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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LOS CARDENALES Y A LOS COLABORADORES
EN LOS ORGANISMOS DE LA CURIA ROMANA

Sábado 28 de junio de 1980

 

Señores cardenales,
y vosotros todos aquí presentes,
colaboradores míos en los organismos de la Curia Romana:

Os saludo a todos muy cordialmente, en esta vigilia de la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y os expreso mi alegría al encontrarme con vosotros. Doy las gracias al señor cardenal Cario Confalonieri, Decano del Sacro Colegio, que ha interpretado, con su siempre gran finura de espíritu, los sentimientos de todos vosotros, presentándome vuestras felicitaciones en esta vigilia de la fiesta del Pescador de Betsaida, del que soy el último y humilde sucesor.

1. He deseado mucho que, precisamente hoy, nos encontrásemos juntos, porque es nuestra fiesta. Es la fiesta de la Curia Sancti Petri in Ecclesia Romana. Aquí, no muy lejos del lugar, donde Pedro dio la última prueba de su amor a Cristo, siguiéndole en la cruz —tu me sequere (Jn 21, 22)— estamos reunidos nosotros que formamos la Curia, en cada uno de sus órdenes y grados.

He deseado mucho celebrar junto con vosotros esta fiesta, porque debemos sentirnos, todos juntos, parte viva de esta Santa Iglesia de Dios que está en Roma, y experimentar el noble orgullo de formar parte de ella, por nuestra calidad: el Papa, que os habla, como sucesor de Pedro, los cardenales que, por título especial, forman el presbiterio de la Iglesia Romana, como colaboradores directos del Papa, y todos los demás, prelados superiores, oficiales, religiosos y religiosas, laicos, unidos en un solo vínculo de laboriosidad y de afecto, para un servicio de particular honor y de especial responsabilidad.

También es mi deseo, en este período que precede a las vacaciones, daros las gracias por el trabajo atento, válido, generoso, que prestáis a mi ministerio de Papa de la Iglesia universal y de Obispo de Roma. Soy bien consciente de que mi trabajo apostólico, si tiene un radio de alcance tan amplio para responder a las exigencias crecientes planteadas por la realización del Concilio Vaticano II, puede alcanzar estos objetivos, con la ayuda de Dios, precisamente porque está inserto en una colaboración más amplia y capilar de otras funciones, de otras personas, de otras células vitales. Muchas, muchísimas de ellas permanecen desconocidas, ocultas en la sombra. Pero para llevar adelante una misión tan sobrehumana se requieren tantos trabajos ocultos, discretos, silenciosos. Os doy las gracias por esta aportación, que juzgo insustituible.

2. Intento echar una mirada con vosotros sobre los hechos y elementos, tan importantes, que en este año han marcado la acción de la Iglesia "ad intra", en la propia vida, autónoma y soberana, que se extiende en el tiempo para la prosecución del anuncio del Evangelio. Queremos buscar juntos la identificación del camino que la Iglesia debe seguir, sin temores y con gran confianza, en la conciencia única de que ella ha de ser dirigida por el Espíritu Santo, que, según la promesa solemne del Señor, actúa en la Iglesia. Ahora ya en la perspectiva de la conclusión del segundo milenio, vemos cada vez mejor cómo el Concilio Vaticano II ha sido un "momento" particular y privilegiado de la acción de la Iglesia en nuestra época, y que nuestro deber es el. de darles plena realización. A esta luz, es necesario ver cuanto ha tratado de realizar, humilde pero firmemente, la Santa Sede con vuestra colaboración en esta línea maestra de la realización del Concilio en todos los campos de la vida eclesial.

3. La solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo favorece estas reflexiones, queridísimos hermanos y amigos. Ellos están en los fundamentos de la Iglesia de Roma.

Después de su resurrección, Cristo dijo tres veces a Pedro: "Apacienta"; pero antes le preguntó: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" (Jn 21, 16). De este modo confirmaba de nuevo la misión que le había confiado ya antes en la comunidad fraterna de los "Doce": misión que contribuyen a preparar varios momentos importantes y significativos. El Evangelio nos los detalla en un "crescendo" continuo, hasta las cimas de las palabras pronunciadas por Cristo en Cesarea de Filipo, que volveremos a oír en la Misa de mañana (cf. Mt 16, 13-19), en la Ultima Cena (Lc 22, 31 s.), y en el lago de Tiberíades, que he recordado hace poco. Sin embargo, quizá el momento más relevante, consideradas las circunstancias, es éste: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). En las "palabras de vida eterna" la Iglesia encuentra su última razón de ser. Constituyen la base de la auténtica vida de la Iglesia también en las dimensiones de cada una de las etapas de la historia.

La Iglesia contemporánea tiene una particular sensibilidad "histórica": quiere ser, en toda la extensión del término, "Iglesia en el mundo contemporáneo". Precisamente por esto la Iglesia debe "sentir" profundamente la fuerza del Evangelio, contenida en la plena dimensión del misterio de Cristo: "misterio oculto desde los siglos en Dios" (Ef 3, 9), revelado en el tiempo y, en cierto sentido, cada vez más a medida de las necesidades de la historia, esto es, "de los signos de los tiempos". En esto consiste la proporción justa entre la "verticalidad" y la "horizontalidad": no hay "horizontalidad" auténticamente evangélica sin la "verticalidad", y viceversa.

En este sentido el Vaticano II es el "don" que el Espíritu Santo ha hecho a la Iglesia en el gran cambio de los milenios: como quise poner de relieve en la Encíclica Redemptor hominis, lo que "el Espíritu Santo dijo a la Iglesia mediante el Concilio de nuestro tiempo... no puede —a pesar de inquietudes momentáneas— servir más que para una mayor cohesión de todo el Pueblo de Dios, consciente de su misión salvífica... Iluminada y sostenida por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una conciencia cada vez más profunda, sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana" (núm. 3).

4. El Concilio ha demostrado que la misión de Pedro es "primacial" en un fuerte "marco" de colegialidad. Debemos remontarnos siempre y de varios modos (cf. Lumen gentium, 20-23) a esta verdad del "principio existencial" de la Iglesia, y es vivida cotidianamente por la Iglesia misma, de forma cada vez más adecuada a las exigencias del tiempo presente, según las indicaciones del Concilio.

Ante todo, el Sínodo de los Obispos abre grandes posibilidades a esta colaboración colegial del cuerpo episcopal de todo el mundo, en torno al Sucesor de Pedro.

