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SESIÓN DE APERTURA DE LA
DÉCIMA SEMANA SOCIAL DE LA IGLESIA CATÓLICA
 "TESTIGOS DE LA ESPERANZA Y PROMOTORES DE PAZ"
 

INTERVENCIÓN DEL ARZOBISPO DOMINIQUE MAMBERTI,
SECRETARIO PARA LAS RELACIONES CON LOS ESTA
DOS

La Habana, Cuba
Miércole
s 16 de junio de 2010

 

"La laicidad del Estado: algunas consideraciones"

 

La cortés invitación para abrir los trabajos de esta X Semana social me ofrece la agradable ocasión de encontrarme con ustedes: autoridades de la República de Cuba, embajadores acreditados en La Habana, autoridades de la Iglesia católica en Cuba y fieles laicos que participan en estas sesiones. A cada uno les llegue mi más cordial saludo.

Pienso de manera especial en ustedes, queridos fieles aquí presentes, que representan los diversos y más capacitados sectores de la Iglesia en la Isla. Un encuentro como este tiene entre sus finalidades principales corroborar la vocación y la misión del laicado. En efecto, las Semanas sociales que se desarrollan también en otros países, «constituyen un lugar cualificado de expresión y crecimiento de los fieles laicos, capaz de promover, a alto nivel, su contribución específica a la renovación del orden temporal» (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 532).
Pero, sobre todo, deseo hacerles llegar la cercanía paterna del Papa y la afectuosa bendición que Su Santidad Benedicto XVI me ha confiado para ustedes. Come él mismo escribió hace ya dos años a los obispos de Cuba: «Ustedes saben bien que pueden contar con la cercanía del Papa, y con la fraterna oración y colaboración de las otras Iglesias particulares diseminadas por todo el mundo» (Mensaje con ocasión del X aniversario de la visita de Juan Pablo II, 20 de febrero de 2008).

Estoy seguro de que mi presencia en estos días podrá contribuir a reforzar los vínculos de comunión entre los obispos y los fieles de las diócesis cubanas con el Sucesor del Apóstol san Pedro, principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia católica.

Agradezco al Episcopado cubano y a los organizadores de esta Semana social por haberme dado también la posibilidad de compartir algunas reflexiones sobre el tema de la laicidad del Estado. Se trata de un argumento sumamente amplio y de gran actualidad con el cual se encuentran relacionados temas muy importantes. Además, requiere tomar en consideración el plurisecular recorrido de la comunidad humana y de la Iglesia católica. Tampoco se puede dejar de lado que a través de las distintas épocas de la historia y también en diversos países y áreas culturales la cuestión de la laicidad del Estado ha sido tratada, también hoy, con contenidos y modalidades diferentes. Esto resulta suficiente para comprender que sería ilusorio pensar agotar el argumento en el breve espacio de una prolusión. Me limitaré, por tanto, a algunas consideraciones que me parecen significativas en el contexto de una Semana social con la esperanza de que puedan servirles de estímulo para la reflexión que llevarán a cabo y, luego, para la acción.

Laicidad y cristianismo

Se ha de observar que, aunque el término «laicidad» tanto en el pasado como en el presente se refiere ante todo a la realidad del Estado y asume no pocas veces un matiz o acepción en contraposición a la Iglesia y al cristianismo, no existiría si no fuera por el mismo cristianismo.

Y esto vale tanto para la realidad en sí misma como para el término en cuestión.

