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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

 Domingo 9 de julio de 1995

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Mañana se hará pública una carta que he escrito a las mujeres. En ella he querido dirigirme, de forma directa y casi confidencial, a todas las mujeres del mundo, para manifestarles la estima y la gratitud de la Iglesia, así como para proponer las líneas esenciales del mensaje evangélico respecto a ellas.

Hoy, volviendo al tema que comencé a tratar hace varios domingos, deseo reflexionar en particular sobre la complementariedad y reciprocidad que caracteriza la relación entre las personas de diferente sexo.

En la página bíblica de la creación se lee que Dios, después de formar al hombre, se compadece de su soledad y decide darle una ayuda semejante a él (cf. Gn 2, 18). Pero ninguna criatura es capaz de colmar ese vacío. Sólo cuando se le presenta la mujer, sacada de su mismo cuerpo, el hombre puede expresar su profundo y gozoso asombro, reconociéndola «carne de su carne y hueso de sus huesos» (cf. Gn 2, 23).

En el sugestivo simbolismo de este relato, la diferencia de sexos se interpreta en clave profundamente unitaria: se trata de un único ser humano, que existe en dos modos distintos y complementarios, uno «masculino» y otro «femenino». Precisamente, porque la mujer se diferencia del hombre, aunque colocándose a su mismo nivel, puede realmente servirle de ayuda. Por otra parte, la ayuda no es de ninguna manera unilateral: la mujer es «ayuda» para el hombre, como el hombre es «ayuda» para la mujer.

2. Esa complementariedad y reciprocidad se manifiesta en todos los ámbitos de la convivencia. «En la "unidad de los dos" el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a existir "uno al lado del otro", o simplemente "juntos", sino que son llamados también a existir recíprocamente, "el uno para el otro"» (Mulieris dignitatem, 7).

La expresión más intensa de esta reciprocidad se realiza en el encuentro esponsal, en que el hombre y la mujer viven una relación, que se caracteriza fuertemente por la complementariedad biológica, pero al mismo tiempo se proyecta más allá de la biología. En efecto, la sexualidad afecta a la estructura profunda del ser humano y, en el encuentro nupcial, lejos de reducirse a satisfacer un instinto ciego, se convierte en lenguaje mediante en cual se expresa la unión profunda de las dos personas, varón y mujer. Se entregan el uno al otro y, de una forma tan íntima, precisamente para expresar la comunión total y definitiva de su ser, haciéndose al mismo tiempo cooperadores responsables de Dios en el don de la vida.

3. Pidamos a la Virgen santísima que nos ayude a descubrir la belleza del plan de Dios. En la misión especial que le fue confiada, primero en la familia de Nazaret y luego en la primitiva comunidad creyente, María aportó toda la riqueza de su femineidad. Quiera Dios que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo aprendan de ella la alegría de ser hasta el fondo lo que son, entablando relaciones recíprocas de amor respetuoso y auténtico.



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