Pero no se puede olvidar que hay en la Iglesia también otras formas colegiales más antiguas que el Sínodo, por ejemplo la antiquísima forma institucionalizada del Sacro Colegio Cardenalicio; éste, con su fisonomía compuesta por los obispos de toda la Iglesia, incardinados en Roma con sus Sedes Suburbicarias, Títulos y Diaconías, rodea y sostiene con su sabiduría, su experiencia y su consejo, la obra del Papa "en la solicitud pastoral por la Iglesia en sus dimensiones universales", como dije en la inauguración de la reunión plenaria celebrada del 5 al 9 de noviembre del año pasado (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 de noviembre, 1979, pág. 17). Si quise convocar ese encuentro, que ha sido definido histórico porque —aparte las reuniones durante los dos Cónclaves de 1978— desde hace siglos no se había ofrecido la posibilidad de convocarlo (mucho menos en la amplia proporción que ofrece hoy la composición y el número del Sacro Colegio), fue precisa y principalmente con miras a un peculiar ejercicio de la colegialidad episcopal.

Y puesto que he recordado esa primera solemne reunión del Sacro Colegio, me agrada recordar aquí, a la luz del mismo principio de la colegialidad episcopal cum Petro et sub Petro, el primer Consistorio de mi pontificado, celebrado el 30 de junio del año pasado, cuando 14 nuevos cardenales, llamados de varias diócesis del mundo y de puestos de la Curia Romana, fueron agregados a vuestro antiguo Colegio: ¡nueva linfa vital injertada en el tronco vetusto de la Iglesia Romana!

Están además las Conferencias Nacionales de los Obispos, que de varios modos tienden a expresar ese "iunctim" que es el punto de contacto entre el carácter "colegial" de los obispos y el "primacial" de Pedro en el ejercicio del respectivo ministerio pastoral en la Iglesia.

5. A este respecto, me place recordar con especial gratitud, en este marco de colegialidad vivida en la oración intensa y en el lúcido examen de los problemas del momento, la celebración, aquí en el Vaticano, de dos sesiones extraordinarias de Sínodos particulares: el Sínodo particular de los Obispos Ucranios, para el nombramiento del coadjutor, con derecho a sucesión, del venerado y querido Arzobispo Mayor y Metropolita de Lviv, el cardenal Joseph Slipyj, Sínodo convocado para el 24 de marzo de 1980; fue precedido por el Sínodo particular de los Obispos Holandeses, celebrado del 14 al 31 de enero, suscitando un vivo y universal interés en la Iglesia. Durante más de dos semanas hemos trabajado juntos, dejándonos guiar por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que reúne al Pueblo de Dios (cf. Lumen gentium, 4). La decisión de reunir el Sínodo había madurado en los numerosos encuentros tenidos con los obispos de esa nación: y el sentido profundo de la decisión se recoge ya en el título del orden del día: "El ejercicio del trabajo pastoral de la Iglesia en los Países Bajos en las circunstancias presentes, a fin de que la Iglesia se manifieste cada vez más como comunión". Este significado profundo fue comprendido también por los fieles, como lo demuestran las observaciones que presentaron, pero sobre todo la oración fervorosa con que acompañaron los trabajos de sus obispos juntos con el Papa. Pude estar presente todos aquellos días y participar en la mayor parte de las sesiones de trabajo. Juntos rezamos, juntos celebramos la Eucaristía, juntos invocamos a la Virgen María. Quiero aquí rendir homenaje a la disponibilidad, a la devoción y a la objetividad de los Pastores holandeses, que se dejaron guiar únicamente por la realidad y por las exigencias fundamentales de la comunión eclesial: comunión local y universal al mismo tiempo.

Esta forma de diálogo en el interior de la Iglesia misma sirve para reforzar los vínculos de una comunión, cuyo principio orgánico y constructor es siempre la caridad.

Las conclusiones finales de ese Sínodo revisten una importancia fundamental, y rica de esperanzas, ante todo para la Iglesia en los Países Bajos, pero también para toda la Iglesia, puesto que los problemas allí examinados a la luz del Vaticano II conciernen también a las otras Iglesias locales. Pero en primer lugar es el testimonio de comunión y de colegialidad, que se dio durante todas las fases del Sínodo, lo que hace de él un acontecimiento histórico para toda la Iglesia.

6. Pero, ¿cómo olvidar, como momentos privilegiados y únicos de la colegialidad episcopal —en el marco "primacial"— vivida al lado de los obispos mismos en sus propios países, por lo tanto en contacto directo con sus problemas y sus ansias pastorales, los memorables encuentros que he tenido con los Pastores, durante las visitas realizadas hasta ahora a los diversos países, participando en esas ocasiones en las sesiones de las diversas Conferencias Episcopales Nacionales? Llevo profundamente grabada en el corazón, con un recuerdo que no se borrará jamás, la experiencia hecha en Puebla, México, junto con todos los obispos del Continente Latino-Americano; la que tuve con los hermanos en el Episcopado de Polonia, de Irlanda, de los Estados Unidos de América, de Zaire, del Congo, de la República Centroafricana y del Chad, de Kenia, de Ghana, de Alto Volta, de Costa de Marfil, de Francia, además de los encuentros con la Conferencia Episcopal Italiana, aquí en Roma.

: 7. Me resulta grato recordar también aquí las preciosísimas y densísimas experiencias que constituyen las visitas "ad Limina" de los varios Episcopados del mundo que vienen, como Pablo de Tarso, videre Petrum (Gál 1, 18) y a presentarle un cuadro vivo de cada una de sus Iglesias, de las que se siente como la vida vibrando en sus riquezas de energía humana y de gracia divina, en sus esperanzas, en sus tribulaciones: hasta ahora he tenido el consuelo de encontrarme, varias veces, con los obispos de Colombia, Argentina, Chile, Perú, Papua-Nueva Guinea e Islas Salomón, México, Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Japón, Malasia, Singapur y Brunei, Indonesia y Viet-Nam.

Ha sido un recíproco dar y darse, los obispos al Papa, el Papa a los obispos: estas visitas ofrecen efectivamente la posibilidad de un coloquio personal con cada uno de los Pastores de las diversas Iglesias particulares, y de encuentros colegiales, diría compendiosos y más sintéticos, con los varios grupos del Episcopado del país o de la región, tenidos en común.

