, que un alma se convierte, que la esperanza resurge donde parecía imposible, y también cuando, besando una pequeña cruz, un creyente se entrega a Cristo. Cada acto de fe, cada gesto de misericordia, cada “sí” a la voluntad de Dios es como una piedra viva que eleva esa Cruz en el mundo.

Por otra parte, hay que reiterar que ninguna revelación privada debe considerarse una obligación universal o un signo que se imponga a la conciencia de los fieles, incluso cuando junto a tales fenómenos se produzcan frutos espirituales. La Iglesia anima las expresiones de fe que conducen a la conversión y a la caridad, pero advierte contra toda forma de “sacralización del signo” que lleve a considerar un objeto material como garantía absoluta de la salvación.

3. Aclaración doctrinal crucial: la cruz y la remisión de los pecados

Entre las afirmaciones más preocupantes de los presuntos mensajes de Dozulé se encuentra la referencia a la “remisión de los pecados” a través de la contemplación de esta cruz de Dozulé.

Así, en la XIV presunta aparición del 1 de marzo de 1974: «Todos los que hayan venido a arrepentirse a los pies de la Cruz Gloriosa serán salvados. Satanás será destruido, solo quedará Paz y Alegría».

En la XV presunta aparición del 5 de abril de 1974, como ya hemos indicado, se dice: «La Cruz Gloriosa debe ser erigida en la “Haute-Butte”, muy cerca de la frontera territorial de Dozulé, en el punto exacto donde se encuentra el árbol de la fruta, el árbol del Pecado, porque la Cruz Gloriosa perdonará todos los pecados».

Un mes después, en la XVI presunta aparición del 3 de mayo de 1974, se reitera: «Ese árbol inclinado es el símbolo del pecado. Arránquenlo antes que dé los frutos y apresúrense a levantar en su lugar la Cruz Gloriosa, porque la Cruz Gloriosa perdonará todos los pecados».

Está claro que cuando se habla de salvación no se refiere solo a salvarse de una catástrofe terrenal. En la XVII presunta aparición del 31 de mayo de 1974 se llega a afirmar: «Todos aquellos que con fe acudan a arrepentirse, serán salvos en esta vida y por la eternidad. Satanás ya no tendrá ningún poder sobre ellos».

Como se puede observar, aquí se encuentra el principal error teológico de los presuntos mensajes de Dozulé, ya que tales expresiones son incompatibles con la doctrina católica de la salvación, de la gracia y de los sacramentos. El texto, por ejemplo, del presunto mensaje del 1 de marzo de 1974 sugiere que el solo hecho de ir al pie de la cruz es suficiente para obtener el perdón y la salvación. La Iglesia católica, en cambio, enseña que el perdón no proviene de un lugar físico, sino de Cristo mismo, que la remisión de los pecados se recibe a través de los sacramentos, en particular a través del sacramento de la Penitencia, y que ningún objeto puede sustituir a la gracia sacramental. La cruz es ciertamente un signo de salvación, pero una cruz que construimos nosotros no es un lugar de perdón automático: el perdón proviene de Cristo.

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia para reconciliar con Dios a los fieles que, después del Bautismo, han caído en pecado (cf. n. 1446) y que el perdón de los pecados cometidos después del Bautismo se concede por medio del ministerio de los sacerdotes (cf. ibid., n. 1461). Esto significa que para la remisión de los pecados no basta un acto externo, como ir a un lugar o tocar una cruz, sino que se necesitan el arrepentimiento interior y la absolución del sacerdote, signo visible del perdón de Dios. Los sacramentos de la Nueva Ley son instrumentos eficaces de la gracia, y ningún signo, por santo que sea, puede sustituirlos (cf. Concilio de Trento, Sesión VII, Decreto sobre los sacramentos, can. 6: DH 1606; CCC 1084).

