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40 ANIVERSARIO DE LA PROMULGACIÓN
DEL DECRETO CONCILIAR "UNITATIS REDINTEGRATIO"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Sábado 13 de noviembre de 2004

 

"Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz" (Ef 2, 13 s).

1. Con estas palabras de la carta a los Efesios,  el Apóstol anuncia que Cristo es nuestra paz. En  él hemos sido reconciliados; ya no somos extraños, sino conciudadanos  de los santos y familiares  de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, teniendo como  piedra angular a Cristo mismo (cf. Ef 2, 19 s).

Hemos escuchado las palabras de san Pablo con ocasión de esta celebración, para la que nos hemos reunido en la veneranda basílica edificada sobre la tumba del apóstol san Pedro. Saludo de corazón a los participantes en la Conferencia ecuménica convocada con motivo del cuadragésimo aniversario de la promulgación del decreto Unitatis redintegratio del concilio Vaticano II. Dirijo mi saludo a los cardenales, a los patriarcas y a los obispos participantes, a los delegados fraternos de las demás Iglesias y comunidades eclesiales, a los consultores, a los huéspedes y a los colaboradores del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Os doy las gracias por haber reflexionado atentamente sobre el significado de este importante decreto y sobre las perspectivas actuales y futuras del movimiento ecuménico. Esta tarde nos hallamos reunidos aquí para alabar a Dios, de quien procede toda dádiva buena y todo don perfecto (St 1, 17), y para darle gracias por los grandes frutos que ha dado el Decreto, durante los cuarenta años transcurridos, con la ayuda del Espíritu Santo.

2. La aplicación de este decreto conciliar, querido por mi predecesor el beato Papa Juan XXIII y promulgado por el Papa Pablo VI, ha sido desde el inicio una de las prioridades pastorales de mi pontificado (cf. Ut unum sint, 99). Puesto que la unidad ecuménica no es un  atributo  secundario de la comunidad de los discípulos (cf. ib., 9), y la actividad ecuménica no es sólo un apéndice que se añade a la actividad tradicional  de  la Iglesia (cf. ib., 20), sino que se  funda  en  el plan salvífico de Dios de  congregar  a  todos  en  la unidad (cf. ib., 5), corresponden a la voluntad de nuestro  Señor Jesucristo, que quiso una sola Iglesia y oró al Padre, la víspera de su muerte, para que todos sean uno (cf. Jn 17, 21).

Buscar la unidad es fundamentalmente adherirse a la oración de Jesús. El concilio Vaticano II, que hizo suyo este deseo de nuestro Señor, no introdujo ninguna novedad. Guiado e iluminado por el Espíritu de Dios, puso nuevamente de relieve el sentido verdadero y profundo de la unidad y de la catolicidad de la  Iglesia.  El camino ecuménico es el camino de la Iglesia (cf. Ut unum sint, 7), la cual no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica (cf. ib., 5).

El compromiso en favor del restablecimiento de la comunión plena y visible entre todos los bautizados no corresponde sólo a algunos expertos en ecumenismo; atañe a todos los cristianos, de todas las diócesis y parroquias, de todas las comunidades en la Iglesia. Todos están llamados a asumir este compromiso, haciendo suya la oración de Jesús, para que todos sean uno. Todos están llamados a rezar y a trabajar por la unidad de los discípulos de Cristo.

3. Hoy, ante un mundo que avanza hacia su unificación, este camino ecuménico es más necesario que nunca, y la Iglesia debe afrontar nuevos desafíos para cumplir su misión evangelizadora. El Concilio constató que la división entre los cristianos "es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio" (Unitatis redintegratio, 1). Por tanto, la actividad ecuménica y la actividad misionera están unidas y son los dos caminos por los cuales la Iglesia cumple su misión en el mundo y expresa concretamente su catolicidad. En nuestra época asistimos al crecimiento de un humanismo erróneo sin Dios y constatamos con profundo dolor los conflictos que ensangrientan al mundo. En esta situación la Iglesia, con mayor razón, está llamada a ser signo e instrumento de la unidad y de la reconciliación con Dios y entre los hombres (cf. Lumen gentium, 1).

El Decreto sobre el ecumenismo ha sido uno de los modos concretos como la Iglesia ha respondido a esta situación, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los signos de los tiempos (cf. Ut unum sint, 3). Nuestra época siente una profunda nostalgia de la paz. La Iglesia, signo creíble e instrumento de la paz de Cristo, no puede dejar de esforzarse por superar las divisiones de los cristianos y convertirse así, cada vez más, en testigo de la paz que Cristo ofrece al mundo.