8. Me parece también muy importante poner de relieve el intenso y continuo intercambio de la correspondencia epistolar entre la Santa Sede y cada una de las diócesis del mundo, en todos sus componentes que presentan a la mente el rostro humano del Pueblo de Dios, sus exigencias, sus problemas, sus sufrimientos, sus alegrías. Es muy precioso lo que esta Sede Apostólica "recibe" y "oye", para poder, a su vez, "dar" y "responder". Estoy contento, en esta ocasión que nos ve reunidos como miembros de una sola familia, de hacer constar el laudable y constante esfuerzo común que realizan los Dicasterios —y del que tengo cada día confirmación consoladora— al realizar la colegialidad "sui generis" existente dentro de la Curia Romana. Esta colegialidad se desarrolla en el deber cotidiano, que tiene la característica única y específica de una colaboración aprestada al servicio exclusivo del Vicario de Cristo y Sucesor de Pedro para el aliento de toda la Iglesia; y esta cooperación está unida a una estrecha y responsable "corresponsabilidad" de todos sus componentes, comenzando por el cardenal Prefecto y terminando por los conserjes. La Constitución Apostólica Regimini Ecclesiae ha puesto en evidencia la necesidad y las ventajas de una colaboración cada vez más estrecha, especialmente en materias de competencia mixta (cf. cap. II, núms. 13-17), y esto está dando sus frutos: por tanto, no puedo omitir una palabra de elogio y de estímulo tanto para los encuentros de consulta y de estudio que se desarrollan en el ámbito de cada uno de los Dicasterios o de varios Dicasterios juntos (entre Prefectos, secretarios, sub-secretarios con sus colaboradores), como de modo especial para las reuniones de todos los jefes de los Dicasterios de la Curia Romana, inculcados por la misma "Regimini" (ib., 18), y a las que me he sentido en el deber de participar siempre, desde el comienzo del Pontificado.

Doy las gracias, dada la ocasión, a los Emmos. cardenales König, Philippe y Bafile, que en estos días han dejado su alto cargo y les estoy muy reconocido por la ayuda tan preciosa que me han prestado a mí y a la Curia Romana; y saludo, con los mejores deseos, a los que les han sucedido.

En la citada reunión plenaria del Sacro Colegio, puse de relieve que "la perspectiva de la ulterior aplicación del Concilio Vaticano II depende, en gran parte, del funcionamiento eficaz de las estructuras de la Curia Romana y de su cooperación programada con las estructuras análogas, en el ámbito de las Iglesias locales y de las Conferencias Episcopales" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 de noviembre, 1979, pág. 19). Por esto es necesario preguntarnos continuamente: ¿Qué debe ser la Curia? ¿Cómo debe actuar para responder cada vez mejor a su vocación, a las tareas específicas que tiene hacia la Iglesia universal, de acuerdo con el carácter "primacial" y "colegial" al mismo tiempo, que es específico del ministerio del obispo y de la estructura jerárquica de la Iglesia, como también de su misión apostólica y pastoral?

En la medida en que respondamos a estos interrogantes, que interpelan nuestra conciencia, podremos decir que hemos respondido a la confianza que el Señor ha puesto en nosotros llamándonos a formar parte de un organismo tan complejo y delicado.

9. El magisterium del Vaticano II contiene una estupenda y rica visión de la Iglesia, que requiere una perseverante "realización". Hay que hacer muchas cosas todavía, quizá más aún de lo que ya se ha realizado hasta ahora. En el centro de la autorrealización de la Iglesia está la conciencia de la misión. Participamos de la "misión trinitaria" (cf. Lumen gentium, 2-4; Ad gentes 2-9); es una participación que debe manifestarse en la característica misionera de la Iglesia misma ("Ecclesia in statu missionis"). La misión es la revelación "del poder de Dios para la salud de todo el que cree, del judío primero, pero también del griego" (Rom 1, 16), en el significado y en el alcance actual de los destinatarios a quienes se dirige.

El Vaticano II nos ha enseñado cómo "manifestar" este poder de Dios, con plena comprensión y respeto tanto de cada uno de los hombres, como de cada una de las naciones y pueblos, culturas, lenguas, tradiciones y también de las diferencias religiosas e incluso de la fe y de la no-creencia (tanto en la afirmación como en la negación de Dios).

10. En este contexto adquieren pleno significado todos y cada uno de los viajes-peregrinaciones del Papa, por lo que se refiere ya a lo específico de cada uno de ellos, ya a su conjunto global. Estos viajes son visitas realizadas a cada una de las Iglesias locales, y sirven para demostrar el lugar que éstas tienen en la dimensión universal de la Iglesia, para subrayar la actitud peculiar que tienen en el constituir la universalidad de la Iglesia. Como afirmé otra vez, cada viaje del Papa es "una auténtica peregrinación al santuario viviente del Pueblo de Dios" (17 de octubre de 1979, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 21 de octubre, 1979, pág. 3).

En esta óptica, el Papa viaja, sostenido, como Pedro, por la oración de toda la Iglesia (cf. Act 12, 5), para anunciar el Evangelio, para "confirmar a los hermanos" en la fe, para consolar a la Iglesia, para encontrar al hombre. Son viajes de fe, de oración, que llevan siempre en el corazón la meditación y la proclamación de la Palabra de Dios, la celebración eucarística, la invocación a María. Son otras tantas ocasiones de catequesis itinerante, de anuncio evangélico para la prolongación, en todas las latitudes, del Evangelio y del Magisterio apostólico dilatado a las actuales esferas planetarias. Son viajes de amor, de paz, de fraternidad universal (cf. L'Os-servatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre 1979, pág. 4). México, Polonia, Irlanda, Estados Unidos, Turquía, África, Francia, próximamente Brasil: en estos encuentros con las almas, aun en la inmensidad de las muchedumbres, se reconoce el carisma del actual ministerio de Pedro en los caminos del mando.

Este, y sólo éste, es el fin del Papa-peregrino, aunque algunos puedan atribuirle otras motivaciones. La finalidad de los Pastores es "reunir al Pueblo de Dios" en diverso alcance y dimensión. En esta "reunión" la Iglesia se reconoce a sí misma y, al mismo tiempo, se realiza a sí misma. Entre los varios métodos de actuación del Vaticano II, éste parece ser fundamental y particularmente importante. Es el método apostólico: es el de Pedro y, más aún el de Pablo. ¿Cómo no sentirse conmovidos al leer las peregrinaciones del Apóstol de las Gentes, como nos las proponen con tanta vivacidad los Hechos de los Apóstoles? ¿Cómo no sentirse impresionados por esa intrepidez, por ese desafío a todos los obstáculos, a todas las dificultades? Los medios técnicos que ofrece nuestra época, facilitan hoy este método y, en cierto sentido, "impulsan" a seguirlo. Ya Juan XXIII lo presentía, pero fue Pablo VI quien le dio plena realización y en amplia escala. Juan Pablo I ciertamente lo habría continuado.

11. En esas asambleas verdaderamente plenarias de las comunidades eclesiales en los diversos países, se realiza el fundamental capítulo segundo de la Lumen gentium, que trata de muchas "esferas" de pertenencia a la Iglesia como Pueblo de Dios, y del vínculo que existe con ella, incluso por parte de aquellos que no pertenecen todavía a la misma.

En esta visión múltiple de la realidad de la Iglesia en el mundo, las visitas han conducido a veces a una sociedad de mayoría "católica" (como México, Irlanda, Polonia, Francia y dentro de poco Brasil), pero con igual frecuencia también a países donde los "católicos" conviven con los hermanos de otras Iglesias y confesiones cristianas (como en los Estados Unidos de América), formando frecuentemente la minoría; y además a países donde los católicos conviven con los seguidores de otras religiones y son uno de los varios grupos que trabajan en cada nación (como en los países africanos, visitados hasta ahora) o incluso como modesta minoría (como en Turquía). Finalmente, los viajes se articulan además en diversas situaciones que se perfilan entre creyentes y no-creyentes.

