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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON MOTIVO DEL VIGÉSIMO ANIVERSARIO DE SU ELECCIÓN


Domingo 18 de octubre de 1998

 

1. «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18, 8).

Esta pregunta, que Cristo hizo un día a sus discípulos, en el arco de los dos mil años de la era cristiana ha interpelado muchas veces a los hombres que la divina Providencia ha llamado a desempeñar el ministerio petrino. Pienso en este momento en todos mis predecesores, lejanos y cercanos. Pienso, de manera especial, en mí mismo y en lo que sucedió el 16 de octubre de 1978. Con esta celebración doy gracias al Señor, junto con todos vosotros, por estos veinte años de pontificado.

Me viene a la memoria el 26 de agosto de 1978, cuando en la capilla Sixtina resonaron las palabras del cardenal primero en el orden de precedencia, dirigidas a mi inmediato predecesor: «¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?». «Acepto», respondió el cardenal Albino Luciani. «¿Cómo quieres ser llamado?», prosiguió el cardenal Villot. «Juan Pablo», fue la respuesta.

¿Quién podía pensar entonces que, sólo después de algunas semanas, me dirigirían a mí las mismas preguntas, como su sucesor? A la primera pregunta: «¿Aceptas?», respondí: «En la obediencia de la fe ante Cristo, mi Señor, abandonándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, consciente de las grandes dificultades, acepto». Y a la pregunta sucesiva: «¿Cómo quieres ser llamado?», yo también dije: «Juan Pablo».

Después de su resurrección, Cristo preguntó tres veces a Pedro: «¿Me amas?» (cf. Jn 21, 15-17). El Apóstol, consciente de su debilidad, respondió: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo», y recibió de él el mandato: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 17). El Señor confió esta misión a Pedro y, en él, a todos sus sucesores. Esas mismas palabras las dirigió también a quien hoy os habla, en el momento en que se le encomendaba la misión de confirmar la fe de sus hermanos.

¡Cuántas veces he pensando en las palabras de Jesús que san Lucas nos ha conservado en su evangelio! Poco antes de afrontar la pasión, Jesús dice a Pedro: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32). «Confirmar en la fe a los hermanos» es, por tanto, uno de los aspectos esenciales del servicio pastoral encomendado a Pedro y a sus sucesores. En la liturgia de hoy, Jesús hace esta pregunta: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?». Es una pregunta que interpela a todos, pero especialmente a los sucesores de Pedro.

«Cuando venga, encontrará...?». Cada año se acerca su venida. Al celebrar el santo sacrificio de la misa, después de la consagración, repetimos siempre: «Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?

2. Las lecturas litúrgicas de este domingo pueden sugerir una doble respuesta a esta pregunta.

La primera nos la da la exhortación que san Pablo dirige a su fiel colaborador Timoteo. Escribe el Apóstol: «Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía» (2Tm 4, 1-2).

Aquí se halla sintetizado un programa preciso de acción. En efecto, el ministerio apostólico, y especialmente el ministerio de Pedro, consiste en primer lugar en la enseñanza. Como escribe también el Apóstol a Timoteo, quien enseña la verdad divina debe «permanecer en lo que ha aprendido y se le ha confiado» (2Tm 3, 14).

El obispo, y con mayor razón el Papa, debe volver continuamente a las fuentes de la sabiduría que llevan a la salvación. Debe amar la palabra de Dios. Al cabo de veinte años de servicio en la sede de Pedro, hoy no puedo menos de hacerme algunas preguntas: ¿has mantenido todo esto?, ¿has sido un maestro diligente y vigilante de la fe de la Iglesia?, ¿has tratado de acercar a los hombres de hoy la gran obra del concilio Vaticano II?, ¿has procurado responder a las expectativas de los creyentes en la Iglesia y saciar el hambre de verdad que se siente en el mundo, fuera de la Iglesia?

Y resuena en mi corazón la invitación de san Pablo: «Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos —y también te juzgará a ti —, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra» (2 Tm 4, 1-2). ¡Proclamar la Palabra! Ésta es mi misión, haciendo todo lo posible para que, cuando venga el Hijo del hombre, pueda encontrar fe en la tierra.