En efecto, sin el Evangelio de Cristo no habría entrado en la historia de la humanidad la distinción fundamental entre lo que el hombre debe a Dios y aquello que debe al César; es decir, a la sociedad civil (cf. Lc 20, 25). Si pensamos en el contexto histórico en el cual tuvo lugar la encarnación del Hijo de Dios, sea en lo que se refiere al imperio romano como a la misma comunidad de Israel, no se puede dejar de evidenciar cuán lejano era de la mentalidad común de la época el nuevo planteamiento que Jesucristo hace del rol de la autoridad del Estado en relación a la conciencia del hombre, especialmente en lo que se refiere a su relación con el Trascendente. Por ello, se puede afirmar —como ha señalado el Papa Benedicto XVI— que «la laicidad, de por sí, no está en contradicción con la fe. Es más, diría que es un fruto de la fe, porque el cristianismo fue, desde sus comienzos, una religión universal y, por tanto, no identificable con un Estado; presente en todos los Estados y distinta de cada uno de ellos. Para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política sino en otra esfera de la realidad humana... La política, el Estado no es una religión sino una realidad profana con una misión específica. Las dos realidades deben estar abiertas una a la otra» (Entrevista concedida a los periodistas durante el vuelo rumbo a Francia, 12 de septiembre de 2008).

Aun el mismo término «laicidad», derivado de la palabra «laico», tiene su primer origen en el ámbito eclesial. En efecto, «nació como una indicación de la condición del simple fiel cristiano, no perteneciente al clero ni al estado religioso» (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el 56° Congreso nacional de la Unión de juristas católicos italianos, 9 de diciembre de 2006). También hoy en la Iglesia nosotros reconocemos esta bipartición fundamental creada por el sacramento del Orden entre los bautizados, por el cual los que lo han recibido son clérigos y los demás laicos; de estos dos estados provienen quienes profesan los tres consejos evangélicos en los institutos de vida consagrada (cf. Código de derecho canónico, c. 207).

El laico es, entonces, aquel «que no es clérigo»; aunque, obviamente, esto no agota el contenido de la vocación específica de esta categoría de bautizados. Esta es la primera acepción, que resulta totalmente intraeclesial, del término «laicidad».

También la segunda etapa de la evolución de su significado permanece en el ámbito interno de la Iglesia. En este nuevo significado el término no designa ya una categoría de fieles sino que describe el tipo de relación que se instaura entre las autoridades de la Iglesia y las civiles: en efecto, «durante la Edad Media revistió el significado de oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas» (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el 56° Congreso nacional de la Unión de juristas católicos italianos, 9 de diciembre de 2006). Observemos, sin embargo, que en esta época hubo sí una confrontación y contraste entre estas dos autoridades, pero siempre dentro de una realidad social que se reconocía totalmente cristiana. «El “Regnum” (el sacro imperio), insertado en la “Ecclesia” [Iglesia], marcado por la sacralidad, ejercitaba un papel no sólo de protección; la Iglesia, a su vez, estaba llamada a tareas también temporales y fuertemente insertada en las estructuras mismas del “Regnum”» (Juan Pablo II, Homilía durante la visita pastoral a Salerno, 26 de mayo de 1985, n. 3). Los soberanos, que reivindicaban una no sujeción al Papa, no por esto se consideraban fuera de la Iglesia; cuanto más, deseaban ejercer un rol de control y de organización de la misma Iglesia, pero no había ninguna voluntad de separarse de ella o su exclusión de la sociedad.

Es a partir de la Ilustración y luego de manera dramática durante la Revolución francesa cuando el término «laicidad» llega a designar su contrario: una completa alteridad; es más, una oposición neta entre el ámbito de la vida civil y el religioso y eclesial. Como hacía ver Benedicto XVI, «en los tiempos modernos ha tenido el significado de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y de la conciencia individual» (Discurso a los participantes en el 56° Congreso nacional de la Unión de juristas católicos italianos, 9 de diciembre de 2006). Y observaba: «Así, ha sucedido que al término “laicidad” se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen» (ib.).

Este breve esbozo sobre la evolución del término «laicidad» nos permite observar que cada uno de los significados asumidos en las etapas fundamentales de tal desarrollo no ha sido superado y anulado por la etapa sucesiva: en efecto, «laicidad» todavía designa tanto la condición eclesial de los bautizados que no son clérigos ni religiosos, como la distinción entre la autoridad eclesial y la civil, y como el comportamiento que lleva a excluir la dimensión religiosa del conjunto de la vida social.

