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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO
DEL «ATRIO DE LOS GENTILES» EN PORTUGAL

 

Queridos amigos:

Con profunda gratitud y afecto saludo a todos los participantes en el «Atrio de los gentiles», que se inaugura en Portugal el 16 y el 17 de noviembre de 2012 y reúne a creyentes y no creyentes en torno a la aspiración común de afirmar el valor de la vida humana contra el creciente embate de la cultura de la muerte.

En realidad, la conciencia de la sacralidad de la vida que se nos ha confiado, no como algo de lo que se puede disponer libremente, sino como un don que hay que custodiar fielmente, pertenece a la herencia moral de la humanidad. «Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término» (Encíclica Evangelium vitae, 2). No somos un producto casual de la evolución, sino que cada uno de nosotros es fruto de un pensamiento de Dios: Él nos ama.

Pero, si la razón puede captar este valor de la vida, ¿por qué interpelar a Dios? Respondo citando una experiencia humana. La muerte de la persona amada es, para quien ama, el acontecimiento más absurdo que se pueda imaginar: ella es incondicionalmente digna de vivir, es bueno y bello que exista (el ser, el bien y lo bello, como diría un metafísico, se equivalen trascendentalmente). De igual modo, la muerte de esta misma persona aparece, a los ojos de quien no ama, como un suceso natural, lógico (no absurdo). ¿Quién tiene razón? ¿Quién ama («la muerte de esta persona es absurda») o quien no ama («la muerte de esta persona es lógica»)?

La primera posición sólo es defendible si toda persona es amada por un Poder infinito; y éste es el motivo por el cual ha sido necesario recurrir a Dios. De hecho, quien ama no quiere que la persona amada muera; y, si pudiera, siempre lo impediría. Si pudiera… El amor finito es impotente; el Amor infinito es omnipotente. Pues bien, esta es la certeza que la Iglesia anuncia: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). ¡Sí! Dios ama a cada persona que, por eso, es incondicionalmente digna de vivir. «La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida» (Encíclica Evangelium vitae, 25).

Pero en la época moderna el hombre ha querido evitar la mirada creadora y redentora del Padre (cf. Jn 4, 14), basándose en sí mismo y no en el Poder divino. Casi como sucede en los edificios de cemento armado sin ventanas, donde es el hombre quien provee a la aireación y a la luz; de igual modo, incluso en dicho mundo auto-construido, accede a los «recursos» de Dios, que se transforman en nuestros productos. ¿Qué decir entonces? Es necesario reabrir las ventanas, ver de nuevo la vastedad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo ello de modo justo. De hecho, el valor de la vida resulta evidente sólo si Dios existe. Por eso, sería hermoso si los no creyentes quisieran vivir «como si Dios existiera». Aunque no tengan la fuerza para creer, deberían vivir según esta hipótesis; en caso contrario, el mundo no funciona. Hay muchos problemas por resolver, pero jamás se resolverán del todo si no se pone a Dios en el centro, si Dios no vuelve a ser visible en el mundo y determinante en nuestra vida. Quien se abre a Dios no se aleja del mundo y de los hombres, sino que encuentra hermanos: en Dios caen nuestros muros de separación, todos somos hermanos, formamos parte los unos de los otros.

Amigos: desearía concluir con estas palabras del Concilio Vaticano II a los hombres del pensamiento y de la ciencia: «Felices los que, poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás» (Mensaje, 8 de diciembre de 1965). Estos son el espíritu y la razón de ser del «Atrio de los gentiles». A vosotros, comprometidos de diversos modos en esta iniciativa significativa, os expreso mi apoyo y mi más sincero aliento. Que mi afecto y mi bendición os acompañen hoy y en el futuro.

Vaticano, 13 de noviembre de 2012

BENEDICTUS PP XVI



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