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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL SECRETARIADO
PARA LA UNIÓN DE LOS CRISTIANOS


Viernes 8 de febrero de 1980

 

Queridos hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

Han transcurrido ya quince meses desde nuestro último y primer encuentro. Yo estaba entonces en los comienzos de mi pontificado, y quise expresaros mi satisfacción y fuerte estímulo por vuestro trabajo dándoos algunas orientaciones generales. Hoy quisiera detenerme más largamente, con vosotros sobre lo que con la ayuda del Señor y bajo la guía del Espíritu Santo ha sucedido y se ha realizado en el campo del ecumenismo en estos quince meses.

Es lástima no poder descender a detalles. Sin embargo, no puedo dejar de evocar aquí ante vosotros, los numerosos encuentros con responsables o grupos de fieles de otras Iglesias y comunidades eclesiales, iniciados al día siguiente de la ceremonia de inauguración de mi ministerio pontificio y que han llegado a su apogeo en noviembre último con la visita al Patriarcado Ecuménico, donde se ha lanzado el diálogo teológico con las Iglesias ortodoxas.

Nuestro esfuerzo, que prosigue pacientemente pero activamente a la vez, se propone impulsar esta renovación que según las enseñanzas del Concilio Vaticano II consiste "esencialmente en el aumento de la fidelidad de la Iglesia a su vocación" (Unitatis redintegratio, 6).

El II Concilio Vaticano ha marcado una etapa importante en esta renovación, una etapa y un punto de partida. La experiencia de este Concilio, los textos en los que esta experiencia ha quedado expresada, siguen siendo fuente siempre actual de inspiración; son ricos en orientaciones y exigencias que todavía han de descubrirse y realizarse en la vida concreta del Pueblo de Dios. Lo he dicho con frecuencia en estos meses, pero quiero decíroslo otra vez a vosotros, miembros del Secretariado para impulsar la unidad de los cristianos, porque el Concilio ha afirmado que esta renovación tiene un valor ecuménico relevante; la unión de los cristianos era uno de sus objetivos principales (cf. Unitatis redintegratio, 1 y 16) y sigue siendo parte importante de mi ministerio y de la acción pastoral de la Iglesia.

La unidad reclama una fidelidad cada vez más profunda, a través de la escucha recíproca. Con libertad fraterna las dos partes del verdadero diálogo se provocan mutuamente a una fidelidad cada vez más exigente al plan integral de Dios.

Con fidelidad a Cristo Señor que nos pidió la unidad, oró por ella, y por ella se ofreció en sacrificio; y con docilidad al Espíritu Santo que guía a los creyentes hacia la verdad en toda su plenitud, éstos se obligan a rebasar los límites que la historia religiosa de cada uno haya ido arrastrando, para abrirse de modo creciente a la "anchura, longura, altura y profundidad" del designio misterioso de Dios que sobrepasa todo conocimiento (cf. Ef 3, 18-19). Además, digámoslo de paso, este espíritu de diálogo fraterno que debe existir e incluso yo diría que debe existir ya antes entre los teólogos que se ocupan dentro de la Iglesia del esfuerzo de renovación teológica, supone evidentemente que este diálogo se lleve a cabo dentro de la verdad y la fidelidad. Entonces se transforma en factor indispensable de equilibrio, el cual debería llegar a evitar que la autoridad de la Iglesia se viera obligada a declarar que algunos se hallan en un camino que no es el camino auténtico de renovación. Si la autoridad se ve obligada a intervenir, no actúa contra el movimiento ecuménico, sino que aporta su contribución a este movimiento al advertir que ciertas pistas o ciertos atajos no llevan a la meta que se persigue.

He querido ir a Estambul para celebrar con Su Santidad el Patriarca Dimitrios la fiesta de San Andrés, patrono de aquella Iglesia. Lo he hecho para mostrar ante Dios y ante todo el Pueblo de Dios mi impaciencia por la unidad. Hemos orado juntos. Con profunda emoción espiritual asistí en la catedral patriarcal a la liturgia eucarística que celebraron allí el Patriarca y su Sínodo, al igual que el Patriarca y los Metropolitas habían venido a asistir a la liturgia que yo había celebrado en la catedral católica. En esta oración experimentamos con dolor que es muy lamentable no poder concelebrar. Hay que hacer todo lo posible por acelerar el día de tal concelebración; y la misma duración de nuestra separación hace todavía más urgente la necesidad de poner fin a la misma. Este año estará señalado por el comienzo del diálogo teológico con la Iglesia ortodoxa. El diálogo teológico es un retoño del diálogo de caridad que comenzó durante el Concilio y que debe proseguir e intensificarse, pues es el medio vital necesario para el esfuerzo de lucidez que llevará a volver a descubrir más allá de las divergencias y malentendidos heredados de la historia, los caminos que nos conducirán finalmente a una común profesión de fe en el seno de la concelebración eucarística. El segundo milenio ha sido testigo de nuestra separación progresiva. En todas partes ha comenzado un movimiento inverso. Es necesario y así lo pido instantemente al "Padre de las luces de quien viene todo don perfecto" (cf. Sant 1, 17), que el alba del tercer milenio se alce sobre nuestra plena comunión encontrada de nuevo.

Espero que a este primer encuentro seguirán pronto otros encuentros con el Patriarca Dimitrios, y también con otros responsables de Iglesias y comunidades eclesiales en Occidente.