Además, podemos observar que estas tres diversas acepciones del término «laicidad» se encuentran estrechamente emparentadas e interdependientes, y ello aparecerá aún más claramente al final de nuestra exposición.

Pero sobre todo comprendemos que, aunque la laicidad es invocada hoy y utilizada no raras veces para obstaculizar la vida y la actividad de la Iglesia, en su realidad profunda y positiva no se hubiera ni siquiera dado sin el cristianismo. Es lo que ha sucedido también con otros valores que hoy son considerados típicos de la modernidad y frecuentemente invocados para criticar a la Iglesia o, en general, a la religión, como el respeto de la dignidad de la persona, el derecho a la libertad, la igualdad, etc., que son en gran parte fruto de la profunda influencia del Evangelio en las diversas culturas, aun cuando más tarde fueron separados y hasta contrapuestos a sus orígenes cristianos.

Laicidad y libertad religiosa

A esta primera consideración de carácter más bien histórico quisiera agregar una segunda, que nos coloca más en el presente. Me refiero al hecho de que en muchas legislaciones estatales se afirma que la laicidad es uno de sus principios fundamentales; obviamente, sobre todo en lo que se refiere a la relación del Estado con la dimensión religiosa del hombre.

Podemos preguntarnos si es totalmente aceptable un enfoque que coloca en primer lugar la laicidad y, a partir de él, plantea la actitud que el Estado debe asumir frente al credo religioso de sus ciudadanos. Al respecto, no se puede olvidar que de hecho, en nombre de esta concepción, algunas veces se toman decisiones o se emanan normas que objetivamente afectan al ejercicio personal y comunitario del derecho fundamental a la libertad religiosa.

Si partimos de un concepto adecuado del derecho a la libertad religiosa, que se funda en la inviolable dignidad de la persona, tenemos que decir que «la neutralidad, la laicidad o la separación no pueden ser los principios que definen de modo fundamental la posición del Estado frente a la religión» (J. T. Martín de Agar, Libertà religiosa, uguaglianza e laicità, en «Ius Ecclesiae», 1995, pp. 199-215). Principios como el de la laicidad, «tienen una valencia práctica puramente negativa, de no interferencia... del Estado en las opciones religiosas de los ciudadanos; la libertad religiosa, en cambio, aunque se exprese como incompetencia del Estado en estas opciones, le exige —además— una actividad positiva a fin de defender, tutelar y promover con justicia los contenidos concretos, no de la religión sino de sus manifestaciones con relevancia social» (ib.).

La laicidad, la neutralidad o la separación son, entonces, por sí mismos insuficientes para definir de modo completo la actitud que el Estado debe tener en relación con el credo de sus ciudadanos. Más bien, los Estados «tienen que actuar como garantía de la libertad religiosa y si no se refieren a ella dejan de tener sentido o se transforman en manifestación de estatismo» (ib.).

Podemos notar que la falta de una subordinación lógica y ontológica de la laicidad respecto al pleno respeto de la libertad religiosa constituye para esta última una posible y también real amenaza. En efecto, «cuando se pretende subordinar la libertad religiosa a cualquier otro principio, la laicidad tiende a transformarse en laicismo, la neutralidad en agnosticismo y la separación en hostilidad» (ib.). En tal caso, paradójicamente el Estado pasa a ser un Estado confesional y ya no auténticamente laico, porque haría de la laicidad su valor supremo, la ideología determinante; justamente una especie de religión, hasta con sus ritos y liturgias civiles.

Para un Estado el decirse laico no puede significar querer marginar o rechazar la dimensión religiosa o la presencia social de las confesiones religiosas. Al contrario, debería ser tarea del Estado reconocer el rol central de la libertad religiosa y promoverlo positivamente. Fue precisamente en Cuba donde Juan Pablo ii confirmó que «el Estado, lejos de todo fanatismo o secularismo extremo, debe promover un clima social sereno y una legislación adecuada, que permita a toda persona y a toda confesión religiosa vivir libremente su propia fe, expresarla en los ámbitos de la vida pública y poder contar con los medios y espacios suficientes para ofrecer a la vida de la nación sus propias riquezas espirituales, morales y cívicas» (Juan Pablo II, Homilía en la plaza José Martí de La Habana, 25 de enero de 1998, n. 4).

