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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON EL CLERO DE ROMA POR EL INICIO DE LA CUARESMA

LECTIO DIVINA

 Aula Pablo VI
Jueves 23 de febrero de 2012

 

Queridos hermanos:

Para mí es una gran alegría ver cada año, al inicio de la Cuaresma, a mi clero, el clero de Roma, y me complace ver que hoy somos numerosos. Yo pensaba que en esta gran aula íbamos a ser un grupo casi perdido, pero veo que somos un fuerte ejército de Dios y podemos entrar con fuerza en este tiempo nuestro, en las batallas necesarias para promover, para hacer que avance el reino de Dios. Ayer entramos por la puerta de la Cuaresma, renovación anual de nuestro Bautismo; repetimos casi nuestro catecumenado, yendo de nuevo a la profundidad de nuestra realidad de bautizados, retomando, volviendo a nuestra realidad de bautizados y así incorporados a Cristo. De este modo, también podemos tratar de guiar nuevamente a nuestras comunidades a esta comunión íntima con la muerte y resurrección de Cristo, llegando a ser cada vez más conformes a Cristo, llegando a ser cada vez más cristianos realmente.

El pasaje de la Carta de san Pablo a los Efesios que acabamos de escuchar (4, 1-16) es uno de los grandes textos eclesiales del Nuevo Testamento. Comienza con la autopresentación del autor: «Yo Pablo, prisionero por el Señor» (v. 1). La palabra griega desmios dice «encadenado»: Pablo, como un criminal, está entre cadenas, encadenado por Cristo y así comienza en la comunión con la pasión de Cristo. Este es el primer elemento de la autopresentación: él habla encadenado, habla en la comunión de la pasión de Cristo y así está en comunión también con la resurrección de Cristo, con su nueva vida. También nosotros, cuando hablamos, debemos hacerlo en comunión con su pasión, aceptando nuestras pasiones, nuestros sufrimientos y pruebas, en este sentido: son precisamente pruebas de la presencia de Cristo, de que él está con nosotros y de que, en la comunión con su pasión, vamos hacia la novedad de la vida, hacia la resurrección. Así pues, «encadenado» es en primer lugar una palabra de la teología de la cruz, de la comunión necesaria de todo evangelizador, de todo pastor con el Pastor supremo, que nos ha redimido «entregándose», sufriendo por nosotros. El amor es sufrimiento, es entregarse, es perderse, y precisamente de este modo es fecundo. Pero así, en el elemento exterior de las cadenas, de la falta de libertad, aparece y se refleja otro aspecto: la verdadera cadena que ata a Pablo a Cristo es la cadena del amor. «Encadenado por amor»: un amor que da libertad, un amor que lo capacita para hacer presente el mensaje de Cristo y a Cristo mismo. Y también para todos nosotros esta debería ser la última cadena que nos libera, unidos con la cadena del amor a Cristo. Así encontramos la libertad y el verdadero camino de la vida, y, con el amor de Cristo, podemos guiar también a los hombres que nos han sido encomendados a este amor, que es la alegría, la libertad.

Luego dice «os exhorto» (Ef 4, 1): tiene la misión de exhortar, no se trata de una amonestación moral. Exhorto desde la comunión con Cristo; es Cristo mismo, en último término, quien exhorta, quien invita con el amor de un padre y de una madre. «Os exhorto a que andéis como pide la vocación a la que habéis sido llamados» (v. 1); o sea, el primer elemento es: hemos recibido una llamada. Yo no soy anónimo o sin sentido en el mundo: hay una llamada, hay una voz que me ha llamado, una voz que sigo. Y mi vida debería ser un entrar cada vez más profundamente en la senda de la llamada, seguir esta voz y así encontrar el verdadero camino y guiar a los demás por este camino.