12. Se puede decir que, después del Concilio Vaticano II (según el citado capítulo II de la Lumen gentium, y de otros documentos particulares), el Papa-peregrino se siente en todas partes como "en su casa", incluso "entre los extraños". Y tiene pruebas de ello también en la relación que ellos mantienen con él.

No puedo olvidar los encuentros con el Gran Rabino y sus colaboradores en Estambul; con la comunidad judía en Battery Park, en Nueva York; con los jefes musulmanes en Nairobi, en Acra, en Uagadugú; con los jefes hindúes también en Nairobi; con los representantes de la comunidad musulmana, y de la judía en París. Es la prosecución de un coloquio que la Sede Apostólica continúa manteniendo con los representantes de las religiones no cristianas (recuerdo las audiencias a varios grupos de budistas y sintoístas en el Vaticano), gracias también a la obra inteligente y discreta del Secretariado homónimo, a cuyo llorado Presidente recuerdo una vez más, el cardenal Pignedoli.

13. Por todas partes, sin mirar a la tradición o a la pertenencia religiosa, el Papa lleva consigo la profunda conciencia de que Dios quiere que "todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2, 4); la conciencia de la obra redentora de Cristo, que se realizó en su sangre derramada por todos los hombres, sin distinción entre creyentes y no creyentes. El Papa lleva consigo por todas partes también la conciencia de la fraternidad universal de todos los hombres, en cuyo nombre deben sentirse unidos en torno a los grandes y difíciles problemas de toda la familia humana: paz, libertad, justicia, hambre, cultura y otros problemas, que, con la ayuda de Dios, traté ampliamente en la sede de la ONU, en Nueva York, ante la Asamblea general de las Naciones Unidas, el 2 de octubre del año pasado; en la Organización de los Estados Americanos, el 6 de octubre; en la FAO, en Roma, el 12 de noviembre, y finalmente en la sede de París de la UNESCO, el 2 del pasado junio. El Evangelio es la "carta magna" fundamental de esta conciencia.

14. La tarea particular del camino que se refiere a la misión de la Iglesia es el ecumenismo: la tendencia a la unión de los cristianos. Se trata de una prioridad que se impone a nuestra acción, ante todo porque corresponde a la vocación misma de la Iglesia. El compromiso ecuménico no se asume por cuestiones de oportunidad y no está impuesto por situaciones o condiciones contingentes, sino que se funda en la voluntad de Dios.

Basado en esta convicción visité al Patriarca Ecuménico, Su Santidad Dimitrios I, en Estambul. Era necesario que visitase la primera sede de la Iglesia ortodoxa, a la que nos une una profunda comunión, de la que hemos tomado nueva conciencia en estos años, durante los cuales se ha desarrollado el diálogo de la caridad, que florece en el diálogo teológico. Este apenas ha comenzado en Patmos con un dinamismo espiritual que suscita en mí alegría y esperanza. Es preciso que el alba del siglo que se avecina nos encuentre unidos en la plena comunión. El diálogo teológico deberá superar los desacuerdos existentes, aún, pero, como he tenido ocasión de decir en otro lugar, será necesario aprender de nuevo a respirar plenamente con dos pulmones, el occidental y el oriental. He recibido recientemente, aquí en Roma, delegaciones de los Patriarcas de Moscú y de Bulgaria. Pero también y sobre todo he tenido la alegría de recibir en este mes de junio la visita del Catholicós-Patriarca de Georgia, Elias II. No olvido a las antiguas Iglesias Orientales. Mi encuentro en Estambul con el Patriarca Snork Kaloustian marca la voluntad de llevar adelante lo que habían emprendido mi venerado predecesor y el Chatolicós de la Iglesia armenia. Con la Iglesia copta se está ultimando un documento, cuya preparación comenzó con la visita que recibí el año pasado de una importante delegación de esa Iglesia. También he recibido recientemente la visita de un metropolita de la Iglesia siria en la India, y de una delegación de la Iglesia de Etiopía, con cuyo Patriarca espero encontrarme. Pero sobre todo, en el pasado mayo, el llorado S. S. Mar Ignatius Yacoub III, Patriarca de la Iglesia Siria, muerto en estos días, presidió una importante delegación, para renovar la visita hecha a la Iglesia de Roma el 1971.

Me resulta grato también desear que quienes están más directamente encargados de promover la unidad —-los responsables del ecumenismo en las diócesis, las comisiones ecuménicas de las Conferencias Episcopales, el Secretariado para la Unión de los Cristianos en el ámbito de la Curia Romana a quienes deseo dar las gracias aquí públicamente— estén estrechamente asociados en una colaboración fructuosa.

15. Pero el esfuerzo por restablecer la plena comunión con las Iglesias herederas de las diversas tradiciones orientales no hace descuidar la preocupación de superar las divisiones nacidas en el siglo XVI en Occidente. En menos de dos años y con espíritu de cristiana amistad, he tenido intercambios con dos arzobispos de Cantórbery: el Dr. Coggan, que quiso asistir a la inauguración solemne de mi pontificado, y el Dr. Runcie, que se encontró conmigo en África. En estos encuentros he visto reflejados los intentos de tantos anglicanos para el restablecimiento de la unidad.

Este intento infunde fuerza a tantos diálogos y a tanta colaboración en marcha dentro del mundo de lengua inglesa. Esta es una experiencia que debe llevarnos a acompañar con la oración el trabajo desarrollado por la Comisión mixta entre la Iglesia católica y la Comisión anglicana, cuyos resultados, muy importantes, se presentarán al final del próximo año.

Los Metodistas han seguido de cerca el Concilio Vaticano II, y han encontrado en la renovación que él ha producido muchas inspiraciones cercanas a sus ideales de santidad de vida.

En el diálogo oficial con la Federación luterana mundial se han estudiado con un esfuerzo teológico común numerosas controversias del siglo XVI. que no carecen de su efecto incluso hoy.

En el marco de estos contactos con la cristiandad luterana, ha asumido un particular significado en estos tiempos la discusión sobre la "Confessio Augustana". En estos días tiene lugar el 450 aniversario de este documento fundamental, que data del 1530. Como sabéis, el miércoles pasado se ha hecho una formulación adecuada de él.

También en el diálogo con la Alianza Mundial de las Iglesias Reformadas se ha reflexionado sobre los orígenes comunes y nos hemos encontrado de acuerdo al reflexionar sobre la responsabilidad cristiana ante el mundo de hoy.

Con las Iglesias pentecostales se lleva adelante un diálogo que borra muchos malos entendidos.

