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“LA DIPLOMACIA DE LA SANTA SEDE”

INTERVENCIÓN DE S.E. MONS. PAUL R. GALLAGHER
SECRETARIO PARA LAS RELACIONES CON LOS ESTADOS 

Viernes, 6 de noviembre de 2020

 

Excelentísimo Señor Ministro,
Excelencias,
Señoras y señores,

Saludo de manera especial a S.E. Mario López Chávarri, Ministro de Relaciones Exteriores del Perú y a S.E. el Embajador Allan Wagner Tizón, Director de la Academia Diplomática del Perú “Javier Pérez de Cuéllar” por haberme invitado a estar con ustedes hoy, con motivo del cuadragésimo aniversario de la firma del Acuerdo entre la Santa Sede y el Perú, firmado en Lima el 19 de julio de 1980. Saludo igualmente a S.E. la Sra. María Elvira Velásquez Rivas Plata, Embajadora del Perú ante la Santa Sede y al Nuncio Apostólico en Lima, S.E. Mons. Nicola Girasoli, y a todos los participantes.

El encuentro de hoy está dedicado a “La Diplomacia de la Santa Sede”.

Se trata de un tema amplio y complejo, que me limitaré a delinear a grandes rasgos, debido a la extensión espacio-temporal que lo caracteriza.

A lo largo de los siglos, la diplomacia de la Santa Sede se ha desarrollado de modo multiforme, encaminada siempre a garantizar la libertad de los fieles y la colaboración entre los pueblos.

Durante su viaje a Corea en el 2014, el Papa Francisco definió la diplomacia «como arte de lo posible [que], está basada en la firme y constante convicción de que la paz se puede alcanzar mediante la escucha atenta y el diálogo, más que con recriminaciones recíprocas, críticas inútiles y demostraciones de fuerza»[1]. Desde la óptica cristiana, la paz es al mismo tiempo un «precioso don de Dios»[2] y, «responsabilidad personal y social que reclama nuestra solicitud y diligencia»[3]. Y si el don pertenece al orden de la gratuidad que une al Creador con sus criaturas, la acción humana reconduce al criterio de la responsabilidad. Como mujeres y hombres que vivimos cada día nuestro peregrinaje terrenal, también nosotros tenemos la responsabilidad de construir la paz. Esto significa que aspirar a la paz no basta, como tampoco es suficiente la intención de trabajar por la paz: se necesitan comportamientos concretos y coherentes, acciones específicas y, sobre todo, la plena conciencia que cada uno en su pequeño o gran mundo cotidiano, es “constructores de paz” (Mt 5, 6), incluso en las diversas tareas, deberes y funciones.

La acción diplomática de la Santa Sede no se contenta con observar los hechos o con valorar su significado, ni puede ser sólo una especie de voz crítica de la conciencia, a menudo incluso solitaria. La acción diplomática de la Santa Sede está llamada a actuar para facilitar la convivencia entre las varias naciones, para promover aquella fraternidad entre los pueblos, donde el término “fraternidad” es sinónimo de colaboración efectiva, de verdadera cooperación, concorde y ordenada, de una solidaridad estructurada en beneficio del bien común y de las personas. Y el bien común, como sabemos, con la paz tiene más de un vínculo.

El Santo Padre pide hoy a la Santa Sede que se mueva en el escenario internacional no para garantizar una genérica seguridad – hoy más difícil que nunca, en este período de persistente inestabilidad y de una marcada conflictividad – sino para apoyar una idea de paz como fruto de relaciones justas, es decir, de respeto de las normas internacionales, de tutela de los derechos humanos fundamentales, comenzando por los de los últimos, los más vulnerables. Aquella paz que, como dijo san Pablo VI, citando la Constitución conciliar “Gaudium et Spes”, no surge sólo de «la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas» (GS n. 78). Una perspectiva que, ya en su momento, superó la creencia tradicional de las relaciones internacionales, estructurada casi naturalmente en la alternancia entre paz y guerra.

Los Papas, particularmente aquellos más cercanos a nosotros, han manifestado y manifiestan esta visión en sus enseñanzas. ¿Cómo no recordar la “Pacem Dei Munus” de Benedicto XV, al final de la Primera Guerra Mundial, o la “Pacem in Terris” de San Juan XXIII, escrita en medio de un mundo dividido por la guerra fría? El reciente Magisterio reafirma esta visión incluso en los contextos internacionales más significativos, en los momentos de mayor tensión, mostrando cómo la paz no es solo una piedra miliar de la doctrina de la Iglesia, sino que en sus contenidos es una verdadera y propia “Agenda” para la acción de la Santa Sede en la sociedad de los Estados y para la conexa actividad diplomática que ejerce. Como afirma un conocido pasaje de la Constitución Apostólica “Lumen Gentium”, «Ella (la Iglesia) no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno» (LG n. 13).

