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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES

[DOMINGO 31 DE MAYO DE 1992]

Tema: «La proclamación del mensaje de Cristo en los medios de comunicación»

 

Queridos hermanos y hermanas:

Desde hace veintiséis años, siguiendo una directriz dada por el concilio Vaticano II, la Iglesia celebra una Jornada mundial dedicada a las comunicaciones sociales.

¿Qué se celebra en esta Jornada? Es un medio de agradecer un regalo específico de Dios, un regalo que tiene un gran significado en el período de la historia humana en el que estamos viviendo: el regalo de todos los recursos técnicos que facilitan, intensifican y enriquecen la comunicación entre los hombres.

En esta Jornada celebramos los dones divinos de la palabra, el oído y la vista que nos permiten salir de nuestro aislamiento y de nuestra soledad para intercambiar, con los que están a nuestro alrededor, las opiniones y sentimientos que albergan nuestros corazones. Celebramos los dones de la escritura y la lectura, por medio de los cuales nos enriquecemos con la sabiduría de nuestros antepasados y transmitimos nuestra propia experiencia y nuestras reflexiones a las generaciones venideras. A estos dones tan valiosos se añaden otras «maravillas» aún más admirables: «los maravillosos inventos de la técnica que... ha extraído el ingenio humano, con la ayuda de Dios, de las cosas creadas» (Inter mirifica, 1), inventos que en nuestro tiempo han aumentado y extendido inmensamente el alcance de nuestras comunicaciones y ha ampliado tanto el volumen de nuestra voz que ésta puede llegar simultáneamente a los oídos de incalculables multitudes.

Los medios de comunicación —en nuestra celebración no excluimos ninguno— son el billete de ingreso de todo hombre y toda mujer al mercado moderno, donde se expresan públicamente las propias opiniones, se realiza un intercambio de ideas, circulan las noticias y se transmiten y reciben informaciones de todo tipo (cf. Redemptoris missio, 37). Por todos estos dones damos gracias a Dios, nuestro Padre, de quien procede «toda dádiva buena y todo don perfecto» (St 1, 17).

Nuestra celebración, presidida por la alegría y la acción de gracias, a veces adquiere matices de tristeza y pesar. Los mismos medios de comunicación que celebramos nos dan constante muestra de las limitaciones de nuestra condición humana, de la presencia del mal en los individuos y en la sociedad, de la violencia insensata y de las injusticias que los hombres se infligen unos a otros con diversos pretextos. A través de estos medios, con frecuencia asistimos como espectadores indefensos a las crueldades que se cometen en todo el mundo, a causa de rivalidades históricas, prejuicios raciales, deseos de venganza, avidez de poder, codicia, egoísmo o falta de respeto a la vida y a los derechos humanos. Los cristianos deploran esas crueldades y sus motivaciones pero están llamados a hacer mucho más: deben esforzarse por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21).

La respuesta del cristiano al mal consiste, sobre todo, en escuchar la Buena Nueva y hacer cada vez más presente el mensaje de salvación de Dios en Jesucristo. Los cristianos tenemos una «buena nueva» que transmitir: el mensaje de Cristo, y hemos de compartirlo con todo hombre y toda mujer de bien que estén dispuestos a escuchar.

Hemos de compartirlo en primer lugar mediante el testimonio de nuestra vida; el Papa Pablo VI decía: «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio» (Evangelii nuntiandi, 41; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 1975, pág. 7). Hemos de ser como una ciudad colocada sobre la cima de un monte, como una lámpara sobre el candelero, visible a todos. Nuestra luz debe iluminar como un faro que señale la ruta segura para llegar al puerto (cf. Mt 5, 13-14).

Todos los medios de comunicación que realmente reflejen la realidad de las cosas han de presentar a la atención del mundo la vida individual y comunitaria de los cristianos que dan testimonio de las creencias y valores que profesan. Esa proclamación del mensaje de Cristo puede hacer mucho bien. ¡Qué eficaz sería un testimonio de todos los miembros de la Iglesia!