Paralelamente a los contactos y diálogos "bilaterales" con las diversas Iglesias, se ha desarrollado simultáneamente una colaboración con el Consejo Ecuménico de las Iglesias y con sus distintos departamentos. He pedido que esta colaboración vaya creciendo, porque estoy convencido —a pesar de las dificultades— de la importancia de este diálogo multilateral y de los resultados beneficiosos que puede tener. A este propósito he mantenido útiles conversaciones con el Secretario general de ese organismo, el Pastor Philip Potter, al comienzo del año pasado.

En cada uno de mis viajes me he afanado por encontrarme con mis hermanos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Esto ha ocurrído sobre todo en Irlanda, en los Estados Unidos de América, en varios países de África, y en París. Estos encuentros han permitido, con ayuda de la experiencia, mantener progresivamente intercambios fraternos y han hecho posible una escucha recíproca y una recíproca comprensión. Y espero que aumenten y se desarrollen en esta dirección durante los viajes futuros.

16. Pero, puesto que sólo Dios nos concede progresar en la realización del supremo deseo de Cristo, "ut unum sint" (Jn 17, 21 ss.), se comprende la importancia capital de la oración, como ha subrayado el Concilio Vaticano II (cf. Unitatis redintegratio, 8). Una vez más y con insistencia invito a los fieles católicos, y sobre todo a los llamados a la vida contemplativa, a elevar sin descanso sus súplicas por la unidad verdadera y completa de todos los discípulos de Cristo. La semana de oración por la unidad de los cristianos debe ser cada año el tiempo fuerte, el apoyo de esta súplica. De este modo los principios católicos del ecumenismo establecidos por el Concilio Vaticano II, podrán ser realizados plenamente, de este modo podremos seguir los impulsos presentes y futuros del Espíritu Santo, con discernimiento, en total docilidad y generosidad (cf. Unitatis redintegratio, 24).

17. Sin embargo, como he subrayado en mi reciente Carta al Episcopado alemán, según el recordado Decreto conciliar "Unitatis redintegratio", la unión de los cristianos no puede buscarse en un "compromiso" entre las diversas posiciones teológicas, sino sólo en un encuentro común en la más amplia y madura plenitud de la verdad cristiana. Es deseo nuestro y de ellos. Es un deber de mutua lealtad. El Concilio Vaticano II ha afirmado: "Nada es tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo, que daña a la pureza de la doctrina católica y oscurece su genuino y definido sentido" (ib., núm. 11).

Por esto, el auténtico diálogo ecuménico exige por parte de los teólogos una particular madurez y certeza en la verdad profesada por la Iglesia, exige su fidelidad particular a la enseñanza del Magisterio. Sólo, mediante este diálogo "el ecumenismo, esa gran herencia del Concilio, puede convertirse en una realidad cada vez más madura, pero sólo por el camino de un gran esfuerzo de la Iglesia, animado por la certeza de la fe y por una gran confianza en la fuerza de Cristo, en las que se han distinguido, desde el principio, los precursores de esta obra" (Carta al Episcopado alemán, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 junio 1980, pág. 18). En este esfuerzo nos basamos, únicamente sobre la doctrina del Concilio y queremos verificar las palabras programáticas de su Decreto, sobre el Ecumenismo: Unitatis redintegratio, el "restablecimiento, de la unidad"

18. En todo el proceso de la "autorrealización" de la Iglesia, según la visión que ella, benignamente asistida por el Espíritu Santo, se ha marcado a sí misma durante el Concilio, es necesario mantener plenamente la fidelidad al Espíritu Santo: lo que quiere decir fidelidad de la Iglesia a sí misma, a la propia identidad.

Esta fidelidad es condición y, al mismo tiempo, verificación de la seguridad en Cristo, de la confianza en Cristo, que ha prometido: "Yo estaré con vosotros" (Mt 28, 20); y en esta confianza está "el nervio", por decirlo así, de la raíz misma de la vida y del desarrollo de la Iglesia. Como dije en el Ángelus del primer domingo de Cuaresma, "la Iglesia, en la época presente, no tiene ninguna otra necesidad tan grande, fuera de esta fe —inflexible e intocable— en la potencia de Cristo, que desea actuar en los corazones humanos como Redentor y Esposo de la Iglesia, y revela el misterio de ese amor que es eterno y dura por los siglos" (24 febrero 1980, cf. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 2 marzo 1980, pág. 2).

El verdadero camino de la Iglesia es la fidelidad a Cristo. Por esto la Iglesia debe perseverar en "su verdad" y custodiar su "depósito" en el espíritu del amor y por el amor en que Dios se revela más plenamente, porque "¡Dios es Amor!" (1 Jn 4, 8). Honestamente no se puede hacer coexistir esta fidelidad siguiendo otros caminos que se alejan progresivamente de Cristo y de la Iglesia, poniendo en discusión puntos fijos de la doctrina y de la disciplina, que, como tales, han sido confiados a la Iglesia y a su mandato, con la garantía de fidelidad asegurada por el Espíritu Santo. La fidelidad a Cristo es fidelidad a la guía indefectible del Espíritu: "ubi enim Ecclesia, ibi est Spiritus Dei, et ubi Spiritus Dei Ecclesia et omnis gratia: Spiritus autem veritas": son las célebres palabras de San Ireneo (Adv. Haer. II, 24, 1). Y Cipriano: "Unus Deus est, et Christus unus, et una Ecclesia eius, et fides una, et plebs una in solidam corporis unitatem concordiae glutino copula ta: scindi unitas non potest" (De unitate Eccle., 23). Por tanto, es función del Colegio Episcopal, unido en torno al humilde Sucesor de Pedro, garantizar, proteger, defender esta verdad, esta unidad. Sabemos que, en el ejercicio de esta función, la Iglesia docente está asistida por el Espíritu con el carisma específico de la infalibilidad. Esta infalibilidad es un don de lo alto. Nuestro deber es el de permanecer fieles a este don, que no nos viene de nuestras pobres fuerzas o capacidades, sino únicamente del Señor. Y es el de respetar y de no defraudar el "sensus fidelium", es decir, esa particular "sensibilidad" con que el Pueblo de Dios advierte y respeta la riqueza de la Revelación confiada por Dios a la Iglesia y exige su absoluta garantía.

Del principio de la colegialidad y de la misión pastoral y magisterial de los obispos se deduce su común corresponsabilidad para salvaguardar la pureza de la doctrina de la Iglesia. Están llamados a colaborar estrechamente con los competentes dicasterios de la Sede Romana, centro de la comunidad eclesial, para ponerla cada vez en mejor disposición de realizar su misión, esto es, de reunir y unificar en la misma fe común a cada una de las Iglesias locales y a todos los fieles. De esta realidad, a veces gravosa, han dado prueba recientemente los cardenales y obispos alemanes.