Por tanto, la diplomacia de la Santa Sede, que siempre tiene también una clara función eclesial, como instrumento de comunión que une al Romano Pontífice con los Obispos y con las respectivas Iglesias locales, es también el camino peculiar a través del cual el Papa puede alcanzar concretamente a “las periferias” espirituales y materiales de la humanidad. La promoción de la así llamada «cultura del diálogo y del encuentro»[4], como la llama el Santo Padre, es así una de las piedras angulares de la diplomacia pontificia a lo largo de toda la historia reciente, a través de la cual se construye la paz, corazón de cada auténtica acción diplomática.

Desde esta perspectiva, se comprende la amplia red diplomática de la Santa Sede, que mantiene relaciones diplomáticas bilaterales con 183 Estados, a los que hay que sumar la Unión Europea y la Soberana Orden de Malta. La Santa Sede también mantiene relaciones estables de tipo multilateral con muchas otras instituciones intergubernamentales, competentes en los diversos sectores en los que se articula la estructura de la gobernanza internacional.

Estas cifras permiten destacar una amplia dimensión de trabajo cotidiano, complejo y muchas veces difícil, cuyo objetivo sigue siendo “ad intra” la suprema ley de la Iglesia, es decir, la salvación de las almas (la salus animarum), mientras que “ad extra” el objetivo es la ordenada convivencia entre los pueblos, que para la visión cristiana es el verdadero y primer requisito para la paz. Si alcanzar la meta de la “verdadera paz sobre la tierra” significa para la dimensión religiosa dar cumplimiento a la historia de la salvación, para la diplomacia pontificia quiere decir operar como instrumento de paz, ateniéndose en consecuencia a los principios del diálogo, de la perseverancia, del respeto de las normas, y de aquella lealtad que el derecho internacional expresa en el bien conocido principio de buena fe (pacta sunt servanda).

Como hemos señalado, la palabra paz encierra, por tanto, un general deseo de la humanidad que la Iglesia, a partir del Evangelio, recoge y hace suyo. Pero hay que añadir una aclaración de inmediato: la idea de paz de la que la Santa Sede es portadora, no se detiene en la que las naciones expresan en el derecho internacional contemporáneo. De hecho, la Santa Sede está profundamente convencida de que ninguna acción a la que le importe la paz, incluida la ejercida por la diplomacia, puede ser razonable y válida si, incluso tácitamente, aún mantiene referencias a la guerra.

Desde este punto de vista, trabajar por la paz no significa solo determinar un sistema de seguridad internacional y, quizás, respetar sus obligaciones: este es solo un primer paso, muchas veces obligado, a veces impuesto. También se requiere prevenir las causas que pueden desencadenar un conflicto bélico, así como eliminar aquellas situaciones culturales, sociales, étnicas y religiosas que puedan reabrir guerras sangrientas que acaban de concluir. Por eso, el Papa nos pide que actuemos a favor de la reconciliación entre las Partes, sean Estados, actores no estatales, grupos de insurgentes u otras categorías de combatientes. La cuestión, es evidente, involucra no solo responsabilidades individuales o colectivas, sino también, en su conjunto, el sistema de reglas de la gobernanza mundial.

El derecho internacional, en su función de única autoridad superior a los Estados, muestra la paulatina maduración de principios y normas para regir aquellas precisas situaciones que justifican el recurso al uso de la fuerza armada —el llamado ius ad bellum— y aquellas destinadas a regular los propios conflictos, el tradicional ius in bello. En los últimos tiempos este proceso ha llegado a elaborar normas para intentar humanizar incluso los escenarios bélicos, definiendo así los contenidos del derecho internacional humanitario.

Aun compartiendo y respetando estos esfuerzos, sin embargo, para la Santa Sede es urgente hoy, más que nunca, cambiar el paradigma mismo en el que se basa el orden internacional actual. Los hechos y las atrocidades, de los que somos testigos casi a diario, exigen a los distintos actores —estados e instituciones intergubernamentales en primer lugar— trabajar para prevenir la guerra en todas sus formas dando consistencia más bien a un ius contra bellum, es decir, a normas capaces de desarrollar actualizar y sobre todo imponer los instrumentos ya previstos por el ordenamiento jurídico internacional para resolver pacíficamente las controversias y prevenir el uso de armas.