El II Concilio de Orange, al posicionarse contra los llamados “semipelagianos” —que, aunque aceptaban que la gracia era necesaria para la salvación, sostenían que el inicio de la fe dependía de la voluntad humana y no de la gracia divina—, afirmó que la gracia es absolutamente necesaria para la salvación. Los cánones del concilio declaran que el inicio de la fe, el deseo de creer y todas las buenas obras que realizamos son dones de Dios (cf. cann. 5-7, DH 375-377). Esto significa que, sin la gracia, el ser humano ni siquiera puede desear acercarse a Dios. Como afirma san Pablo en la carta a los Efesios: «por gracia estáis salvados, mediante la fe.  Y esto no viene de vosotros: es don de Dios» (Ef 2, 8). El Concilio de Trento, en su sexta sesión, trató el tema de la justificación del ser humano y el papel de la gracia divina, sosteniendo que nada humano puede preceder a la gracia (cf. cap. 5: DH 1525; can. 3: DH 1553).

El ser humano no puede pretender con ningún acto comprar la amistad de Dios, que sigue siendo un don gratuito de su amor. El ser humano pecador, con sus actos buenos, movido por el impulso del Espíritu, solo puede prepararse para la justificación, pero estos actos no merecen la justificación: la acción humana de acercarse a la cruz de Dozulé, por lo tanto, no puede asegurarnos la salvación.

Nadie se libera de los pecados sino por la misericordia libre y gratuita de Dios: «Se dice que somos justificados gratuitamente, porque nada de aquello que precede a la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma de la justificación: “porque si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo (como dice el mismo Apóstol) la gracia ya no sería gracia” (Rom 11,6)» (Concilio de Trento, Sesión VI, Decreto sobre la justificación, cap. 8: DH 1532; cf. ibid., cap. 13: DH 1541).

La Carta Placuit Deo, al denunciar las herejías del neo-pelagianismo y del neo-gnosticismo, pone de relieve

«la inconsistencia de las pretensiones de auto-salvación, que solo cuentan con las fuerzas humanas. La fe confiesa, por el contrario, que somos salvados por el bautismo, que nos da el carácter indeleble de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, del cual deriva la transformación de nuestro modo concreto de vivir las relaciones con Dios, con los hombres y con la creación (cf. Mt 28, 19). Así, limpiados del pecado original y de todo pecado, estamos llamados a una vida nueva existencia conforme a Cristo (cf. Rm 6, 4). Con la gracia de los siete sacramentos, los creyentes crecen y se regeneran continuamente, especialmente cuando el camino se vuelve más difícil y no faltan las caídas. Cuando, pecando, abandonan su amor a Cristo, pueden ser reintroducidos, a través del sacramento de la Penitencia, en el orden de las relaciones inaugurado por Jesús, para caminar como ha caminado Él (cf. 1 Jn 2, 6). De esta manera, miramos con esperanza el juicio final, en el que se juzgará a cada persona en la realidad de su amor (cf. Rm 13, 8-10), especialmente para los más débiles (cf. Mt 25, 31-46)» (n. 13).

4. El inminente regreso de Cristo

Algunos textos o interpretaciones relacionados con las presuntas revelaciones de Dozulé hablan de un regreso próximo o incluso inminente del Señor.

En la XVI presunta aparición del 3 de mayo de 1974 se afirma: «Decid a la Iglesia que envíe Mensajes al mundo entero y que se apresure a erigir, en el lugar indicado, la Cruz Gloriosa y a sus pies un Santuario. Todos vendrán a arrepentirse y encontrarán la Paz y la Alegría. La Cruz Gloriosa o el Signo del Hijo del Hombre es el anuncio del próximo regreso en la Gloria de Jesús Resucitado. Cuando esta Cruz sea elevada de la tierra, Yo atraeré todo hacia Mí». De este modo, se atribuye a la cruz de Dozulé lo que la Escritura atribuye a la Pascua de Cristo.

