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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

Aula de las Bendiciones
Lunes, 9 de enero de 2023

[Multimedia]

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Eminencia, Excelencias, señoras y señores:

Les agradezco su presencia en nuestra tradicional cita, que este año desea ser una invocación por la paz en un mundo que ve cómo crecen las divisiones y las guerras.

Agradezco particularmente al Decano del Cuerpo Diplomático, Su Excelencia el señor Georges Poulides, los buenos deseos que me ha dirigido en nombre de todos ustedes. Mi saludo se extiende a cada uno, a sus familias, a los colaboradores y a los pueblos y los gobiernos de los países que representan. También deseo expresarles —a todos ustedes y a sus autoridades— mi gratitud por los mensajes de condolencia que han enviado con ocasión de la muerte del Papa emérito Benedicto XVI y por la cercanía manifestada durante las exequias.

Acabamos de concluir el tiempo de Navidad, en el que los cristianos hacen memoria del misterio del nacimiento del Hijo de Dios. El profeta Isaías lo había preanunciado con estas palabras: «Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: “Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz”» (Is 9,5).

Vuestra presencia afirma el valor de la paz y de la fraternidad humana, que el diálogo contribuye a construir. Por lo demás, la tarea de la diplomacia es precisamente la de allanar las divergencias para favorecer un clima de colaboración y confianza recíprocas para la satisfacción de las necesidades comunes. Se puede decir que esta es un ejercicio de humildad porque requiere sacrificar un poco de amor propio para entrar en relación con el otro, para comprender sus razones y puntos de vista, contraponiéndose así al orgullo y a la soberbia humana, causa de toda voluntad beligerante.

También quiero expresar mi reconocimiento por la atención que vuestros países dirigen a la Santa Sede, marcada, entre otras cosas, durante este último año, por la decisión de Suiza, de la República del Congo, de Mozambique y de Azerbaiyán de nombrar embajadores residentes en Roma, como también la firma de nuevos acuerdos bilaterales con la República Democrática de Santo Tomé y Príncipe y con la República de Kazajistán.

En esta sede, me gustaría recordar también que, en el contexto del diálogo respetuoso y constructivo, la Santa Sede y la República Popular China han acordado prorrogar por otro bienio la validez del Acuerdo Provisional sobre el nombramiento de los Obispos, estipulado en Pekín en 2018. Espero que esta relación de colaboración pueda desarrollarse en favor de la vida de la Iglesia católica y del bien del Pueblo chino.

Al mismo tiempo, les renuevo la certeza de la plena colaboración de la Secretaría de Estado y de los Dicasterios de la Curia Romana, la cual, con la promulgación de la nueva Constitución apostólica Prædicate Evangelium, ha sido reformada en algunas estructuras para un mejor desempeño, «con espíritu evangélico, trabajando por el bien y al servicio de la comunión, la unidad y la edificación de la Iglesia universal, y atendiendo a las exigencias del mundo en el que la Iglesia está llamada a cumplir su misión» [1].

Estimados embajadores:

Este año celebramos el sesenta aniversario de la Encíclica Pacem in terris de san Juan XXIII, publicada poco menos de dos meses antes de su muerte [2].

En los ojos del “Papa bueno” todavía estaba viva la amenaza de una guerra nuclear, provocada en octubre de 1962 por la así llamada crisis de los misiles de Cuba. La humanidad estaba a un paso de su propia extinción, si no hubiesen sido capaces de hacer prevalecer el diálogo, conscientes de los efectos destructivos de las armas atómicas.

Lamentablemente, la amenaza nuclear es evocada todavía hoy, arrojando al mundo en el miedo y la angustia. Debo reiterar en esta sede que la posesión de armas atómicas es inmoral porque —como observaba Juan XXIII— «si bien parece difícilmente creíble que haya hombres con suficiente osadía para tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora destrucción que acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un hecho cualquiera imprevisible puede de improviso e inesperadamente provocar el incendio bélico» [3]. Bajo la amenaza de las armas nucleares perdemos todos, ¡todos!