Me refiero concretamente al diálogo, la negociación, la mediación, la conciliación, muchas veces vistas como simples paliativos privados de la necesaria eficacia. No se puede imponer una consideración diferente de estos instrumentos, sino que sólo puede surgir de una convicción general: la paz es un bien irrenunciable e insustituible. El esfuerzo al que todos estamos llamados es el de favorecer una conciencia madura que se refleje efectivamente en la acción de los respectivos Gobiernos y, por ende, de los órganos intergubernamentales. Y todo ello en pleno respeto de aquella legalidad internacional que se apoya sobre los fundamentales principios de justicia y humanidad, teóricamente hoy compartidos por todos, pero muy pocas veces traducidos en decisiones y comportamientos que sean coherentes y verdaderamente efectivos.

Al mismo tiempo, el derecho internacional debe continuar dotándose de instituciones jurídicas e instrumentos normativos capaces de gestionar los conflictos concluidos o las situaciones en que los esfuerzos de la diplomacia han obligado a las armas a guardar silencio. En este sentido, la Santa Sede quiere ser un estímulo para el resto de miembros de la comunidad internacional, para que cobre plena forma la necesidad de un ius post bellum, reformado y recodificado con respecto al tradicional, que se limita simplemente a establecer las relaciones entre vencedores y vencidos. El Papa Francisco lo ha afirmado con mucha claridad: «cuando oigo las palabras “victoria” o “derrota” siento un gran dolor, una gran tristeza en el corazón. No son palabras justas; la única palabra justa es “paz”»[5].

Cuando está en juego la paz, los temas a abordar en el posconflicto son muy claros, como, por ejemplo, el retorno de refugiados y desplazados, el funcionamiento de las instituciones locales y centrales, la reanudación de las actividades económicas, la salvaguarda del patrimonio artístico y cultural del que el componente religioso no es ajeno. Sin embargo, mucho más complejas son las necesidades de reconciliación entre las Partes. Basta pensar en el respeto a los derechos humanos y, entre ellos, el derecho al retorno, a la reunificación de las familias y de las comunidades, a la restitución de sus bienes o a las indemnizaciones.

La tarea en el posconflicto, por lo tanto, no se limita a reorganizar los territorios, a reconocer nuevas o cambiadas soberanías, o incluso garantizar con la fuerza armada los nuevos equilibrios logrados. Más bien, debe concretar la dimensión humana de la paz, eliminando cualquier posible motivo que pueda volver a comprometer la condición de aquellos que han vivido los horrores de una guerra y ahora esperan, como es de justicia, un futuro diferente. Traducido al lenguaje de la diplomacia, esto significa dar prioridad a la fuerza del derecho a la imposición de armas, garantizar la justicia incluso antes que la legalidad.

Permítanme recordar cómo, incluso en este momento, las experiencias de la diplomacia pontificia en este sentido son muchas y variadas. Basta pensar en el destino de las antiguas comunidades cristianas de Oriente Medio, cuya defensa ocupa activamente a las Representaciones Pontificias en esa Región del mundo. Y esto en la convicción de que la protección debe ejercerse en favor de todas las personas, en su condición de víctimas indefensas, incluso antes de su pertenencia a las diferentes comunidades religiosas.

En Siria, en Líbano y en Jordania, las organizaciones católicas están trabajando arduamente para acoger y cuidar a todos. Pero, en general, estas acciones quedan fuera del centro de atención y las noticias. Esta forma de actuar, eficaz y discreta, suele coincidir con el fundamento clásico de la actividad diplomática: persuadir con discreción y actuar con prudencia. San Juan XXIII, durante los años de su fructífero servicio diplomático, señaló sobre este tema en su “Diario del Alma”: «Para dar sencillez en todo recordaré las virtudes teologales y cardinales. La primera de las cardinales es la prudencia. Aquí es donde luchan y, a menudo, quedan derrotados, papas, obispos, reyes y comandantes. Esta, sin embargo, es la virtud característica del diplomático».