Al respecto, ha de reafirmarse la concepción plena del derecho a la libertad religiosa. Ya que, respetarlo no significa simplemente no ejercer coacción o permitir la adhesión personal e interior a la fe. Retomando la enseñanza del concilio Vaticano ii sobre la libertad religiosa, Su Santidad Benedicto XVI ha recordado que el «cuidado de la comunidad civil en relación al bien de los ciudadanos no puede limitarse a algunas dimensiones de la persona, como la salud física, el bienestar económico, la formación intelectual o las relaciones sociales. El hombre se presenta frente al Estado también con su dimensión religiosa, que “consiste ante todo en actos internos voluntarios y libres, por los cuales el hombre se ordena directamente a Dios” (Dignitatis humanae, 3)» (Discurso con ocasión de la visita al presidente de la República italiana, 20 de noviembre de 2006). Esto implica que el Estado principalmente no procure impedir este movimiento de la persona hacia su Creador: «Esos actos “no pueden ser mandados ni prohibidos” por la autoridad humana; la cual, por el contrario, tiene el deber de respetar y promover esta dimensión: como enseñó con autoridad el concilio Vaticano ii a propósito del derecho a la libertad religiosa, nadie puede ser obligado “a actuar contra su conciencia” y no se le puede “impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa”» (ib.). Si bien el respeto del acto personal de fe es fundamental, no agota la actitud del Estado en relación a la dimensión religiosa, porque esta —como la persona humana— tiene necesidad de exteriorizarse en el mundo y de ser vivida no sólo personalmente, sino también comunitariamente. «Ahora bien, sería reductivo —continúa el Santo Padre— considerar suficientemente garantizado el derecho a la libertad religiosa cuando no se hace violencia, no se interviene sobre las convicciones personales o se limita a respetar la manifestación de la fe en el ámbito del lugar de culto. En efecto, no se debe olvidar que “la misma naturaleza social del hombre exige que este exprese externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa y que profese de modo comunitario su religión” (ib.). Así pues, la libertad religiosa no sólo es un derecho del individuo, sino también de la familia, de los grupos religiosos y de la Iglesia misma (cf. Dignitatis humanae, 4-5. 13), y el ejercicio de este derecho influye en los múltiples ámbitos y situaciones donde el creyente se encuentra y actúa» (ib.).
Se trata, entonces, de coordinar rectamente laicidad y libertad religiosa, tomando la primera como un medio importante pero no exhaustivo para respetar la segunda; la cual, a su vez, se debe asumir con todas sus dimensiones, sin reduccionismos que terminan traduciéndose en su negación.

Permítanme abrir brevemente un paréntesis. Un discurso análogo al de la laicidad en relación con el derecho a la libertad religiosa se podría hacer sobre la relación existente entre el principio de la igualdad y el de la libertad. No se puede en nombre de una igualdad teórica, que no percibe las diversas realidades, equiparar todas las situaciones jurídicas sin tener en cuenta sus diferencias de hecho. En efecto, «tratar... de igual modo relaciones jurídicas distintas es tan injusto como tratar de modo desigual relaciones jurídicas idénticas» (F. Ruffini, Libertà religiosa e separazione tra Chiesa e Stato, en Scritti dedicati a G. Chiodini, Turín 1975, p. 272). También sobre este aspecto concierne el derecho a la libertad religiosa; justicia no es dar a todos lo mismo, sino lo que a cada uno le corresponde. Es contrario al principio de igualdad tanto discriminar o privilegiar como uniformar e impedir aquel pluralismo que de hecho existe entre las confesiones religiosas en sus manifestaciones vitales en la sociedad.