Desde este punto de vista, despierta una preocupación particular el estancamiento de las negociaciones acerca del reinicio del Plan de Acción Integral Conjunto, más conocido como Acuerdo sobre el programa nuclear iraní. Deseo que se pueda llegar cuanto antes a una solución concreta para garantizar un futuro más seguro.

Hoy está en curso la tercera guerra mundial de un mundo globalizado, en el que los conflictos parecen afectar directamente sólo a algunas áreas del planeta, pero que implican sustancialmente a todos. El ejemplo más cercano y reciente es precisamente la guerra en Ucrania, con su reguero de muerte y destrucción; con los ataques a las infraestructuras civiles que llevan a las personas a perder la vida no sólo a causa de las bombas y de la violencia, sino también del hambre y el frío. A este respecto, la Constitución conciliar Gaudium et spes afirma que «toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones» (n. 80). No debemos olvidar, además, que la guerra golpea particularmente a las personas más frágiles —los niños, los ancianos, las personas discapacitadas— y lastima indeleblemente a las familias. Renuevo hoy mi llamado para que cese inmediatamente este conflicto insensato, cuyos efectos afectan a regiones enteras, incluso fuera de Europa, a causa de las repercusiones que esto tiene en el campo energético y en el ámbito de la producción de alimentos, sobre todo en África y en Oriente Medio.

La tercera guerra mundial a pedazos que estamos viviendo nos lleva a mirar otros escenarios de tensiones y conflictos. También este año, con mucho dolor, debemos mirar a Siria como a una tierra atormentada. El resurgimiento del país debe pasar a través de las necesarias reformas, incluso constitucionales, en el tentativo de dar esperanza al pueblo sirio, afligido por una pobreza cada vez mayor, evitando que las sanciones internacionales impuestas tengan repercusiones sobre la vida cotidiana de una población que ya ha sufrido mucho.

La Santa Sede sigue también con preocupación el aumento de la violencia entre palestinos e israelíes, con las consecuencias dramáticas de un gran número de víctimas y de una desconfianza total y recíproca. Particularmente golpeada ha sido Jerusalén, ciudad santa para los judíos, cristianos y musulmanes. La vocación inscrita en su nombre es la de ser la Ciudad de la Paz, pero por desgracia se ha convertido en escenario de enfrentamientos. Confío que pueda encontrar de nuevo esa vocación de ser lugar y símbolo de encuentro y de convivencia pacífica, y que el acceso y la libertad de culto en los Santos Lugares continúe siendo garantizado y respetado según el status quo. Al mismo tiempo, deseo que las autoridades del Estado de Israel y del Estado de Palestina puedan volver a encontrar el valor y la determinación para dialogar directamente a fin de implementar la solución de los dos estados en todos sus aspectos, en conformidad con el derecho internacional y con todas las resoluciones pertinentes de las Naciones Unidas.

Como saben, a fines de este mes, podré ir finalmente como peregrino de paz a la República Democrática del Congo, con el deseo de que cese la violencia en el este del país y prevalezca el camino del diálogo y la voluntad de trabajar por la seguridad y el bien común. La peregrinación proseguirá a Sudán del Sur, donde seré acompañado por el Arzobispo de Canterbury y el Moderador general de la Iglesia Presbiteriana de Escocia. Juntos deseamos unirnos al clamor de paz de la población y contribuir al proceso de reconciliación nacional.

Tampoco debemos olvidar otras situaciones en las que siguen pesando las consecuencias de los conflictos que aún no se han resuelto. Pienso en particular en la situación del Cáucaso meridional. Exhorto a las partes a respetar el alto al fuego, reiterando que la liberación de los prisioneros militares y civiles sería un paso importante hacia el acuerdo de paz deseado.

Pienso, también, en Yemen, donde rige la tregua alcanzada el pasado mes de octubre, pero donde tantos civiles siguen muriendo a causa de las minas, y en Etiopía, donde deseo que se continúe el proceso de pacificación y se refuerce el compromiso de la Comunidad internacional para afrontar la crisis humanitaria que afecta al país.