He «recibido una llamada». Yo diría que la primera gran llamada es la del Bautismo, la de estar con Cristo; la segunda gran llamada es la de ser pastores a su servicio, y debemos escuchar cada vez más esta llamada, de modo que podamos llamar, o mejor, ayudar también a los demás a oír la voz del Señor que llama. El gran sufrimiento de la Iglesia de hoy en Europa y en Occidente es la falta de vocaciones sacerdotales, pero el Señor llama siempre; lo que falta es la escucha. Nosotros hemos escuchado su voz y debemos estar atentos a la voz del Señor también para los demás, ayudarles a que la escuchen y así acepten la llamada, se abran a un camino de vocación a ser pastores con Cristo. San Pablo vuelve a utilizar esta palabra «llamada» al final de este primer párrafo, y habla de una vocación, de una llamada a la esperanza —la llamada misma es una esperanza— y así demuestra las dimensiones de la llamada: no es sólo individual; la llamada ya es un fenómeno de diálogo, un fenómeno en el «nosotros»; en el «yo y tú» y en el «nosotros». «Llamada a la esperanza». Así vemos las dimensiones de la llamada; son tres. Llamada, en último término, según este texto, hacia Dios. Dios es el fin; al final llegamos sencillamente a Dios y todo el camino es un camino hacia Dios. Pero este camino hacia Dios nunca es aislado, no es un camino sólo en el «yo», es un camino hacia el futuro, hacia la renovación del mundo, y un camino en el «nosotros» de los llamados que llama a otros, que les ayuda a escuchar esta llamada. Por eso la llamada siempre es también una vocación eclesial. Ser fieles a la llamada del Señor implica descubrir este «nosotros» en el cual y por el cual estamos llamados, así como ir juntos y realizar las virtudes necesarias. La «llamada» implica la eclesialidad; implica, por tanto, las dimensiones vertical y horizontal, que van inseparablemente unidas; implica eclesialidad en el sentido de dejarse ayudar por el «nosotros» y de construir este «nosotros» de la Iglesia. En este sentido, san Pablo explica la llamada con esta finalidad: un Dios único, solo, pero con esta dirección hacia el futuro; la esperanza está en el «nosotros» de aquellos que tienen la esperanza, que aman dentro de la esperanza, con algunas virtudes que son precisamente los elementos del caminar juntos.

La primera es: «con toda humildad» (Ef 4, 2). Quiero detenerme un poco más en esta virtud, porque antes del cristianismo no aparece en el catálogo de las virtudes; es una virtud nueva, la virtud del seguimiento de Cristo. Pensemos en la Carta a los Filipenses, en el capítulo dos: Cristo, siendo de condición divina, se humilló, aceptando la condición de esclavo y haciéndose obediente hasta la cruz (cf. Flp 2, 6-8). Este es el camino de la humildad del Hijo que debemos imitar. Seguir a Cristo quiere decir entrar en este camino de la humildad. El texto griego dice tapeinophrosyne (cf. Ef 4, 2): no ensoberbecerse, tener la medida justa. Humildad. Lo contrario de la humildad es la soberbia, como la razón de todos los pecados. La soberbia es arrogancia; por encima de todo quiere poder, apariencias, aparentar a los ojos de los demás, ser alguien o algo; no tiene la intención de agradar a Dios, sino de complacerse a sí mismo, de ser aceptado por los demás y —digamos— venerado por los demás. El «yo» en el centro del mundo: se trata de mi «yo» soberbio, que lo sabe todo. Ser cristiano quiere decir superar esta tentación originaria, que también es el núcleo del pecado original: ser como Dios, pero sin Dios; ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. La humildad es sobre todo verdad, vivir en la verdad, aprender la verdad, aprender que mi pequeñez es precisamente mi grandeza, porque así soy importante para el gran entramado de la historia de Dios con la humanidad. Precisamente reconociendo que soy un pensamiento de Dios, de la construcción de su mundo, y soy insustituible, precisamente así, en mi pequeñez, y sólo de este modo, soy grande. Esto es el inicio del ser cristiano: vivir la verdad. Y sólo vivo bien viviendo la verdad, el realismo de mi vocación por los demás, con los demás, en el cuerpo de Cristo. Vivir contra la verdad siempre es vivir mal. ¡Vivamos la verdad! Aprendamos este realismo: no querer aparentar, sino agradar a Dios y hacer lo que Dios ha pensado de mí y para mí, aceptando así también al otro. Aceptar al otro, que tal vez es más grande que yo, supone precisamente este realismo y amor a la verdad; supone aceptarme a mí mismo como «pensamiento de Dios», tal como soy, con mis límites y, de este modo, con mi grandeza. Aceptarme a mí mismo y aceptar al otro van juntos: sólo aceptándome a mí mismo en el gran entramado divino puedo aceptar también a los demás, que forman conmigo la gran sinfonía de la Iglesia y de la creación. Yo creo que las pequeñas humillaciones que día tras días debemos vivir son saludables, porque ayudan a cada uno a reconocer la propia verdad, y a vernos libres de la vanagloria, que va contra la verdad y no puede hacernos felices y buenos. Aceptar y aprender esto, y así aprender y aceptar mi posición en la Iglesia, mi pequeño servicio como grande a los ojos de Dios. Precisamente esta humildad, este realismo, nos hace libres. Si soy arrogante, si soy soberbio, querré siempre agradar, y si no lo logro me siento miserable, me siento infeliz, y debo buscar siempre este placer. En cambio, cuando soy humilde tengo la libertad también de ir a contracorriente de una opinión dominante, del pensamiento de otros, porque la humildad me da la capacidad, la libertad de la verdad. Así pues, pidamos al Señor que nos ayude, que nos ayude a ser realmente constructores de la comunidad de la Iglesia; que crezca, que nosotros mismos crezcamos en la gran visión de Dios, del «nosotros», y que seamos miembros del Cuerpo de Cristo, que pertenece así, en unidad, al Hijo de Dios.