Para facilitar el diálogo entre las Partes, es necesario identificar herramientas y oportunidades de encuentro. En la década de 1980, en la Sección de Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado, se ubicó una oficina especial para la mediación pontificia. En concreto, se trataba de desarrollar los contenidos jurídico-políticos necesarios para poner fin a la disputa territorial entre Argentina y Chile sobre el Canal de Beagle, en el extremo sur del continente americano. Objetivo efectivamente logrado el 29 de noviembre de 1984 con la conclusión del Tratado de Paz y Amistad por el cual las Partes dieron efectos vinculantes a la solución de la controversia tal y como había propuesto la Santa Sede.

Este tipo de acción pacificadora tiene raíces mucho más antiguas en las mediaciones medievales pro pace reformanda inter gentes, y ya se había ejercido en épocas más recientes, como recuerda el arbitraje conducido por el Papa León XIII en 1885 para poner fin al conflicto que oponía a España y Alemania por la soberanía sobre las Islas Carolinas, y llega hasta la más reciente implicación de la Santa Sede en facilitar un acuerdo entre Cuba y los Estados Unidos de América, para iniciar una nueva temporada de relaciones diplomáticas tras décadas de contraposición. A quienes deseen leer estos hechos como hechos puramente políticos y desconectados de una dimensión más espiritual y eclesial, les basta recordar que, en los casos aquí mencionados, fueron los obispos locales y, en todo caso, la presencia y el papel positivo de la Iglesia en esos países, a considerar imprescindible una intervención diplomática directa de la Santa Sede.

Estas mediaciones diplomáticas ponen en primer plano una de las dimensiones esenciales de la acción eclesial que es el cuidado del prójimo, en una palabra: la caridad. Podríamos decir que es un eje de la actividad diplomática de la Santa Sede, con un compromiso particular a favor de los más débiles, ante todo en defensa de los derechos de las mujeres y los niños, así como de los migrantes, los prófugos y los refugiados. También es importante el papel que puede desempeñar la Santa Sede, en colaboración con los Estados, en el contexto de los desafíos que plantea la globalización y particularmente hoy en el contexto de la pandemia y la tremenda crisis económica que está provocado.

Lamentablemente, vemos en el mundo la difusión de otra palabra que es radicalmente opuesta a la caridad: la palabra “indiferencia”. Esta no permanece simplemente en un nivel teórico, sino que también se ha convertido en una experiencia diaria de nuestro tiempo y de nuestras sociedades. El Papa Francisco ha hablado de ello en varias ocasiones, estigmatizando un cierto enfoque de los problemas, propio de nuestro mundo actual, que muchas veces recurre al ejercicio de la indiferencia como una especie de anestésico. Tal ejercicio produce adicción frente a los múltiples dramas de la humanidad, protegiendo de alguna manera del riesgo de la empatía, que, traducida a la jerga cristiana, significaría compartir la existencia de los otros, como hermanas y hermanos en la humanidad, para ayudarles a llevar la pesada carga del sufrimiento, de la injusta violencia, de la pobreza material y espiritual.

Hoy la indiferencia no concierne solo a los lugares de conflicto y de las guerras, quizás geográficamente distantes. Hoy también nos afecta a todos nosotros que, nos guste o no, somos alcanzados en nuestra cotidianeidad por innumerables noticias e informaciones, que nos conectan virtualmente con el resto del mundo y que nos muestran multitud de sufrientes, de sin techo, de víctimas de guerras obligadas a emigrar, de personas desanimadas, de quienes han perdido su trabajo, etc.

Cito al respecto las palabras del Papa: «Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globalización de la indiferencia»[6].

La indiferencia se convierte así en una coraza protectora, que día a día, quizás nos ayude a avanzar, sin hacernos demasiadas preguntas, sin plantearnos demasiados problemas, sin ponernos demasiado en juego, ya que muchos de estos dramas no nos conciernen directamente, y por eso dejamos que la historia siga su curso, sin nosotros y a pesar de nosotros. Es una actitud que puede resultar comprensible, que puede parecer casi natural, pero que, poco a poco, nos va despojando de nuestra humanidad, adormeciendo cada vez más nuestra conciencia. En esta perspectiva, la paz resulta ser un problema de otros, quizás de los más poderosos, de los más ricos, de los más instruidos, o más bien de los que tienen el destino de los pueblos en sus manos. En resumen, para quienes se muestran indiferentes, la paz sigue siendo una simple “utopía” y aquellos que hablan demasiado de ella son “ilusos”.