Sigo con aprensión también la situación de África occidental, cada vez más afligida por la violencia del terrorismo. Pienso, en particular, en los dramas que viven las poblaciones de Burkina Faso, Malí y Nigeria, y espero que los procesos de transición en curso en Sudán, Malí, Chad, Guinea y Burkina Faso se desarrollen respetando las aspiraciones legítimas de las poblaciones implicadas.

Sigo también con particular atención la situación de Myanmar, que ya desde hace dos años experimenta violencia, dolor y muerte. Invito a la Comunidad internacional a activarse para concretizar los procesos de reconciliación y exhorto a todas las partes implicadas a comenzar de nuevo el camino del diálogo para volver a dar esperanza a la población de aquella amada tierra.

Pienso, finalmente, en la península coreana, para la que deseo que no falten la buena voluntad y el compromiso por la concordia, a fin de construir la tan deseada paz y la prosperidad para todo el pueblo coreano.

Todos los conflictos ponen siempre de relieve las consecuencias letales de un continuo recurso a la producción de nuevos y cada vez más sofisticados armamentos, a veces justificada por la razón de que actualmente la paz «no puede garantizarse si no se apoya en una paridad de armamentos» [4]. Es preciso romper esa lógica y proceder por el camino de un desarme integral, porque ninguna paz es posible allí donde proliferan instrumentos de muerte.

Queridos embajadores:

En un tiempo de tanto conflicto, no podemos eludir la pregunta sobre cómo se puedan restaurar los hilos de la paz. ¿Por dónde comenzar?

Para esbozar una respuesta, quisiera retomar con ustedes algunos elementos de la Pacem in terris, un texto extremadamente actual incluso habiendo cambiado gran parte del contexto internacional. Para san Juan XXIII, la paz es posible a la luz de cuatro bienes fundamentales: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. Estos son los pilares que regulan las relaciones tanto entre los individuos como entre las comunidades políticas [5].

Estas dimensiones se entrelazan dentro del principio fundamental «de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables» [6].

Paz en la verdad

Construir la paz en la verdad significa en primer lugar respetar a la persona humana, con su «derecho a la existencia, a la integridad corporal» [7], y garantizarle «la posibilidad de buscar la verdad libremente y […] manifestar y difundir sus opiniones» [8]. Esto exige «que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos» [9].

A pesar de los compromisos asumidos por todos los estados de respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales de cada persona, todavía hoy, en muchos países, las mujeres son consideradas como ciudadanos de segunda clase. Son objeto de violencia y de abusos, y se les niega la posibilidad de estudiar, de trabajar, de expresar sus propias capacidades, el acceso a los cuidados médicos e incluso a la comida. Sin embargo, allí donde los derechos humanos son plenamente reconocidos para todos, las mujeres pueden ofrecer una contribución propia e insustituible a la vida social y ser las primeras aliadas de la paz.

La paz exige que ante todo se defienda la vida, un bien que hoy es puesto en peligro no sólo por los conflictos, el hambre y las enfermedades, sino demasiadas veces incluso desde el seno materno, afirmando un presunto “derecho al aborto”. Nadie puede arrogarse el derecho sobre la vida de otro ser humano, especialmente si este está desprotegido y por tanto privado de cualquier posibilidad de defensa. Hago, por tanto, un llamado a las conciencias de los hombres y las mujeres de buena voluntad, particularmente de cuantos tienen responsabilidades políticas, para que trabajen por tutelar los derechos de los más débiles y se erradique la cultura del descarte, que lamentablemente incluye también a los enfermos, las personas discapacitadas y los ancianos. Los estados tienen la enorme responsabilidad de garantizar la asistencia a los ciudadanos en cada una de las etapas de la vida humana hasta la muerte natural, de modo que cada uno se sienta acompañado y cuidado también en los momentos más delicados de su propia existencia.