La segunda virtud —veámosla con más brevedad— es la «dulzura» (Ef 4, 2), dice la traducción italiana. En griego la palabra es praus, es decir, «manso»; y también esta es una virtud cristológica como la humildad, que consiste en seguir a Cristo por este camino de la humildad. Así también praus, ser amable, ser manso, es seguir a Cristo que dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Esto no quiere decir debilidad. Cristo también puede ser duro, si es necesario, pero siempre con un corazón bueno; siempre es visible la bondad, la mansedumbre. En la Sagrada Escritura, a veces, «los mansos» es simplemente el nombre de los creyentes, del pequeño rebaño de los pobres que, en todas las pruebas, permanecen humildes y firmes en la comunión del Señor: buscar esta mansedumbre, que es lo contrario de la violencia. La tercera bienaventuranza, en el Evangelio de san Mateo, dice: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4). No son los violentos los que heredan la tierra, al final corresponde a los mansos: ellos tienen la gran promesa, y así nosotros debemos estar seguros de la promesa de Dios, de que la mansedumbre es más fuerte que la violencia. En la palabra mansedumbre se oculta el contraste con la violencia: los cristianos son los no violentos, son los opuestos a la violencia.

Y san Pablo prosigue: «con magnanimidad» (Ef 4, 2): Dios es magnánimo. A pesar de nuestras debilidades y de nuestros pecados, comienza siempre de nuevo con nosotros. Me perdona, aunque sabe que mañana volveré a caer en el pecado; reparte sus dones, aunque sabe que a menudo no somos buenos administradores. Dios es magnánimo, de gran corazón, nos confía su bondad. Y esta magnanimidad, esta generosidad, forma parte precisamente del seguimiento de Cristo, de nuevo.

Por último, «sobrellevaos mutuamente con amor» (Ef 4, 2). Me parece que precisamente de la humildad deriva esta capacidad de aceptar a los demás. La alteridad de otro siempre es un peso. ¿Por qué el otro es diferente? Pero precisamente esta diversidad, esta alteridad es necesaria para la belleza de la sinfonía de Dios. Y precisamente con la humildad, reconociendo mis límites, mi alteridad respecto al otro, el peso que yo soy para el otro, puedo ser capaz no sólo de sobrellevar al otro, sino también, con amor, encontrar precisamente en la alteridad también la riqueza de su ser y de las ideas y de la fantasía de Dios.

Todo esto, por lo tanto, sirve como virtud eclesial para la construcción del Cuerpo de Cristo, que es el Espíritu de Cristo, para que sea de nuevo ejemplo, de nuevo cuerpo, y crezca. San Pablo lo dice luego en concreto, afirmando que toda esta variedad de dones, de temperamentos, del ser hombre, sirve para la unidad (cf. Ef 4, 11-13). Todas estas virtudes son también virtudes de la unidad. Por ejemplo, para mí es muy significativo que la primera Carta después del Nuevo Testamento, la Primera Carta de Clemente, esté dirigida a una comunidad, la de los Corintios, dividida, y que sufría por la división (cf. PG 1, 201-328). En esta Carta, precisamente la palabra «humildad» es una palabra clave: están divididos porque falta la humildad; la ausencia de humildad destruye la unidad. La humildad es una virtud fundamental de la unidad; y sólo así crece la unidad del Cuerpo de Cristo, sólo así llegamos a estar realmente unidos y recibimos la riqueza y la belleza de la unidad. Por eso, es lógico que la lista de estas virtudes, que son virtudes eclesiales, cristológicas, virtudes de la unidad, se oriente hacia la unidad explícita: «un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo. Un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4, 5). Una sola fe y un solo Bautismo, como realidad concreta de la Iglesia que está bajo el único Señor.