Hoy más que nunca, es necesario romper estos mecanismos de indiferencia, romper la coraza protectora de nuestro egoísmo, pasando así de teoremas sobre la paz posible a experiencias concretas de paz vivida, aunque se logre con sufrimiento. En pocas palabras, hoy más que nunca hay una necesidad urgente de un nuevo camino hacia la paz, que no puede estructurarse como un simple ejercicio retórico, sino que debe implementar una renovada “agenda internacional” que dé centralidad a la persona humana y a las personas concretas que actúan, sufren, se exponen para lograr la paz. Ese objetivo también requiere un camino interior. No se nutre de reivindicaciones políticas, sino de la conversión del corazón, antes que de las estructuras, y nos sitúa ante una nueva visión del mundo que apuesta por elecciones concretas que ponen el acento en la existencia real de las personas, antes que en las estructuras teóricas del pensamiento.

El Papa Francisco nos invita a dar el primer paso contra la indiferencia, pidiéndonos que miremos y reflexionemos sobre el estilo de Dios, sobre su forma concreta de relacionarse con la humanidad, como nosotros mismos podemos captar en la Biblia. Y aquí hacemos un doble descubrimiento: Dios no es indiferente al destino del hombre y sus sufrimientos. Nos lo muestra muy bien el relato del Génesis de Caín, de Abel y de su fraternidad rota (Génesis 9, 4-10). Y lo reafirma con igual fuerza el relato del Éxodo, que nos habla de la liberación de Israel de la esclavitud en la tierra de Egipto. Así dice el Libro del Éxodo: «Dios le dice a Moisés: Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel». Y añade el Papa: «Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa»[7].

El segundo descubrimiento es el de la compasión y de la misericordia. Dios no sólo observa y conoce el sufrimiento del hombre, sino que lo asume personalmente: aquí entramos más propiamente en el misterio cristiano de la Encarnación. Aquí me limito a señalar con las palabras del Papa la actitud de Jesús hacia los que sufren: «Ciertamente Él (Jesús) ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora. Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte»[8].

Entonces, ¿cuál es el llamado que el Papa hace a nuestro mundo de hoy, a la comunidad internacional y que es el corazón de la diplomacia de la Santa Sede hoy?

Creo que la respuesta está en tres caminos abiertos que el Papa señaló al comienzo de su pontificado. De hecho, dirigiéndose por primera vez al Cuerpo Diplomático a los pocos días de su elección, quiso esbozar unas sencillas "pautas" que marcarían el camino de la Iglesia y de la diplomacia de la Santa Sede bajo su dirección: la lucha contra la pobreza sea material o espiritual; la construcción de la paz; ser constructores de puentes a través del diálogo. Son también tres puntos de referencia que indican un camino personal, social y global al que el Papa ha invitado a todos, desde los primeros días de su servicio como Obispo de Roma.

Se trata de un camino difícil si uno permanece atrapado en la prisión de la indiferencia. Un camino inalcanzable, si se cree que la paz es simplemente una utopía. Un camino posible, si se acepta el desafío de tener confianza en Dios y en el hombre y se compromete a reconstruir una auténtica fraternidad, custodiando la creación, haciéndose «artesanos de paz dispuestos a generar procesos de sanación y de reencuentro con ingenio y audacia»[9].

Ciertamente, el del Papa sigue siendo un llamamiento urgente y exigente, más aún hoy. Nos pide que tengamos mucho coraje, que abandonemos las certezas adquiridas, y que nos comprometamos en una auténtica conversión del corazón, de las prioridades, de los estilos de vida, para ir al encuentro del otro.

En el fondo, la diplomacia de la Santa Sede es una diplomacia en camino: un camino largo, complejo y difícil, pero posible, dirigido a superar las muchas indiferencias de nuestro tiempo y a construir un futuro de paz para toda la humanidad.

Gracias.

 

[1] Viaje Apostolico a la República de Corea con ocasión de la VI jornada de la juventud asiática (13-18 de agosto de 2014), encuentro con las autoridades, Discurso del Santo Padre Francisco, Salón Chungmu de la Casa Azul, Seúl, jueves 14 de agosto de 2014.

[2] Discurso del Santo Padre Francisco a los miembros del cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, Sala Regia, lunes 12 de enero de 2015.

[3] Ibidem.

[4] Cfr. Francisco, Ángelus, 1 de septiembre 2013.

[5] Papa Francisco, Audiencia general, 4 febrero 2015.

[6] Mensaje del Santo Padre Francisco para la celebración de la XLIX jornada mundial de la paz, 1 de enero 2016.

[7] Ibidem.

[8] Ibidem.

[9] Carta Encíclica Fratelli tutti del Santo Padre Francisco sobre la Fraternidad y la amistad social, n. 225.