El derecho a la vida también está amenazado allí donde se sigue practicando la pena de muerte, como está ocurriendo estos días en Irán, después de las recientes manifestaciones que piden un mayor respeto por la dignidad de las mujeres. La pena de muerte no puede ser utilizada para una presunta justicia de estado, puesto que esta no constituye un disuasivo, ni ofrece justicia a las víctimas, sino que alimenta solamente la sed de venganza. Hago, por tanto, un llamado para que la pena de muerte, que es siempre inadmisible pues atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona, sea abolida de las legislaciones de todos los países del mundo. No podemos olvidar que, hasta el último momento, una persona puede convertirse y puede cambiar.

Lamentablemente, parece surgir cada vez más un “miedo” a la vida, que en muchos lugares se traduce como temor al futuro y dificultades para formar una familia o tener hijos. En algunos contextos —pienso por ejemplo en Italia— tiene lugar un peligroso descenso de la natalidad, un verdadero invierno demográfico, que pone en peligro el futuro mismo de la sociedad. Al querido pueblo italiano, deseo renovar mi aliento para afrontar con tenacidad y esperanza los desafíos del tiempo presente, seguro de sus propias raíces religiosas y culturales.

Los miedos, que se alimentan de la ignorancia y los prejuicios, degeneran fácilmente en conflictos. Su antídoto es la educación. La Santa Sede promueve una visión integral de la educación, en la que «la cultura religiosa y la formación del sentido moral vayan a la par con el conocimiento científico y con el incesante progreso de la técnica» [10]. Educar exige siempre el respeto integral por la persona y por su fisonomía natural, evitando imponer una nueva y confusa visión del ser humano. Esto implica integrar los itinerarios de crecimiento humano, espiritual, intelectual y profesional, permitiendo a la persona liberarse de múltiples formas de esclavitud y afirmarse en la sociedad de modo libre y responsable. En este sentido, es inaceptable que una parte de la población pueda ser excluida de la educación, como está ocurriendo con las mujeres afganas.

La educación se encuentra a merced de una crisis agudizada por las devastadoras consecuencias de la pandemia y el preocupante escenario geopolítico. En este sentido, la Cumbre sobre la transformación de la educación, convocada por el Secretario General de las Naciones Unidas, que se llevó a cabo el pasado mes de septiembre en Nueva York, representó para los gobiernos una oportunidad única para adoptar políticas valientes, dirigidas a afrontar la “catástrofe educativa” actual y tomar decisiones concretas, a fin de alcanzar una educación de calidad y para todos antes del 2030. ¡Que los estados tengan la valentía de invertir la vergonzosa y asimétrica proporción entre el gasto público reservado a la educación y los fondos destinados a los armamentos!

La paz también exige que se reconozca universalmente la libertad religiosa. Es preocupante que haya personas perseguidas sólo porque profesan públicamente su fe y que en muchos países la libertad religiosa esté limitada. Aproximadamente un tercio de la población mundial vive en esta condición. Junto a la falta de libertad religiosa está también la persecución por motivos religiosos. No puedo dejar de mencionar, como demuestran algunas estadísticas, que uno de cada siete cristianos es perseguido. A este respecto, manifiesto mi deseo de que el nuevo Enviado Especial de la Unión Europea para la promoción de la libertad de religión o creencias fuera de la Unión Europea pueda disponer de los recursos y medios necesarios para llevar adelante adecuadamente su propio mandato.

Al mismo tiempo, es importante recordar que la violencia y las discriminaciones contra los cristianos también aumentan en países donde estos no son una minoría. La libertad religiosa también está amenazada allí donde los creyentes ven reducida la posibilidad de expresar sus propias convicciones en el ámbito de la vida social, en nombre de una mala interpretación de la inclusión. La libertad religiosa, que no puede reducirse a la mera libertad de culto, es uno de los requisitos mínimos necesarios para vivir de manera digna y los gobiernos tienen el deber de protegerla y de garantizar a cada persona, de forma compatible con el bien común, la oportunidad de actuar según la propia conciencia también en el ámbito de la vida pública y en el ejercicio de la propia profesión.