¿Qué requiere de los cristianos la laicidad?

Normalmente cuando se trata el tema de la laicidad, la atención se concentra en aquello que comporta para el Estado, sus autoridades, sus estructuras y normas. Sin embargo, no se debe olvidar que aquella que ya Pío XII definió como «legítima y sana laicidad» (Alocución a la colonia de Las Marcas en Roma, 23 de marzo de 1958) sirve a tutelar y a promover la libertad religiosa pero también interpela a los creyentes. Tratándose ésta de una Semana social, pienso que es oportuno detenerme un poco más ampliamente sobre este aspecto.

Legítima autonomía del Estado

Ante todo, el respeto del principio de laicidad exige a los católicos reconocer la justa autonomía de las realidades temporales, entre las cuales se encuentra la comunidad política. Se trata de una doctrina expuesta en la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II y recordada por Benedicto XVI, por la cual «las realidades temporales se rigen según sus normas propias, pero sin excluir las referencias éticas que tienen su fundamento último en la religión. La autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno» (Discurso con ocasión de la visita al presidente de la República italiana, 24 de junio de 2005). Una de las «normas propias» de esta realidad temporal que es el Estado es justamente la laicidad; que, sin embargo, siempre se debe comprender y practicar a la luz de una visión integral de la persona humana, de la cual brotan precisamente claras exigencias éticas.

De esto deriva que para los creyentes «la promoción según conciencia del bien común de la sociedad política —como lo afirma un documento de la Congregación para la doctrina de la fe sobre el compromiso y el comportamiento de los católicos en la vida política— nada tiene que ver con el “confesionalismo” o con la intolerancia religiosa» (Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y a la conducta de los católicos en la vida política, n. 6). Estas dos últimas maneras de pensar y de actuar no sólo son incompatibles con la justa laicidad, sino que pueden llegar a ser una amenaza para la libertad religiosa. Al respecto, Juan Pablo II advirtió en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1991 que «identificar la ley religiosa con la civil puede efectivamente sofocar la libertad religiosa y, hasta limitar o negar otros derechos humanos inalienables». Podemos, entonces, decir de modo negativo que la laicidad requiere del creyente que evite cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la política.

Orden justo y purificación de la razón

Pero, como hemos dicho, el respeto de la autonomía de la realidad temporal «Estado», en la visión cristiana, no significa una autonomía ética, por la cual estaría desconectado e independiente de cualquier norma moral. La historia da testimonio, lamentablemente con abundantes ejemplos, de las consecuencias nefastas de formas de gobierno y de Estado que se han considerado superiores a las leyes y a los valores morales; es decir, que no han buscado la justicia, que es el respeto de los derechos y de cada uno. «Una atención inadecuada a la dimensión moral conduce a la deshumanización de la vida asociada y de las instituciones sociales y políticas, consolidando las “estructuras de pecado”» (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 566).

Pero ¿dónde encuentra el Estado las instancias éticas a las cuales puede hacer referencia? Retomando la visión católica de las relaciones entre fe y razón, Su Santidad Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est afirma que la razón humana por sí misma puede reconocer las instancias morales de referencia. Pero aclara que si para realizar esta tarea la razón cuenta solamente con sus fuerzas le resultará sumamente difícil lograrlo: «La razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente» (n. 28). Consiguientemente, por un lado, en el terreno del uso recto de la razón los cristianos pueden encontrar amplias convergencias también con quienes pertenecen a otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad a fin de comprometerse en favor de la dignidad de la persona humana. Por otro lado, la presencia de los cristianos en las cuestiones temporales mantiene alto el impulso de la sociedad en su búsqueda del auténtico bien común. Se coloca aquí, por ejemplo, la obra de formación que realiza la Iglesia sobre todo de los jóvenes.