Y en la XVII presunta aparición del 31 de mayo de 1974 se reitera: «Jesús pide que se difunda por todo el mundo la oración que os ha enseñado. Pide que la Cruz Gloriosa y el Santuario se construyan antes de que termine el Año Santo [1975]. Porque será el último Año Santo». Evidentemente, este supuesto anuncio no se ha cumplido.

Además, en la XXI presunta aparición del 1 de noviembre de 1974 se insiste: «Decidles que no habrá otras señales más que la Señal de Dios mismo, la única señal visible es la actitud de su sierva y sus palabras, que son las Palabras de Dios, y estas Palabras son irrefutables. Si el hombre no erige la Cruz, yo la haré aparecer, pero no habrá más tiempo».

Aunque el tema del regreso del Señor es parte integrante de la fe cristiana, la Iglesia, al tiempo que recuerda que el regreso de Cristo es una verdad de fe, aunque nadie puede saber ni anunciar la fecha o las señales precisas, desconfía de las interpretaciones milenaristas o cronológicas de dicho regreso, que corren el riesgo de fijar tiempos o modalidades del juicio final.

De hecho, en la evaluación de los presuntos fenómenos sobrenaturales, el discernimiento eclesial exige que no haya elementos sensacionalistas o apocalípticos que generen confusión. Por lo tanto, los mensajes que hablan del “fin inminente” o de la “fecha cercana” pueden alimentar expectativas infundadas o visiones desviadas de la esperanza cristiana. De hecho, ningún mensaje privado puede anticipar o determinar «los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad» (Hch 1, 7).

La vigilancia escatológica que Jesús recomienda a sus discípulos, «Velad y orad» (Mt 26, 41), es una actitud espiritual permanente, no una previsión temporal o un acontecimiento localizado. Debe evitarse con firmeza el peligro de reducir la esperanza cristiana a la espera de un regreso inminente de manifestaciones extraordinarias.

La cruz, sacramental del amor redentor

En la tradición de la Iglesia, la cruz no es solo un símbolo o un recuerdo histórico, sino un signo que remite a una gracia y dispone a recibirla. Los sacramentales, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. nn. 1667-1670), son signos sagrados instituidos por la Iglesia para disponer a las personas a recibir el efecto principal de los sacramentos y para santificar las diversas circunstancias de la vida. Una cruz, cuando es bendecida y venerada con fe, participa de esta realidad: no confiere la gracia en sí misma, sino que la evoca y la suscita en el corazón de quien la contempla, es decir, actúa como una disposición que motiva, atrae y propone.

El fiel que lleva al cuello una cruz bendita realiza un acto de fe encarnada: hace presente sobre su cuerpo y en su vida el misterio de la redención. Es un gesto que debe conducir a la conformación interior: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga»(Mt 16, 24). Llevar una cruz no es, por tanto, solo un acto devocional, sino una llamada a vivir cada día el Evangelio de la cruz: el amor que se dona, la paciencia en las pruebas, la esperanza que vence al sufrimiento. Es una forma concreta de decir “pertenezco a Cristo, que me amó y se entregó por mí” (cf. Ga 2, 20).

San Buenaventura lo intuía bien cuando exhortaba a mirar al crucificado y no simplemente a la cruz, como estímulo para la unión con Cristo:

«Tú también, hombre redimido, considera quién, cuán grande y de qué naturaleza es aquel que cuelga de la cruz por ti. […] ¡Oh corazón humano, eres más duro que cualquier piedra, si el recuerdo de tal víctima propiciatoria no te conmueve con fuerza de temor saludable, no te envuelve en compasión, no te llena de arrepentimiento, ni te ablanda de devoción!» (Buenaventura, Lignum vitae. De mysterio passionis, 29).

Y en otro pasaje se refiere a Jerusalén para inspirar el deseo de unión espiritual con el Señor:

«Este estado es místico y muy secreto, que no puede conocer quien no lo experimenta, y no lo recibe sino quien lo desea, ni lo desea sino quien está profundamente inflamado por el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. […] Ese fuego es Dios, cuyo hogar está en Jerusalén, y Cristo lo enciende en el fervor de su ardiente pasión» (Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, VII, 4. 6).