La religión es una oportunidad efectiva de diálogo y de encuentro entre pueblos y culturas diversas, como testimonia la decisión del Parlamento de Timor Oriental que aprobó por unanimidad el Documento sobre la Fraternidad Humana que firmé con el Gran Imán de Al-Azhar en el año 2019, incluyéndolo en los programas de las instituciones educativas y culturales nacionales, y como pude experimentar personalmente en el viaje que hice a Kazajistán, el pasado mes de septiembre, con ocasión del VII Congreso de Líderes de Religiones Mundiales, con quienes compartí algunas preocupaciones de nuestro tiempo y experimenté cómo las religiones «no son un problema, sino parte de la solución para una convivencia más armoniosa» [11]. Igualmente significativa fue también la visita a Baréin, donde se pudo dar un nuevo paso entre creyentes cristianos y musulmanes.

Con frecuencia, se quieren atribuir a la religión los diversos conflictos que acompañan a la humanidad y a veces no faltan, efectivamente, los deplorables intentos por hacer un uso instrumental de la religión con finalidades meramente políticas. Sin embargo, esto es contrario a la perspectiva cristiana, que pone de manifiesto que la raíz de todo conflicto es el desequilibrio del corazón humano: «Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones» (Mc 7,21), como nos recuerda el Evangelio. El cristianismo exhorta a la paz, porque exhorta a la conversión y al ejercicio de la virtud.

Paz en la justicia

Construir la paz exige que se busque la justicia. La crisis de 1962 terminó gracias a la contribución de hombres de buena voluntad que supieron encontrar soluciones adecuadas para evitar que la tensión política degenerase en una auténtica guerra. Esto también fue posible gracias a la convicción de que las disputas podían resolverse en el ámbito del derecho internacional y por medio de esas organizaciones, principalmente las Naciones Unidas, surgidas después de la Segunda Guerra Mundial, que desarrollaron la diplomacia multilateral. San Juan XXIII recordó que:«el objetivo fundamental que se confió a la Organización de las Naciones Unidas es asegurar y consolidar la paz internacional, favorecer y desarrollar las relaciones de amistad entre los pueblos, basadas en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple colaboración en todos los sectores de la actividad humana» [12].

El actual conflicto en Ucrania hizo más evidente la crisis que desde hace tiempo afecta al sistema multilateral, que necesita un replanteamiento profundo para poder responder adecuadamente a los desafíos de nuestro tiempo. Esto exige una reforma de los organismos que hacen posible su funcionamiento, para que sean realmente representativos de las necesidades y de las sensibilidades de todos los pueblos, evitando mecanismos que den mayor peso a algunos, en detrimento de otros. Por consiguiente, no se trata de construir bloques de alianzas, sino de crear oportunidades para que todos puedan dialogar.

Se puede hacer mucho bien juntos, basta con pensar en las loables iniciativas destinadas a reducir la pobreza, ayudar a los migrantes, contrarrestar el cambio climático, favorecer el desarme nuclear y ofrecer ayuda humanitaria. Sin embargo, en tiempos recientes, los diversos foros internacionales se caracterizaron por crecientes polarizaciones e intentos para que se imponga un pensamiento único, lo que impide el diálogo y margina a aquellos que piensan distinto. Existe el riesgo de una deriva, que asume cada vez más el rostro de un totalitarismo ideológico, que promueve la intolerancia respecto al que no adhiere a supuestas posiciones de “progreso”, que en realidad parecen conducir más bien a un retroceso general de la humanidad, al violar la libertad de pensamiento y de conciencia.

Asimismo, se emplean cada vez más recursos para imponer, especialmente en relación a los países más pobres, formas de colonización ideológica, creando, por otra parte, un nexo directo entre la concesión de ayudas económicas y la aceptación de tales ideologías. Eso ha agotado el debate interno de las Organizaciones internacionales, impidiendo intercambios fructuosos y propiciando a menudo la tentación de afrontar las cuestiones de manera autónoma y, en consecuencia, sobre la base de relaciones de fuerza.