Bautismo y fe son inseparables. El Bautismo es el sacramento de la fe y la fe tiene dos aspectos. Es un acto profundamente personal: yo conozco a Cristo, me encuentro con Cristo y pongo mi confianza en él. Pensemos en la mujer que toca sus vestiduras con la esperanza de ser salvada (cf. Mt 9, 20-21); confía totalmente en él y el Señor dice: «Tu fe te ha salvado» (Mt 9, 22). También a los leprosos, al único que vuelve, dice: «Tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19). Así pues, la fe inicialmente es sobre todo un encuentro personal, un tocar las vestiduras de Cristo, un ser tocado por Cristo, estar en contacto con Cristo, confiar en el Señor, tener y encontrar el amor de Cristo y, en el amor de Cristo, también la llave de la verdad, de la universalidad. Pero precisamente por esto, porque es la clave de la universalidad del único Señor, esa fe no es sólo un acto personal de confianza, sino también un acto que tiene un contenido. La fides qua exige la fides quae, el contenido de la fe, y el Bautismo expresa este contenido: la fórmula trinitaria es el elemento sustancial del credo de los cristianos. De por sí, es un «sí» a Cristo, y de este modo al Dios Trinitario, con esta realidad, con este contenido que me une a este Señor, a este Dios, que tiene este Rostro: vive como Hijo del Padre en la unidad del Espíritu Santo y en la comunión del Cuerpo de Cristo. Por lo tanto, esto me parece muy importante: la fe tiene un contenido y no es suficiente, no es un elemento de unificación si no hay y no se vive y confiesa este contenido de la única fe.

Por eso, «Año de la fe» y Año del Catecismo —para ser muy práctico— están inseparablemente unidos. Sólo renovaremos el Concilio renovando el contenido —condensado luego de nuevo— del Catecismo de la Iglesia católica. Y un gran problema de la Iglesia actual es la falta de conocimiento de la fe, es el «analfabetismo religioso», como dijeron los cardenales el viernes pasado refiriéndose a esta realidad. «Analfabetismo religioso»; y con este analfabetismo no podemos crecer, no puede crecer la unidad. Por eso, nosotros mismos debemos reapropiarnos de este contenido, como riqueza de la unidad y no como un paquete de dogmas y de mandamientos, sino como una realidad única que se revela en su profundidad y belleza. Debemos hacer todo lo posible para una renovación catequística, para que la fe sea conocida y para que así sea conocido Dios, para que así sea conocido Cristo, para que así sea conocida la verdad y para que crezca la unidad en la verdad.

Luego todas estas unidades desembocan en el «un solo Dios y Padre de todos». Todo lo que no es humildad, todo lo que no es fe común, destruye la unidad, destruye la esperanza y hace invisible el Rostro de Dios. Dio es Uno y Único. El monoteísmo era el gran privilegio de Israel, que conoció al único Dios, y sigue siendo elemento constitutivo de la fe cristiana. Como sabemos, el Dios Trinitario no son tres divinidades, sino que es un único Dios; y vemos mejor lo que quiere decir unidad: unidad es unidad del amor. Es así: precisamente porque es el círculo de amor, Dios es Uno y Único.

