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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
RESPUESTAS A LAS DUDAS PROPUESTAS
sobre la validez del Bautismo conferido con la fórmula
«Nosotros te bautizamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo»
PREGUNTAS
Primera: ¿Es válido el Bautismo conferido con la fórmula «Nosotros
te bautizamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»?
Segunda: Las personas para las cuales se ha celebrado el Bautismo
con esta fórmula, ¿deben ser bautizadas en forma absoluta?
RESPUESTAS
A la primera: Negativo.
A la segunda: Afirmativo.
El Sumo Pontífice Francisco, en la audiencia concedida al infrascrito
Cardenal Prefecto el 8 de junio de 2020, ha aprobado las presentes Respuestas y
ha ordenado que sean publicadas.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el
24 de junio de 2020, Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista.
Luis F. Card. Ladaria, S.I.
Prefecto
✠ Giacomo Morandi
Arzobispo titular de Cerveteri
Secretario
* * *
NOTA DOCTRINAL
sobre la modificación de la fórmula sacramental del Bautismo
Recientemente se han visto celebraciones del Sacramento del Bautismo
administrado con las palabras: «Nosotros, el padre y la madre, el padrino y la
madrina, los abuelos, los familiares, los amigos, la comunidad, te bautizamos en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Al parecer, la deliberada
modificación de la fórmula sacramental se ha introducido para subrayar el valor
comunitario del Bautismo, para expresar la participación de la familia y de los
presentes y para evitar la idea de la concentración de un poder sagrado en el
sacerdote, en detrimento de los progenitores y de la comunidad, que la fórmula
presente en el Ritual Romano implicaría[1]. Reaparece
aquí, con discutibles motivos de orden pastoral[2], una antigua
tentación de sustituir la fórmula tradicional con otros textos juzgados más
idóneos. Al respecto ya Santo Tomás de Aquino se había planteado la cuestión «utrum
plures possint simul baptizare unum et eundem», a la cual había respondido
negativamente en cuanto praxis contraria a la naturaleza del ministro[3].
El Concilio Vaticano II declara que: «cuando alguien bautiza, es Cristo quien
bautiza»[4]. La afirmación de la Constitución sobre la Sagrada
Liturgia Sacrosanctum Concilium, inspirada en un texto de San Agustín[5],
quiere reconducir la celebración sacramental a la presencia de Cristo, no solo
en el sentido de que él le infunde su virtus para darle eficacia, sino
sobre todo para indicar que el Señor es el protagonista del evento que se
celebra.
La Iglesia en efecto, cuando celebra un sacramento, actúa como Cuerpo que
opera inseparablemente de su Cabeza, en cuanto es Cristo-Cabeza el que actúa en
el Cuerpo eclesial generado por él en el misterio de la Pascua[6]. La
doctrina de la institución divina de los sacramentos, solemnemente afirmada por
el Concilio de Trento[7], ve así su natural desarrollo y su auténtica
interpretación en la citada afirmación de Sacrosanctum Concilium. Los dos
concilios se hallan, por tanto, en complementaria sintonía al declarar la
absoluta indisponibilidad del septenario sacramental a la discreción de la
Iglesia. Los sacramentos, en efecto, en cuanto instituidos por Jesucristo, se le
entregan a la Iglesia para que los salvaguarde. Aparece aquí evidente que la
Iglesia, aunque esté constituida por el Espíritu Santo como intérprete de la
Palabra de Dios y pueda, en cierta medida, determinar los ritos que expresan la
gracia sacramental ofrecida por Cristo, no dispone de los fundamentos mismos de
su existencia: la Palabra de Dios y los gestos salvíficos de Cristo.
Resulta, por tanto, comprensible que, a lo largo de los siglos, la Iglesia
haya custodiado con atención la forma celebrativa de los sacramentos, sobre todo
en aquellos elementos que la Escritura refrenda y que permiten reconocer con
absoluta evidencia el gesto de Cristo en la acción ritual de la Iglesia. El
Concilio Vaticano II ha establecido, además, que «nadie, aunque sea sacerdote,
añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia»[8].
Modificar al propio arbitrio la forma celebrativa de un sacramento no constituye
un simple abuso litúrgico, en cuanto transgresión de una norma positiva, sino
también un vulnus infligido tanto a la comunión eclesial como a la
posibilidad de reconocer en ella la obra de Cristo, que en los casos más graves
hace inválido el sacramento mismo, porque la naturaleza de la acción ministerial
exige transmitir con fidelidad lo que se ha recibido (cf. 1Cor 15, 3).
En la celebración de los sacramentos, en efecto, el sujeto es la
Iglesia-Cuerpo de Cristo junto con su Cabeza, que se manifiesta en la concreta
asamblea reunida[9]. Tal asamblea, sin embargo, actúa ministerialmente —no
colegialmente— porque ningún grupo puede hacerse a sí mismo Iglesia, sino que se
hace Iglesia en virtud de una llamada, que no puede surgir desde dentro de la
asamblea misma. El ministro es, por consiguiente, signo-presencia de Aquel que
reúne y, al mismo tiempo, lugar de comunión de la asamblea litúrgica con toda la
Iglesia. En otras palabras, el ministro es un signo exterior de que el
sacramento no está a nuestra disposición, así como de su carácter relativo a la
Iglesia universal.