Quisiera decir asimismo la gran atención que presto al diálogo con las antiguas Iglesias orientales y, en especial, con la Iglesia copta. La visita a Roma de Su Santidad Shenouda, Papa de Alejandría y Patriarca de la Sede de San Marcos, ha sido un acontecimiento importante que ha marcado la apertura de ese diálogo. Sería preciso que se llevaran a realidad todas las posibilidades abiertas por la declaración conjunta que firmó con mi gran predecesor el Papa Pablo VI. Según dije ya a la delegación de la iglesia copta que tuve la alegría de recibir en junio pasado, he hecho mía esa declaración así como el aliento que la Santa Sede dio seguidamente a este diálogo (cf. L'Osservatore Romano. Edición en Lengua Española, 9 de septiembre de 1979). La unidad de los cristianos pertenecientes al gran pueblo egipcio, les permitirá aportar colmadamente su contribución en colaboración con sus hermanos musulmanes, al esfuerzo nacional.

Estoy convencido, además, de que una nueva articulación de las antiguas tradiciones orientales y occidentales y el intercambio equilibrante que resultará de haber encontrado de nuevo la comunión plena, Pueden ser de gran importancia para remediar las divisiones surgidas en Occidente en el siglo XVI.

Los diversos diálogos que están teniendo lugar desde la terminación del Concilio, han hecho ya progresos serios. Con la comisión anglicana, la comisión mixta está a punto de terminar su tarea y tendrán que entregar el informe final el año próximo. Entonces la Iglesia católica podrá pronunciarse oficialmente y sacar las consecuencias para la etapa subsiguiente.

Cae este año el 450 aniversario de la Confesión de Augsburgo. En nuestro diálogo con la Federación luterana mundial hemos comenzado a descubrir de nuevo los lazos profundos que nos unen en la fe, que han estado encubiertos por las polémicas del pasado. Si después de 450 años, católicos y luteranos pedieran llegar a una evaluación histórica más exacta de este documento y a determinar mejor su rol en el desarrollo de la historia eclesiástica, se habría dado un paso notable en la marcha hacia la unidad.

Hay que seguir estudiando con lucidez, apertura, humildad y caridad las principales divergencias doctrinales que han dado origen a divisiones en el pasado que todavía hoy separan a los cristianos.

Estos diversos diálogos son otros tantos esfuerzos que se encaminan a la misma meta, teniendo en cuenta la variedad de obstáculos que se han de vencer. Lo mismo sucede con aquellos en que la Iglesia católica no está implicada directamente. No hay oposición entre estos diversos tipos de diálogo y nada se debe omitir de lo que pueda acelerar el avance hacia la unidad.

Todo ello es necesario; pero sólo dará frutos si al mismo tiempo en toda la Iglesia católica se toma conciencia clara de la necesidad del empeño ecuménico tal como lo definió el Concilio. El Secretariado para la Unidad publicó en 1975 orientaciones importantes para el desarrollo de la colaboración ecuménica a nivel local, nacional y regional. He dicho ya que el interés por colaborar con los demás hermanos cristianos nuestros debe tener un puesto justo en la pastoral. Esto exige un cambio de actitud y una conversión del corazón que presupone toda una orientación ya en la formación del clero y del pueblo cristiano. En este aspecto la catequesis debe desempeñar un papel que recordé recientemente en la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae (cf. núms. 31-34).

Esta búsqueda de la unidad tanto a través del diálogo como de la colaboración en todos los sitios donde sea posible, tiene el fin de dar testimonio de Cristo hoy. Este testimonio conjunto queda limitado e incompleto mientras estemos en desacuerdo sobre el contenido de la fe que hemos de anunciar. De ahí la importancia de la unión para la evangelización de hoy en día. Por tanto, de ahora en adelante los cristianos deben procurar testimoniar juntos los dones de fe y de vicia que han recibido de Dios (cf. Redemptor hominis, 11). El tema principal de vuestra reunión plenaria es precisamente el testimonio común. El problema no está sólo en que sea común, sino en que sea un testimonio auténtico del Evangelio, un testimonio de Jesucristo vivo hoy en la plenitud de su Iglesia. En este sentido hace falta que los cristianos —y aquí pienso en especial en los católicos— ahonden su fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Sí, es deber urgente de los católicos comprender cómo debe ser este testimonio y lo que supone y exige en la vida de la Iglesia.

Deseo que dicha reflexión y búsqueda se lleven a cabo en toda la Iglesia bajo la dirección de los obispos y las Conferencias Episcopales. Con gran sabiduría pastoral habrá que esforzarse según las posibilidades en todas las situaciones por descubrir oportunidades de testimonio conjunto de los cristianos. Al hacerlo se tropezará con los límites impuestos aún a este testimonio por nuestras divergencias; y esta experiencia penosa estimulará a intensificar el avance hacia un acuerdo real en la fe. Espero que los resultados de vuestra Plenaria estimulen las iniciativas de las Iglesias locales. en esta dirección que es la que nos indica el Concilio Vaticano II (cf. Unitatis redintegratio, 12 y 24). Hay que avanzar en esta dirección con prudencia y valentía. ¿Acaso en nuestros días más. que nunca no es frecuentemente la valentía una exigencia de la prudencia para quienes sabemos en quién creemos?

Quiero agradeceros, en fin, el haber venido y dedicado una semana de vuestro precioso tiempo a nuestro Secretariado por la Unidad. Habéis podido daros cuenta también de su trabajo incesante, realizado con una entrega que tiene el único fin de servir y promover la gran causa de la unidad.

El Dios de la esperanza nos dé su fuerza cumplidamente y por la potencia del Espíritu Santo haga inquebrantable la esperanza (cf. Rom 15, 13) que anima nuestro servicio de cada día.

 



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