19. Efectivamente, los obispos, como Pastores y Maestros, son promotores de un auténtico diálogo con todos los fieles, de modo particular con los teólogos que tienen la función de enseñar en nombre de la Iglesia, por una misión especial. Como he escrito en mi reciente Carta al Episcopado alemán, se deben "tener también debidamente en cuenta las particulares responsabilidades de los teólogos. Igualmente no se debe olvidar ni el derecho ni el deber del Magisterio para decidir lo que está conforme, o no, con la fe y la moral de la Iglesia. La verificación, la aprobación o el rechazo de una doctrina, pertenece a la misión profética de la Iglesia" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de junio de 1980, pág. 17).

Como subrayó mi predecesor Pablo VI en el primer quinquenio de actividad de la Comisión Teológica Internacional, es necesario "afirmar que todos los teólogos participan, como derecho propio, aunque con diversos grados de autoridad, de la función que es propia de los Pastores de la Iglesia en este campo; es decir, la función de hacer fructificar la fe y preservar vigilantemente a su grey de los errores que la acechan" (11 octubre 1973; cf. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 21 de octubre, 1973, pág. 9). Es, pues, un deber complementario, basado en el principio de subsidiaridad, que la Iglesia confía a los teólogos con gran esperanza: ellos, mediante los instrumentos de la investigación teológica guiada por la fe viva en el Dios viviente, deben indicar al Pueblo de Dios el camino maestro de la Iglesia, la fidelidad a la Palabra encarnada, que continúa en el mundo la propia misión. Por desgracia, después del Concilio Vaticano II, se ha desarrollado una nueva eclesiología, fuertemente apoyada por algunos medios de comunicación social, que ha pretendido señalar a la Iglesia caminos que no son los del Concilio Ecuménico Vaticano II. Los teólogos tienen el deber de dar una confirmación competente y autorizada a la enseñanza de la Iglesia, una dirección a seguir para comprender cada vez más a fondo la verdadera doctrina de la Iglesia. Ciertamente, al hacer esto, tienen derecho al libre análisis e investigación, pero siempre en conformidad con la naturaleza misma de la "ciencia de Dios". Toda "teología" es un hablar de Dios: más aún, según la línea maestra de los grandes Padres de la Iglesia, especialmente orientales, es también, y no puede menos de serlo, una "teoría", una "teopsía": un ver a Dios, un sumergirse en El en la contemplación y la adoración. Una teología que no ore, está destinada a esterilizarse, más aún, lo que es más dañoso, a esterilizar el corazón de los fieles y de los futuros sacerdotes, arrojándoles la sombra de la duda, de la incertidumbre, de la superficialidad. Todo esto debe hacer reflexionar sobre la grave responsabilidad que tienen los teólogos en la Iglesia, y sobre las tareas a que deben atenerse para hacer honor a su nombre.

20. A este propósito no puedo menos de evocar una vez más los méritos que, en este campo, se ha granjeado la Comisión Teológica Internacional, desde 1968. Ni puedo olvidar el papel y la actividad de la Pontificia Comisión Bíblica. Son todos organismos que se dejan guiar por la luz que dimana de la Sabiduría cristiana y a ella guían, para unificar "en una única síntesis vital" las actividades humanas juntamente con los valores religiosos, "bajo cuya ordenación todas las cosas están unidas entre sí para la gloria de Dios y para el desarrollo integral del hombre" (cf. Sapientia Christiana, AAS 10, 1979, pág. 469; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 3 de junio, 1979, pág. 7).

21. Particular significado adquiere, a esta luz de búsqueda y de contemplación de la Sabiduría celeste, el papel que están llamadas a desarrollar las Universidades y las Facultades Teológicas en la preparación del clero de mañana y de la juventud culta, que desea profundizar en el conocimiento de las ciencias sagradas para la enseñanza de la religión en las escuelas y para cumplir mejor las funciones de catequistas. Recuerdo con especial alegría las visitas que he realizado a estos centros de irradiación de la doctrina católica, tanto aquí en Roma, a las Pontificias Universidades de Santo Tomás de Aquino (17 de noviembre 1979), Gregoriana (15 diciembre), Lateranense (16 febrero 1980), como, durante los viajes apostólicos, a la Facultad Teológica de Cracovia (8 junio 1979), a la Universidad Católica de Washington (7 de octubre 1979), al Instituto Católico de África Occidental, en Abidjan (11 mayo 1980), y al Instituto Católico de París (1 junio).

22. Siempre con la intención que mueve a la Iglesia en el camino de la realización del Concilio, es necesaria una mención del esfuerzo que se está llevando a cabo al cuidar las relaciones entre la Iglesia y la cultura y la ciencia. Es un campo tan antiguo como el cristianismo, que ha buscado siempre contactos con las grandes etapas del espíritu humano, desde el Didaskaleion de Alejandría, hasta la salvaguardia y la custodia de las obras maestras clásicas griegas y latinas a cargo de los Scriptoria vinculados a los conventos y a las cátedras episcopales, hasta las fundaciones de las Universitates Studiorum en el Medievo.

El Concilio, en la Constitución pastoral Gaudium et spes (núms. 53-62), ha dado un nuevo impulso a la "promoción del progreso de la cultura", tarea que se ha de considerar fundamental en este momento, en que la difusión de los mass-media hace entrar rápidamente en la opinión pública, y luego en la mentalidad corriente, no sólo las teorías científicas, sino también las ideologías que interpelan, en un continuo juicio crítico, a la inteligencia del hombre contemporáneo y también a la fe del creyente. Es un desafío que debemos recoger. Una relación positiva entre el mundo de la ciencia y de la cultura no puede menos de resolverse en una respuesta a los problemas vitales del hombre y de la fe. Expliqué en la reunión plenaria de los cardenales la importancia que atribuyo a esta tarea primaria; y doy fe públicamente del empeño y el juvenil entusiasmo con que el cardenal Garrone, al renunciar a su precedente misión, se ha dedicado a las relaciones con la cultura y la ciencia. Y me es grato evocar de nuevo, además de los encuentros que he tenido y tengo con varios representantes de la cultura, la solemne sesión con que la Pontificia Academia de las Ciencias ha conmemorado el primer centenario del nacimiento de Albert Einstein, el 10 de noviembre.

Continuamos en este camino para buscar, según el espíritu de la Gaudium et spes, "una expresión adecuada de la relación de la Iglesia con el amplio campo de la antropología contemporánea y de las ciencias humanísticas" (ib.), siempre en la visión exaltante del Verbo, de la Sabiduría, "la luz verdadera, que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9), bajada del cielo y que se hizo carne (Jn 1, 14) para que el hombre encontrase la plenitud de la verdad, la síntesis de los elementos creados, realizada en la coherencia superior entre razón y fe, entre la nobleza ingénita del entendimiento y el complemento trascendente que le da la Verdad divina. Doy las gracias de corazón a cuantos prestan su trabajo, silencioso y activo, para que se desarrollen cada vez más las relaciones entre la religión y la ciencia.