Para el creyente, la cruz bendita no es un simple adorno religioso: es un signo que interpela al corazón. Quien lleva la cruz al cuello o la tiene en su casa proclama, incluso sin palabras, que Cristo crucificado es el centro de la existencia y que toda alegría o dolor encuentra sentido en Él. De este modo, el sacramental de la cruz se convierte en un lugar espiritual en el que se renueva el “sí” bautismal: el fiel recuerda que fue marcado por la cruz el día de su Bautismo y que cada día está llamado “a cargar su propia cruz” (cf. Mt 16, 24) y seguir sus huellas.

La cruz como signo de devoción nunca es pura exterioridad. Cuando un cristiano venera la cruz, no adora la madera o el metal, ni piensa que una cruz material pueda sustituir la obra salvífica ya realizada en la Pascua de Cristo, sino que adora a Aquel que en ella dio su vida:

«Cuando veas a un cristiano venerar la cruz, sabe que la venera por Cristo crucificado y no por la naturaleza de la madera» (Juan Damasceno, Sobre las imágenes sagradas, 3, 89).

Acogemos de nuevo las palabras de este Padre de la Iglesia:

«En verdad, cada acción y cada milagro de Cristo es grandioso, divino y maravilloso, pero lo más maravilloso de todo es su venerable cruz. De hecho, por ninguna otra cosa sino por la cruz de nuestro Señor Jesucristo ha sido reprimida la muerte, ha sido expiado el pecado de nuestros progenitores, ha sido despojado el infierno, nos ha sido dada la resurrección [...]. Todas las cosas se han cumplido a través de la cruz. [...]. Por lo tanto, hay que venerar como verdaderamente venerable y santificado por el contacto del santo cuerpo y la sangre, la madera sobre la que Cristo se ofreció en sacrificio por nosotros, los clavos, la lanza, las vestiduras y sus santas moradas [...]. También veneramos la figura de la preciosa cruz, aunque sea de otra materia, honrando no la materia (¡jamás!), sino la figura como símbolo de Cristo [...] no hay que venerar la materia de la que está hecha la figura de la cruz, aunque sea oro o piedras preciosas. Y así nos postramos ante todas las cosas consagradas a Dios, refiriendo a Él la veneración» (Juan Damasceno, La fe ortodoxa IV,11).

La veneración de la cruz educa así en una espiritualidad concreta, hecha de fe encarnada: no una abstracción, sino una forma de afrontar la vida con la mirada puesta en el Crucificado, reconociendo en cada esfuerzo la posibilidad de un encuentro redentor.

A la luz de lo expuesto anteriormente, el Dicasterio autoriza a Su Excelencia a redactar el correspondiente Decreto y a declarar que el fenómeno de las presuntas apariciones ocurridas en Dozulé debe considerarse, de manera definitiva, como no sobrenatural, con todas las consecuencias de esta determinación.

Al renovar su confianza en su prudente guía pastoral, este Dicasterio desea fomentar una catequesis clara y positiva sobre el misterio de la Cruz, que ayude a los fieles a reconocer que la revelación definitiva ya se ha cumplido en Cristo, y que cualquier otra experiencia espiritual debe evaluarse a la luz del Evangelio, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.

La oración, el amor a los que sufren y la veneración de la Cruz siguen siendo medios auténticos de conversión, pero no deben ir acompañados de elementos que induzcan a la confusión o de afirmaciones que pretendan una autoridad sobrenatural sin el discernimiento eclesial.

Al comunicarle lo anterior, le ruego, Excelencia, que acepte mis más cordiales saludos.

Víctor Manuel Card. FERNÁNDEZ
Prefecto

Ex Audientia diei  03-11-2025
Leo PP. XIV