3. La primera lectura bíblica, tomada del libro del Éxodo, nos brinda una segunda respuesta. Presenta la imagen significativa de Moisés en oración con las manos levantadas al cielo, a la vez que desde una cima sigue la batalla de su pueblo contra los amalecitas. Mientras Moisés tenía elevadas las manos, Israel prevalecía. Dado que a Moisés le pesaban los brazos, le pusieron una piedra para que se sentara, al tiempo que Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Él permaneció en oración hasta la puesta del sol, hasta la derrota de Amalec por parte de Josué (cf. Ex 17, 11-13).

Éste es un icono de extraordinaria fuerza expresiva: el icono del pastor orante. Es difícil encontrar una referencia más elocuente para todas las situaciones en las que el nuevo Israel, la Iglesia, tiene que combatir contra los diferentes «amalecitas». En cierto sentido, todo depende de las manos de Moisés levantadas al cielo.

La oración del pastor sostiene a la grey. Esto es seguro. Pero también es verdad que la oración del pueblo sostiene a quien tiene la misión de guiarlo. Así ha sido desde el principio. Cuando Pedro es encarcelado en Jerusalén para ser condenado a muerte, como Santiago, después de las fiestas, toda la Iglesia rezaba por él (cf. Hch 12, 1-5). Los Hechos de los Apóstoles narran que fue liberado milagrosamente de la cárcel (cf. Hch 12, 6-11).

Así ha sucedido innumerables veces a lo largo de los siglos. Yo mismo soy testigo de ello por haberlo experimentado personalmente. La oración de la Iglesia es una gran fuerza.

4. Quisiera aquí dar las gracias a todos los que durante estos días me han expresado su solidaridad. Gracias por los numerosos mensajes de felicitación que me han enviado; gracias, sobre todo, por su constante recuerdo en la oración. Pienso de manera especial en los enfermos y en los que sufren, que están cerca de mí con el ofrecimiento de sus dolores. Pienso en los conventos de clausura y en los numerosos religiosos y religiosas, en los jóvenes y en las familias que elevan incesantemente al Señor su oración por mí y por mi ministerio universal. Durante estos días he sentido latir junto a mí el corazón de la Iglesia.

Gracias a todos vosotros presentes aquí, en la plaza de San Pedro, que hoy os unís a mi oración de alabanza al Señor por mis veinte años de servicio a la Iglesia y al mundo como Obispo de Roma. Dirijo unas palabra de gratitud en particular al presidente de la República italiana y a cuantos lo han acompañado esta mañana para honrarme con su presencia.

Con afecto fraterno doy las gracias también al cardenal Camillo Ruini que, al comienzo de la celebración, se ha hecho intérprete de la fidelidad de todos vosotros a Cristo y al Sucesor de Pedro. Estoy conmovido por la presencia tan numerosa de cardenales, arzobispos y obispos y, especialmente, de sacerdotes de la diócesis de Roma y de la Curia, que toman parte en esta solemne celebración eucarística. En este momento quisiera deciros a todos, queridos hermanos, cuán valioso ha sido para mí vuestro apoyo durante estos años de servicio a la Iglesia en la cátedra de Pedro. Quisiera testimoniar mi gratitud por el afecto con que la ciudad de Roma e Italia me han acogido ya desde los primeros días de mi ministerio petrino. Pido al Señor que os recompense generosamente por cuanto habéis hecho y hacéis para facilitar la misión que se me ha confiado.

Amadísimos hermanos y hermanas de Roma, de Italia y del mundo, éste es el significado de nuestra asamblea de oración en la plaza de San Pedro: dar gracias a Dios por la providencial solicitud con que guía y sostiene continuamente a su pueblo en camino a lo largo de la historia; renovar, por mi parte, el «sí» que pronuncié hace veinte años, confiando en la gracia divina; y ofrecer, por vuestra parte, el compromiso de rezar siempre por este Papa, para que pueda cumplir plenamente su misión.

Renuevo de todo corazón la consagración de mi vida y de mi ministerio a la Virgen María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia. A ella le repito con abandono filial: Totus tuus! Amén.



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