23. Es necesario, pues, que la Iglesia —cuyo deber es servir a Dios y a los hombres en Cristo— se concentre continuamente en el camino de la propia autorrealización, en las diversas esferas y estructuras de su organismo apostólico. Se trata de una articulación vibrante de vida, que da y recibe aportaciones de cada uno de sus componentes, y que, por tanto, el Papa, que tiene el deber de "confirmar a los hermanos", debe seguir y estimular con toda energía. Pero, al hacer esto, él sabe bien que es deudor a muchas personas, especialmente a los competentes Dicasterios de la Curia, a los que manifiesta, por tanto, vivo y justo reconocimiento.

24. Ante todo los seminarios, que tienen la delicadísima responsabilidad de acoger, seleccionar, fortificar las vocaciones, problema-clave en la Iglesia de hoy. A esta luz quisiera recordar las visitas realizadas, aquí en Roma, al Colegio Polaco, al Colegio Inglés, al Mexicano, al Irlandés, al Almo Colegio Capránica, al Colegio Holandés, al Seminario Romano Mayor y Menor, al Colegio Americano del Norte, además dé la audiencia concedida al Seminario regional pullés de Molfetta; fuera de Roma, en las peregrinaciones realizadas hasta ahora, he visitado el Seminario de Guadalajara, en México, el de San Carlos, en Filadelfia, el de Quigley South, en Chicago, el de Kumasi en Ghana, y el de Issy-les-Moulineaux, en París; y además en cada nación ha tenido lugar un caluroso y cordial encuentro con los jóvenes seminaristas, esperanza fundamental de la Iglesia de mañana.

Igual importancia tiene en la vida eclesial de hoy la presencia de los religiosos y de las religiosas, testimonio vivo del Reino de Dios, del anuncio pascual de la resurrección, del espíritu de las bienaventuranzas evangélicas. Por esto me he encontrado con los responsables centrales de la Compañía de Jesús, con la Unión Internacional de las Superioras Generales, con el Consejo de la Unión de los Superiores Generales, con el capítulo general de la Sociedad de San Pablo, con la Asamblea Plenaria de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares.

25. Está después la juventud, que se abre al Evangelio, a los valores espirituales, con toda la carga de su entusiasmo, con su sed de autenticidad y de verdad, con su enfrentarse a los problemas cruciales de la propia vida espiritual y moral. Para el Papa es siempre una alegría encontrarse con los jóvenes. Y es una alegría recíproca. ¡Cuánto entusiasmo he encontrado siempre en medio de ellos! Recuerdo las veladas de Castelgandolfo con los grupos que se sucedieron uno tras otro. Recuerdo las Santas Misas y las audiencias, en Roma, con los estudiantes de enseñanza media y universitarios de varias naciones. Y, durante todos mis viajes apostólicos, ha sido una fiesta para todos el coloquio directo, cara a cara, los ojos en los ojos, con las multitudes de jóvenes que me han rodeado, alegres y reflexivos: vuelvo con el pensamiento a los universitarios de México, en Guadalupe; a los de Polonia, en Cracovia; a la Misa de Galway, en Irlanda; al encuentro en el Madison Square de Nueva York; pienso en los jóvenes de Nursia, en los de Turín, en los estudiantes de Zaire, de Costa de Marfil, en los jóvenes obreros de la Acción Católica en París, después en el encuentro en el Parque de los Príncipes.

26. Ocupa un lugar especial en las atenciones de la Iglesia y del Papa la familia, a la que ha definido el Vaticano II como la primera y vital célula de la sociedad (Apostolicam actuositatem, 11), encuentro de generaciones (Gaudium et spes, 52), iglesia doméstica (Lumen gentium, 11), tirocinio de apostolado (Apostolicam actuositatem, 11; 30), primer seminario y vivero de vocaciones (Optatam totius, 2; Ad gentes, 19; 41). ¿Cómo no dirigir hoy todas las atenciones, que corresponden a las que tiene Dios Padre, en Cristo, hacia la humanidad, sobre este foco central de la vida moderna, amenazado por tantos peligros y que ha venido a ser tan vulnerable para la inoculación de gérmenes letales —legalizados a veces por las intervenciones de las leyes civiles— como el permisivismo, el amor libre, la institución del divorcio, la liberalización de fármacos anticonceptivos, la introducción del aborto? Es para estremecerse ante las estadísticas realmente trágicas, que descubren abismos tenebrosos en el comportamiento moral de hoy. La familia es la más directamente amenazada. Por eso, pues, el tema, de importancia capital, propuesto al Sínodo de los Obispos, en el próximo otoño, dedicado precisamente a la familia, y cuyos preparativos están efervescentes. En esta perspectiva, he dedicado, ya desde el verano del año pasado, la catequesis de las audiencias generales del miércoles, para ofrecer al Pueblo de Dios una reflexión global —desde el punto de vista bíblico y teológico— sobre la realidad del amor, de la donación y del complemento recíproco a través de los sexos según el plan primigenio de Dios y según la enseñanza de Cristo, que se refiere al "principio".

27. Me es grato también dedicar al menos una alusión a las parroquias, expresión visible de la unidad de la Iglesia y de su vida de oración litúrgica y de caridad, en los vínculos que se entrelazan en ellas, a través de todas las clases sociales en. el vínculo del único amor, de Cristo. Como Obispo de Roma, tengo una directa responsabilidad pastoral con relación a cada una de las parroquias romanas: por esto he comenzado a visitarlas una a una, desde el comienzo de mi servicio pontificio, y faltaría tiempo para enumerar todas las que me han acogido. El cardenal Vicario lleva nota de ellas. Gracias a él y a sus colaboradores por la estupenda realidad que ha surgido de estos encuentros entre el Obispo de Roma y sus parroquias.

28. La vida cristiana se desenvuelve cotidianamente en el ejercicio de cada una de las profesiones y del trabajo humano: de aquí el cuidado de alcanzar y de encontrar, en Roma, en el Lacio, y en los viajes a Italia y a los diversos continentes, la realidad de los hombres comprometidos en la edificación de la ciudad terrena, a fin de que sepan proceder, con la ayuda de Dios, en la coherencia de los principios morales y de la deontología, en la fraternidad y en el respeto del hombre: empresarios y dirigentes, trabajadores de industria en sus varias ramas, artesanos, campesinos, pescadores, hombres de la política internacional y nacional, periodistas, artistas y actores, deportistas, etc. A todos, cuando se ha ofrecido la ocasión, no les ha faltado la palabra del Papa para hacer sentir que la Iglesia los espera con los brazos abiertos, y cuenta mucho con ellos para la construcción de un mundo "a medida del hombre". Y para que Dios sea amado.