Por otra parte, durante mi viaje a Canadá, el pasado mes de julio, pude palpar las consecuencias de la colonización, encontrándome de un modo especial con las poblaciones indígenas, que sufrieron por las políticas de asimilación del pasado. Allí donde se busca imponer a otras culturas formas de pensamiento que no les pertenecen, se abre el camino a duros enfrentamientos y, a veces, también a la violencia.

Es necesario volver al diálogo, a la escucha mutua y a la negociación, favoreciendo las responsabilidades compartidas y la cooperación en la búsqueda del bien común, bajo el signo de esa solidaridad que «surge de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común» [13]. Las exclusiones y los vetos recíprocos no llevan más que a alimentar mayores divisiones.

Paz en la solidaridad

En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, puse en evidencia cómo la pandemia de Covid-19 deja en herencia «la conciencia de que todos nos necesitamos» [14]. Los caminos de la paz son caminos de solidaridad, porque nadie puede salvarse solo. Vivimos en un mundo tan interconectado que el actuar de cada uno termina por repercutir en todos.

En esta sede, quisiera subrayar tres ámbitos, en los que emerge con particular fuerza la interconexión que une hoy a la humanidad y por los que es especialmente urgente una mayor solidaridad.

El primero es el de las migraciones, que afecta a regiones enteras de la tierra. Muchas veces se trata de personas que huyen de guerras y persecuciones, afrontando peligros inmensos. Por otra parte, «ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o cambiar su residencia […], de emigrar a otros países y fijar allí su domicilio» [15] y debe tener la posibilidad de regresar a su propia tierra de origen.

La migración es una cuestión en la que no es admisible “proceder de forma desorganizada”. Para comprenderlo, es suficiente mirar el Mediterráneo, convertido en una gran tumba. Esas vidas truncadas son el emblema del naufragio de nuestra civilización, como tuve ocasión de recordar durante mi viaje a Malta la primavera pasada. En Europa, es urgente reforzar el marco normativo, por medio de la aprobación del Nuevo Pacto sobre Migración y Asilo, para que se puedan implementar políticas adecuadas que acojan, acompañen, promuevan e integren a los migrantes. Al mismo tiempo, la solidaridad exige que las necesarias operaciones de asistencia y cuidado de los náufragos no pesen totalmente sobre las poblaciones de los principales puntos de llegada.

El segundo ámbito abarca la economía y el trabajo. Las crisis que se sucedieron en los últimos años han puesto en evidencia los límites de un sistema económico que tiende más a crear beneficios para unos pocos que oportunidades de bienestar para muchos; una economía que tiende mayormente al dinero que a la producción de bienes útiles. Esto ha generado empresas más frágiles y mercados de trabajo altamente injustos. Es necesario dar dignidad a la empresa y al trabajo, combatiendo toda forma de explotación que termina por tratar a los trabajadores del mismo modo que una mercancía, puesto que «sin trabajo digno y bien remunerado los jóvenes no se convierten verdaderamente en adultos, [y] las desigualdades aumentan» [16].

El tercer ámbito es el cuidado de nuestra casa común. De forma continua se presentan ante nosotros los efectos del cambio climático y las graves consecuencias que esto tiene en la vida de poblaciones enteras, sea por las devastaciones que a veces producen, como sucedió en Pakistán en las áreas afectadas por las inundaciones, donde los focos de enfermedades transmitidas por el agua estancada siguen aumentando; sea en amplias zonas del océano Pacífico, donde el calentamiento global provoca daños innumerables en la pesca, fundamento de la vida cotidiana de pueblos enteros; sea en Somalia y en todo el Cuerno de África, donde la sequía está causando una grave carestía; sea en los Estados Unidos, donde en los últimos días las repentinas e intensas heladas han provocado numerosos muertos.