A la luz de todo ello se ha de entender cuanto enseña el Concilio Tridentino
sobre la necesidad de que el ministro tenga la intención al menos de hacer lo
que hace la Iglesia[10]. La intención, sin embargo, no puede quedarse
solo a nivel interior, con el riesgo de derivas subjetivas, sino que se expresa
en el acto exterior que se pone, mediante el uso de la materia y de la forma del
sacramento. Tal acto no puede por menos de manifestar la comunión entre lo que
hace el ministro en la celebración de cada sacramento y lo que la Iglesia hace
en comunión con la acción de Cristo mismo: por eso es fundamental que la acción
sacramental sea realizada no en nombre propio, sino en la persona de Cristo, que
actúa en su Iglesia, y en nombre de la Iglesia.
Por tanto, en el caso específico del Sacramento del Bautismo, el ministro no
solo carece de autoridad para disponer a su gusto de la fórmula sacramental, por
los motivos de naturaleza cristológica y eclesiológica más arriba expuestos,
sino que tampoco puede declarar que actúa en nombre de los padres, los padrinos,
los familiares o los amigos, y ni siquiera en nombre de la misma asamblea
reunida para la celebración, porque el ministro actúa en cuanto signo-presencia
de la acción misma de Cristo, que se realiza en el gesto ritual de la Iglesia.
Cuando el ministro dice «Yo te bautizo…», no habla como un funcionario que
ejerce un papel que se le ha asignado, sino que opera ministerialmente como
signo-presencia de Cristo, que actúa en su Cuerpo, donando su gracia y haciendo
de aquella concreta asamblea litúrgica una manifestación de «la naturaleza
auténtica de la verdadera Iglesia»[11], en cuanto «las acciones
litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es
“sacramento de unidad”, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la
dirección de los obispos»[12].
Alterar la fórmula sacramental significa, además, no comprender la naturaleza
misma del ministerio eclesial, que es siempre servicio a Dios y a su pueblo, y
no ejercicio de un poder que llega hasta la manipulación de lo que ha sido
confiado a la Iglesia con un acto que pertenece a la Tradición. En todo ministro
del Bautismo, por lo tanto, debe estar bien enraizada no solo la conciencia del
deber de actuar en comunión con la Iglesia, sino también la misma convicción que
San Agustín atribuye al Precursor, el cual aprendió «que en Cristo habría cierta
propiedad tal, que, aunque muchos ministros, justos o injustos, iban a bautizar,
la santidad del bautismo no se atribuiría sino a aquel sobre quien descendió la
paloma, del cual está dicho “este es el que bautiza en el Espíritu Santo” (Gv 1,
33)». Comenta, por tanto, Agustín: «Bautice Pedro, este [Cristo] es quien
bautiza; bautice Pablo, este es quien bautiza; bautice Judas, este es quien
bautiza»[13].
_____________________
[1] En realidad, un análisis atento del Rito del Bautismo de
los Niños muestra que en la celebración los padres, los padrinos y la entera
comunidad son llamados a tener un papel activo, un verdadero y propio oficio
litúrgico (cf. Rituale Romanum ex Decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii
Vaticani II instauratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, Ordo
Baptismi Parvulorum, Praenotanda, nn. 4-7), que, según la norma
conciliar, comporta empero que «cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar
su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la
acción y las normas litúrgicas»: Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, n. 28.
[2] A menudo el recurso a la motivación pastoral oculta, a veces
de forma inconsciente, una deriva subjetiva y una voluntad manipuladora. Ya en
el siglo pasado Romano Guardini recordaba que, mientras en la oración personal
el creyente puede seguir el impulso del corazón, «cuando participa en la acción
litúrgica, debe abrirse a una fuente de vida que procede de un plano más
profundo y poderoso: el corazón de la Iglesia, cuyo pulso late a través de los
siglos. Lo decisivo aquí no es lo que le gusta a él, lo que le preocupa en cada
momento, sus cuitas personales» (R. Guardini, Vorschule des Betens,
Einsiedeln/Zürich, 19482, p. 258; trad. esp.: Introducción a la
vida de oración, Madrid 2006, p. 208).
[3] Summa Theologiae, III, q. 67, a. 6 c.
[4] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, n.
7.
[5] S. Augustinus, In Evangelium Ioannis tractatus, VI, 7.
[6] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium,
n. 5.
[7] Cf. DH, n. 1601.
[8] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, n.
22 § 3.
[9] Cf. Catechismus Catholicae Ecclesiae, n. 1140: «Tota
communitas, corpus Christi suo Capiti unitum, celebrat» y n. 1141: «Celebrans
congregatio communitas est baptizatorum».
[10] Cf. DH, n. 1611.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, n.
2.
[12] Ibidem, n. 26.
[13] «Hic est qui baptizat in Spiritu sancto. Petrus baptizet, hic
est qui baptizat; Paulus baptizet, hic est qui baptizat; Judas baptizet, hic est
qui baptizat». S. Augustinus, In Evangelium Ioannis tractatus, VI, 7.
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