29. ¡Amar a Dios! La vida litúrgica es el lugar privilegiado donde se efectúa este intercambio entre Dios y el hombre: y el altar de la Eucaristía, donde Cristo Jesús, Sacerdote verdadero y eterno, se ofrece víctima al Padre por la humanidad, es el punto de encuentro entre cielo y tierra. El Concilio Vaticano II ha dado un impulso magnífico a la renovación litúrgica, que se había preparado por todo un movimiento que floreció ya desde las innovaciones introducidas por San Pío X, en todo el mundo: la Constitución Sacrosanctum Concilium fue el primer documento aprobado solemnemente por los Padres conciliares, del que partió esa obra constante de reforma, llevada adelante con espíritu humilde y valiente por el gran Pontífice Pablo VI. Sin embargo, es sabido que —al lado de esa peligrosa eclesiología, a la que he aludido antes—, se han desarrollado movimientos y mentalidades, tanto de regresión como de experimentación arbitraria, que han llevado a veces a un grave desconcierto de los fieles, de los sacerdotes, de toda la Iglesia. Y las contradicciones más patentes se han manifestado precisamente en torno a la Eucaristía, precisamente en el Altar, donde la "regula fidei" debe inspirar, en cambio, el máximo respeto para Aquel que en la Misa renueva su Sacrificio en forma sacramental, y lo deja a su Iglesia como memorial perpetuo de su Amor inmolado. De aquí tomaron origen las Cartas que dirigí a los obispos y por ellos, a los sacerdotes, el Jueves Santo de la Pascua del año pasado y de este año Dominicae Cenae. Siguieron las Normas litúrgicas del competente Sagrado Dicasterio acerca del culto del misterio eucarístico. Pido a toda la Iglesia vivir en ese espíritu de respeto y de amor, que quieren inculcar estos documentos.

30. La entrega total a Cristo, que es como la condición y la consecuencia de su darse a la Iglesia, con todas las fuerzas dé la redención que le son propias, es fundamental y vital para la Iglesia misma, para su auténtica autorrealización, para su progreso: quiero decir para su verdadero progreso, y no para una problemática "progresividad" que destruye sin dejar tras de sí nada válido.

Por tanto, nace de aquí la necesidad de una renovación continua, en una particular unión con María, la Madre de Cristo y Madre de la Iglesia. "A Ella —os decía antes de Navidad— he confiado los comienzos de mi pontificado, y a Ella he llevado en el curso del año la expresión de mi piedad filial, que aprendí de mis padres. María ha sido la estrella de mi camino, en sus santuarios más. célebres o más silenciosos" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 30 diciembre 1979, pág. 10). A la lista de esos lugares, tan entrañables a mi corazón, se han añadido en estos seis meses otros nombres dulces: la Consolata y la "Gran Madre" en Turín; Nuestra Señora del Zaire en Kinshasa; Nuestra Señora del Rosario en Kisangani; Notre Dame en París; y en Costa de Marfil he puesto , la primera piedra de la iglesia "Nuestra Señora de África". Es una llamada que, con el gesto simbólico, con la palabra, con la oración del "Angelus" o del "Regina caeli", dirijo a la Iglesia y al mundo en numerosas circunstancías, aprovechando la riqueza de la tradición, de la piedad mariana de cada una de las Iglesias locales, y de las diversas naciones, florecida en mil formas delicadas y conmovedoras en honor de la Virgen Santa. También aquí la inspiración doctrinal fundamental viene del Concilio, de la Constitución dogmática Lumen gentium, que en el capítulo VIII ha dado la síntesis global, sobria en su extraordinaria riqueza, de la teología mariana, y ha invitado a todos los creyentes a entrar con mayor empeño en el camino real de la verdadera piedad mariana, que conduce a Cristo.

La época posconciliar, aun en medio de alguna sombra, ha llevado a una rica profundización de esta doctrina, mediante la aportación de los teólogos, y sobre todo por obra de esta Sede Apostólica: jamás se olvidarán las enseñanzas de mi predecesor Pablo VI, que en sus estupendas Exhortaciones Apostólicas Signum magnum y Marialis cultus, ha dejado un monumento de su devoción y de su amor a María, y una síntesis completa de los motivos bíblicos, teológicos, litúrgicos que deben guiar al Pueblo de Dios en el incremento continuo del culto debido a Aquella que es Madre de Dios, Madre nuestra, Madre de la Iglesia.

También en el ámbito ecuménico, especialmente en las relaciones con las Iglesias hermanas de Oriente, esta inspiración para la renovación, nos viene de la confianza en la intercesión de María, que a todos nos considera sus hijos, y en la que podemos encontrar ya un fuerte impulso para una unidad que, en el culto mariano, encontramos ya realizada.

31. Además, María está presente en la Iglesia para estimular la santidad de sus hijos mejores, para dirigirlos por los caminos heroicos de donación evangélica y misionera en favor de los pobres, de los pequeños, de los sencillos, de los que sufren, de los que esperan el mensaje de Cristo. María es inspiradora de la santidad en la Iglesia; y encontramos emocionada confirmación de ellos en esos nuevos Beatos, que el Señor me ha dado el incomparable consuelo de proponer a la devoción y a la admiración de los fieles de todo el mundo: Francisco Coll, Santiago Laval, Enrique de Ossó y Cervelló, José de Anchieta, María de la Encarnación (Guyart), Pedro de Betancur, Francisco de Montmorency-Laval, Catalina Tekakwitha.

32. Venerables y queridos hermanos: He considerado mi deber manifestar todo esto confidencialmente en la vigilia del día que es la fiesta de la Iglesia Romana. Y cuanto os he dicho, sintetizando en los límites de lo posible la actividad pontificia de todo un año, se sitúa, diría, en la misma línea de continuidad con la profesión de Pedro en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 16), que ya he renovado el 22 de octubre de 1978, al comienzo de mi servicio pontificio.

En esta fiesta, de modo especial, es necesario remontarse a las propias raíces para mirar cómo de ellas se desarrolla y crece ese árbol que nació de "la más pequeña de todas las semillas" (Mt 13, 32) en el suelo fertilizado por la preciosísima sangre, del Redentor, y aquí en Roma, también por la sangre de sus Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Sintamos el orgullo santo de pertenecer a este lugar: " Ista quam félix Ecclesia, cui totam doctrinam apostoli cum sanguine suo profuderunt, ubi Petrus passioni dominicae adaequatur, ubi Paulus loannis exitu coronatur (Tertuliano, De praescript. haer. 36) realmente, los dos grandes Apóstoles nos han dejado en herencia "toda la doctrina junto con su sangre. Una herencia tan preciosa deseamos llevar nosotros en nuestros corazones, y en nuestro ministerio, con humildad y amor, frente a las "grandes obras de Dios", que ellos nos han transmitido en el Patrimonio que perennemente nos da vida.

 



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