El verano pasado, la Santa Sede decidió acceder a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, intentando dar su apoyo moral a los esfuerzos de todos los estados por cooperar, conforme a sus responsabilidades y respectivas capacidades, con una respuesta eficaz y adecuada a los desafíos impuestos por el cambio climático. Se espera que los pasos que ha dado la COP27, con la adopción del Sharm el-Sheikh Implementation Plan, aunque limitados, puedan aumentar la toma de conciencia de toda la humanidad hacia una cuestión urgente que ya no puede ser evadida. Objetivos alentadores fueron acordados, sin embargo, durante la reciente Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad (COP15), que se realizó en Montreal el mes pasado.

Paz en la libertad

Por último, construir la paz exige que no haya lugar para «la lesión de la libertad, de la integridad y de la seguridad de otras naciones, cualesquiera que sean su extensión territorial y su capacidad defensiva» [17]. Esto es posible si en cada comunidad no prevalece la cultura del abuso y la agresión, que lleva a mirar al prójimo como a un enemigo al que combatir más que a un hermano al que acoger y abrazar [18].

Es preocupante el debilitamiento, en muchas partes del mundo, de la democracia y de la posibilidad de libertad que esta consiente, aun con todos los límites de un sistema humano. Esto muchas veces lo pagan las mujeres y las minorías étnicas, así como los equilibrios de sociedades enteras donde el malestar conduce a tensiones sociales e incluso a conflictos armados.

En muchas zonas, un signo de debilitamiento de la democracia está marcado por las crecientes polarizaciones políticas y sociales, que no ayudan a resolver los problemas urgentes de los ciudadanos. Pienso en las numerosas crisis políticas en diversos países del continente americano, con su carga de tensiones y formas de violencia que agudizan los conflictos sociales. Pienso especialmente en lo que sucedió recientemente en Perú y, en estas últimas horas, en Brasil, y en la preocupante situación en Haití, donde finalmente se están dando algunos pasos para afrontar la crisis política que existe desde hace tiempo. Siempre es necesario superar las lógicas sesgadas y esforzarse por la edificación del bien común.

Además, sigo con atención la situación en el Líbano, donde todavía se aguarda la elección del nuevo Presidente de la República, y espero que todos los actores políticos se comprometan para que el país pueda recuperarse de la dramática situación económica y social en la que se encuentra.

Excelencias, señoras y señores:

Sería hermoso que alguna vez pudiéramos encontrarnos solamente para agradecer al Señor omnipotente por los beneficios que siempre nos concede, sin vernos obligados a enumerar las situaciones dramáticas que afligen a la humanidad. Como decía Juan XXIII:«Cabe esperar que los pueblos, por medio de relaciones y contactos institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales con que la naturaleza humana los une entre sí y a comprender con claridad creciente que entre los principales deberes de la común naturaleza humana hay que colocar el de que las relaciones individuales e internacionales obedezcan al amor y no al temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres a una sincera y múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos bienes pueden derivarse para ellos» [19]. Con estos anhelos, renuevo, a ustedes y a los países que representan, mis mejores deseos para el año nuevo.

Gracias.

 


[1] Const. ap. Prædicate Evangelium (19 marzo 2022), art. 1.

[2] El 11 de abril de 1963. Cf. AAS 55 (1963), 257-304.

[3] Carta enc. Pacem in terris, 111.

[4] Ibíd., 110.

[5] Cf. ibíd., 80.

[6] Ibíd., 9.

[7] Ibíd., 11.

[8] Ibíd., 11.

[9] Ibíd., 141.

[10] Ibíd., 80.

[11] Discurso en la Sesión Plenaria del VII Congreso de Líderes de Religiones Mundiales y Tradicionales,Nursultán (ahora Astaná), 14 septiembre 2022.

[12] Carta enc. Pacem in terris, 142.

[13] Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 115.

[14] Mensaje para la LVI Jornada Mundial de la Paz (8 diciembre 2022), 3.

[15] Carta enc. Pacem in terris, 25.

[16] Discurso a los participantes en el encuentro “Economy of Francesco”, Asís, 24 septiembre 2022.

[17] Carta enc. Pacem in terris, 124. Cf. Pío XII, Radiomensaje navideño, 24 diciembre 1941.

[18] Cf. Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 22 marzo 2013.

[19] Carta enc. Pacem in terris, 129.



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