Concretamente, esta purificación de la razón humana, que es el servicio que la Iglesia y sus miembros ofrecen a la sociedad, se da a través de la propuesta de su doctrina social. En efecto, «la doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural; es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano» y «quiere servir a la formación de las conciencias en la política así como contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales» (ib.).

Por lo tanto, las recurrentes acusaciones de injerencia que se esgrimen hoy son todo un pretexto cuando los pastores de la Iglesia recuerdan a los fieles y a todos los hombres de buena voluntad aquellos «valores y principios antropológicos y éticos radicados en la naturaleza del ser humano, reconocibles a través del recto uso de la razón», dice el Papa en el discurso ya citado del 20 de noviembre de 2006. Como recuerda el Santo Padre: «La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar» (Deus caritas est, 28).

La misión de los laicos

En el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, los diversos miembros tienen vocaciones y misiones distintas en la Iglesia y en la sociedad, y esto vale también en relación con la realización de cuanto la laicidad del Estado exige de los cristianos. De este modo, al Magisterio le compete un rol distinto de aquel que le corresponde a los laicos: mientras a los pastores de la Iglesia les toca iluminar las conciencias con la enseñanza, «el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad» —como afirma Benedicto XVI en su encíclica sobre la caridad— «es .... propio de los fieles laicos», que lo realizan «cooperando con los demás ciudadanos» (n. 29).

Esto es una consecuencia de la especificidad de la vocación laical, que el concilio Vaticano II ha identificado en el «carácter secular»: «A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y en cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico; de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor» (Lumen gentium, 31).

La misión de los laicos, entonces, es de compromiso, de testimonio, de diálogo, de animación dentro de la sociedad y de sus articulaciones, y en contacto con todos los demás ciudadanos. Lo recordaba Juan Pablo II a los jóvenes cubanos el 23 de enero de 1998, durante su memorable visita a esta isla: «No hay verdadero compromiso con la patria sin el cumplimiento de los propios deberes y obligaciones en la familia, en la universidad, en la fábrica o en el campo, en el mundo de la cultura y el deporte, en los diversos ambientes donde la nación se hace realidad y la sociedad civil entreteje la progresiva creatividad de la persona humana. No puede haber compromiso con la fe sin una presencia activa y audaz en todos los ambientes de la sociedad en los que Cristo y la Iglesia se encarnan».

Se trata de una misión, la que aguarda a los fieles laicos, que requiere fundarse sobre una profunda vida espiritual y sobre una sólida formación doctrinal, especialmente en lo que se refiere a la doctrina social de la Iglesia, y no menos sobre la adquisición de las capacidades que el rol, la posición y la profesión exigen.

Conclusión

Con estas consideraciones sobre la vocación laical hemos regresado a la primera y originaria acepción, del todo intraeclesial, del término «laico/laicidad», a la que he hecho referencia anteriormente. Me parece que ahora puede resultar más claro cómo este significado de «laicidad» se encuentra por sí mismo conectado con los otros dos que ha asumido a lo largo de la bimilenaria historia de la Iglesia en su relación con la sociedad: laicidad del Estado, que, lejos de ser marginación de la dimensión religiosa y de la comunidad de los creyentes de la vida social en todos sus componentes (laicidad en el sentido de laicismo) pasa a ser respeto y colaboración entre la sociedad civil y la eclesial para el verdadero bien del hombre y de la familia humana (sana laicidad o laicidad positiva).

Hemos trazado así a grandes rasgos las líneas generales de la visión cristiana del tema de la laicidad del Estado. Como antes les decía, en la vida de toda comunidad estatal estas líneas deben encontrar su correspondiente actuación en la historia, la cultura, la organización del país y, sobre todo, deben tener una concretización práctica y cotidiana.

No me queda, entonces, sino confiarles estas fragmentarias consideraciones mías a la reflexión de esta Semana social que entra en el vivo de sus trabajos y a la cual le deseo que llegue a ofrecer impulsos positivos sobre cuestiones tan importantes —como las que se tratarán— para el compromiso de la Iglesia en Cuba.

 

 

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