Pero los seguidores de Cristo debemos ofrecer un testimonio más explícito. Hemos de proclamar nuestras creencias «a la luz del día» y «desde los tejados» (Mt 10, 27; Lc 12, 3), sin miedo y sin compromisos, adaptando el mensaje divino «a las formas de expresión de las personas y sus modelos de pensamiento» (Communio et progressio, 11), y respetando siempre sus creencias y convicciones, como esperamos que ellos respeten las nuestras. Una proclamación tiene que realizarse siempre con doble respeto que la Iglesia pide: respeto a todo ser humano sin excepción, en su búsqueda de respuesta a los interrogantes más profundos de la vida, y respeto a la acción del Espíritu, misteriosamente presente en todo corazón humano (cf. Redemptoris missio, 29).

Cristo no obligó a nadie a aceptar sus enseñanzas. Las presentaba a todos sin excepción, dejando que cada uno fuese libre de responder a su invitación. Este es el modelo que sus discípulos debemos seguir. Los cristianos afirmamos que todo hombre y toda mujer tienen derecho a escuchar el mensaje de salvación que Cristo nos ha dejado, y afirmamos que tienen derecho a seguirlo si les convence. Lejos de sentirnos obligados a pedir excusas por poner el mensaje de Cristo a disposición de todos, estamos convencidos de que tenemos derecho y obligación de hacerlo.

Existen también un derecho y una obligación de usar con ese fin todos los nuevos medios de comunicación, que caracterizan a nuestro tiempo. Realmente «la Iglesia se sentiría culpable ante Dios si no empleara esos poderosos medios, que la inteligencia humana perfecciona cada vez más» (Evangelii nuntiandi, 45).

Obviamente estos «poderosos medios» requieren preparación y entrenamiento específicos por parte de quienes los usan. Para poder transmitir el mensaje de forma inteligible, a través de estos «nuevos lenguajes» hacen falta aptitudes especiales y una capacitación apropiada.

A este respecto, con ocasión de la Jornada mundial de las comunicaciones sociales, recuerdo las actividades que han realizado en este campo muchos católicos y numerosas instituciones y organizaciones. Quiero mencionar en particular a las tres grandes Organizaciones católicas que trabajan en los medios de comunicación: la Oficina católica internacional del cine (OCIC), la Unión católica internacional de la Prensa (UCIP), y la Asociación católica internacional para la Radio y la Televisión (UNDA). A ellas en especial, gracias a sus amplios recursos de conocimiento profesional y a la capacidad y entusiasmo de sus miembros en todo el mundo, la Iglesia se dirige, con esperanza y confianza, pidiéndoles que proclamen el mensaje de Cristo de una forma adecuada a los instrumentos de que disponen ahora y con un lenguaje inteligible a las culturas —condicionadas por esos medios— a las que se deben dirigir.

Los profesionales católicos que trabajan en los medios de comunicación social —en su mayoría, seglares— merecen una mención especial, sobre todo en esta Jornada, por la gran responsabilidad que tienen, pero también se les debe mostrar el apoyo espiritual y la firme solidaridad de todos los fieles. Deseo animarlos a realizar un esfuerzo mayor y más urgente a fin de comunicar el mensaje a través de estos medios y capacitar a otros para que hagan lo mismo. Hago un llamamiento a todas las Organizaciones católicas, a las congregaciones religiosas y a los movimientos eclesiales, y en especial a las Conferencias episcopales (nacionales y regionales), para que fomenten la presencia de la Iglesia en esos medios y se esfuercen por lograr una mayor coordinación entre las agencias católicas implicadas. Para cumplir con su misión, la Iglesia necesita hacer un uso más amplio y más efectivo de los medios de comunicación social.

Que Dios fortalezca y sostenga a todos los católicos que trabajan en el mundo de las comunicaciones sociales, a fin de que realicen con más empeño el compromiso que el Señor duramente les pide. Como signo de su divina presencia y de su ayuda todopoderosa en sus esfuerzos les imparto de corazón mi bendición apostólica.

Desde el Vaticano, 24 de enero de 1992, fiesta de san Francisco de Sales.

JOANNES PAULUS PP. II



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