Para san Pablo, como hemos visto, la unidad de Dios se identifica con nuestra esperanza. ¿Por qué? ¿De qué modo? Porque la unidad de Dios es esperanza, porque esta nos garantiza que, al final, no hay varios poderes; al final no hay dualismo entre poderes diversos y opuestos; al final no permanece la cabeza del dragón que se podría alzar contra Dios, no permanece la suciedad del mal y del pecado. ¡Al final sólo permanece la luz! Dios es único y es el único Dios: no hay otro poder contra él. Sabemos que hoy, con los males que vivimos en el mundo y que crecen cada vez más, muchos dudan de la Omnipotencia de Dios; más aún, algunos teólogos —incluso buenos— dicen que Dios no sería Omnipotente, porque la omnipotencia no sería compatible con lo que vemos en el mundo; y así quieren crear una nueva apología, excusar a Dios y «disculpar» a Dios de estos males. Pero esta no es la manera correcta, porque si Dios no es Omnipotente, si existen y persisten otros poderes, no es verdaderamente Dios y no hay esperanza, porque al final permanecería el politeísmo, al final permanecería la lucha, el poder del mal. Dios es Omnipotente, el único Dios. Ciertamente, en la historia se puso él mismo un límite a su omnipotencia, reconociendo nuestra libertad. Pero al final todo cuadra y no permanece otro poder; ésta es la esperanza: que ¡la luz vence, el amor vence! Al final no permanece la fuerza del mal, permanece sólo Dios. Y así estamos en la senda de la esperanza, caminando hacia la unidad del único Dios, que se reveló por el Espíritu Santo, en el único Señor, Cristo.

A continuación, desde esta gran visión, san Pablo baja a los detalles y dice de Cristo: «Subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los hombres» (Ef 4, 8). El Apóstol cita el Salmo 68, que describe de modo poético la subida de Dios con el Arca de la Alianza hacia las alturas, hacia la cima del Monte Sión, hacia el templo: Dios como vencedor que ha superado a los demás, que son cautivos, y, como un verdadero vencedor, reparte dones. El judaísmo ha visto en este vencedor más bien una imagen de Moisés, que sube hacia el Monte Sinaí para recibir en las alturas la voluntad de Dios, los Mandamientos, no considerados como un peso, sino como el don de conocer el Rostro de Dios, la voluntad de Dios. San Pablo, al final, ve aquí una imagen de la ascensión de Cristo, que sube hacia lo alto después de haber bajado; sube y lleva a la humanidad hacia Dios, hace lugar para la carne y la sangre en Dios mismo; nos eleva hacia la altura de su ser Hijo y nos libra de la cárcel del pecado, nos hace libres porque es vencedor. Al ser vencedor, él reparte los dones. Y así, a partir de la ascensión de Cristo, hemos llegado a la Iglesia. Los dones son la charis como tal, la gracia: estar en la gracia, en el amor de Dios. Y luego los carismas, en los que se concreta la charis en las diversas funciones y misiones: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros para edificar así el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 11).

No quiero entrar ahora en una exégesis detallada. Acerca de este texto se ha discutido mucho sobre lo que quiere decir apóstoles, profetas... En cualquier caso, podemos decir que la Iglesia está construida sobre el fundamento de la fe apostólica, que siempre permanece presente: los Apóstoles, en la sucesión apostólica, están presentes en los pastores, que somos nosotros, por la gracia de Dios y a pesar de toda nuestra pobreza. Y damos gracias a Dios por habernos querido llamar a estar en la sucesión apostólica y seguir edificando el Cuerpo de Cristo. Aquí hay un elemento que me parece importante: los ministerios —los así llamados ministerios— son definidos «dones de Cristo», son carismas; es decir, no existe esa oposición: por una parte, el ministerio, como algo jurídico; y, por otra, los carismas, como don profético, vivaz, espiritual, como presencia del Espíritu y su novedad. ¡No! Precisamente los ministerios son don del Resucitado y son carismas, son articulaciones de su gracia; uno no puede ser sacerdote sin ser carismático. Ser sacerdote es un carisma. Creo que debemos tener presente esto: que estamos llamados al sacerdocio, que estamos llamados con un don del Señor, con un carisma del Señor. Así, inspirados por su Espíritu, debemos tratar de vivir este carisma nuestro. Creo que sólo de este modo se puede entender que la Iglesia en Occidente haya vinculado inseparablemente sacerdocio y celibato: estar en una existencia escatológica hacia el destino último de nuestra esperanza, hacia Dios. Precisamente porque el sacerdocio es un carisma y también debe estar vinculado a un carisma: si no fuese esto, y fuese solamente algo jurídico, sería absurdo imponer un carisma, que es un verdadero carisma; pero si el sacerdocio mismo es carisma, es normal que conviva con el carisma, con el estado carismático de la vida escatológica.

Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más esto, a vivir cada vez más en el carisma del Espíritu Santo y a vivir así también este signo escatológico de la fidelidad al único Señor, que es necesario precisamente para nuestro tiempo, por la descomposición del matrimonio y de la familia, que sólo pueden componerse a la luz de esta fidelidad a la única llamada del Señor.

Un último punto. San Pablo habla del crecimiento del hombre perfecto, que alcanza la medida de Cristo en su plenitud: ya no seremos niños a merced de las olas, llevados a la deriva por todo viento de doctrina (cf. Ef 4, 13-14). «Sino que, realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él» (Ef 4, 15). No se puede vivir en un infantilismo espiritual, en un infantilismo de fe: por desgracia, en nuestro mundo vemos este infantilismo. Muchos, después de la primera catequesis, ya no han proseguido; tal vez haya quedado este núcleo, o tal vez incluso se haya destruido. Y, por lo demás, están a merced de las olas del mundo y nada más; no pueden, como adultos, con competencia y con convicción profunda, exponer y hacer presente la filosofía de la fe y —por decirlo así— la gran sabiduría, la racionalidad de la fe, que abre los ojos también de los demás, que abre los ojos precisamente a lo que hay de bueno y verdadero en el mundo. Falta este ser adultos en la fe y existe mucho infantilismo en la fe.

Ciertamente, en estos últimos decenios, hemos vivido también otro sentido de la palabra «fe adulta». Se habla de «fe adulta», es decir, emancipada del Magisterio de la Iglesia. Mientras dependo de mi madre, soy niño, y debo emanciparme; emancipado del Magisterio, finalmente soy adulto. Pero el resultado no es una fe adulta; el resultado es estar a merced de las olas del mundo, de las opiniones del mundo, de la dictadura de los medios de comunicación, de la opinión que todos tienen y quieren. No es verdadera emancipación: la emancipación de la comunión del Cuerpo de Cristo. Al contrario, es caer bajo la dictadura de las olas, del viento del mundo. La verdadera emancipación es precisamente liberarse de esta dictadura, en la libertad de los hijos de Dios que creen juntos en el Cuerpo de Cristo, con Cristo resucitado, y así ven la realidad, y son capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo.

Me parece que debemos orar mucho al Señor para que nos ayude a estar emancipados en este sentido, libres en este sentido, con una fe realmente adulta, que ve, que hace ver y puede ayudar también a los demás a llegar a la verdadera perfección, a la verdadera edad adulta, en comunión con Cristo.

En este contexto está la hermosa expresión del aletheuein en te agape, ser verdaderos en la caridad, vivir la verdad, ser verdad en la caridad: los dos conceptos van juntos. Hoy se discute sobre el concepto de verdad porque se combina con la violencia. Por desgracia, en la historia ha habido episodios donde se trataba de difundir la verdad con violencia. Pero las dos son opuestas. La verdad no se impone con otros medios, se impone por sí misma. La verdad sólo puede llegar por sí misma, por su propia luz. Pero necesitamos la verdad; sin la verdad no conocemos los verdaderos valores y ¿cómo podríamos ordenar el kosmos de los valores? Sin la verdad estamos ciegos en el mundo, no vemos el camino. El gran don de Cristo es precisamente que vemos el Rostro de Dios y, aunque sea de modo enigmático, muy insuficiente, conocemos el fondo, lo esencial de la verdad en Cristo, en su Cuerpo. Y, conociendo esta verdad, crecemos también en la caridad, que es la legitimación de la verdad y nos muestra qué es verdad. Yo diría precisamente que la caridad es el fruto de la verdad —el árbol se conoce por sus frutos— y si no hay caridad, tampoco nos apropiamos ni vivimos realmente la verdad; y donde está la verdad, nace la caridad. Gracias a Dios, lo vemos en todos los siglos: a pesar de los hechos negativos, el fruto de la caridad siempre ha estado presente en la cristiandad y también está presente hoy. Lo vemos en los mártires, lo vemos en tantas religiosas, religiosos y sacerdotes que sirven humildemente a los pobres, a los enfermos; que son presencia de la caridad de Cristo. Y así son el gran signo de que aquí está la verdad.

Pidamos al Señor que nos ayude a dar el fruto de la caridad y a ser así testigos de su verdad. Gracias.



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