En esta triste situación, no podemos por menos de recordar las conmovedoras palabras del Apóstol:  "Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4, 1-3).

4. Los numerosos encuentros ecuménicos en todos los niveles de la vida eclesial, los diálogos teológicos y el redescubrimiento de los testigos comunes de la fe han confirmado, profundizado y enriquecido la comunión con los demás cristianos, comunión ya existente en cierta medida, aunque aún no de modo pleno. Ya no consideramos a los demás cristianos como lejanos o extraños, sino que vemos en ellos a hermanos y hermanas. "La fraternidad universal de los cristianos se ha convertido en una firme convicción ecuménica. (...) Los cristianos se han convertido a una caridad fraterna que abarca a todos los discípulos de Cristo" (Ut unum sint, 42). Damos gracias a Dios al constatar cómo, durante estos últimos decenios, muchos fieles en todo el mundo han sentido el deseo ardiente de la unidad de todos los cristianos. Doy gracias de corazón a los que han sido instrumento del Espíritu y han orado y trabajado por este itinerario de acercamiento y reconciliación.

Sin embargo, todavía no hemos llegado a la meta de nuestro camino ecuménico:  la comunión plena y visible en la misma fe, en los mismos sacramentos y en el mismo ministerio apostólico. Gracias a Dios, se han superado muchas diferencias e incomprensiones, pero son aún numerosos los obstáculos diseminados a lo largo del camino. A veces no sólo persisten equívocos y prejuicios, sino también una desidia y una estrechez de corazón deplorables (cf. Novo millennio ineunte, 48), y sobre todo diferencias en materia de fe, que se concentran en gran parte en torno al tema de la Iglesia, de su naturaleza y de sus ministerios. Por desgracia, nos hallamos también ante problemas nuevos, especialmente en el campo ético, donde afloran ulteriores divisiones, que impiden el testimonio común.

5. Sé bien que es causa de muchos sufrimientos y desilusiones el hecho de que todas estas razones -como expliqué en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (nn. 43-46)- nos impiden participar ya desde ahora en el Sacramento de la unidad, compartiendo el Pan eucarístico y bebiendo en el Cáliz común de la mesa del Señor.

Todo esto no debe inducir a la resignación; al contrario, debe animar a continuar y a perseverar en la oración y en el compromiso en favor de la unidad. Aunque probablemente el camino por recorrer es todavía largo y arduo, ciertamente estará lleno de alegría y esperanza. En efecto, cada día descubrimos y experimentamos la acción y el impulso del Espíritu de Dios; con alegría constatamos que actúa también en las Iglesias y comunidades eclesiales que todavía no están en plena comunión con la Iglesia católica. Reconocemos "las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de la sangre" (Unitatis redintegratio, 4). En vez de lamentarnos de lo que todavía no es posible, debemos estar agradecidos y alegrarnos de lo que ya existe y es posible. Realizar desde ahora lo que es posible nos hace crecer en la unidad y nos infunde entusiasmo para superar las dificultades. Un cristiano  no puede renunciar jamás a la esperanza, perder la valentía y el entusiasmo. La unidad de la única Iglesia, que ya existe en la Iglesia católica sin posibilidad de perderse, nos garantiza que un día también se hará realidad la unidad de todos los cristianos (cf. ib. 4).

6. ¿Cómo imaginar el futuro ecuménico? Ante todo, debemos reforzar los fundamentos de la actividad ecuménica, es decir, la fe común en todo lo que se expresa en la profesión bautismal, en el Credo apostólico y en el Credo niceno-constantinopolitano. Este fundamento doctrinal manifiesta la fe profesada por la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles. A partir de esta fe debemos desarrollar luego el concepto y la espiritualidad de comunión. "Comunión de los santos" y plena comunión no significan uniformidad abstracta, sino riqueza de legítima diversidad de dones compartidos y reconocidos por todos, según el conocido adagio:  "In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas".

7. Espiritualidad de comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano cristiano, en la unidad profunda que nace del bautismo, "como "uno que me pertenece", para saber compartir... y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad" (Novo millennio ineunte, 43).

Espiritualidad de comunión "es también capacidad para ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios:  un "don para mí", además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de comunión es saber "dar espacio" al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6, 2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, afán de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones:  sin este camino espiritual de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión, más que sus modos de expresión y crecimiento" (Novo millennio ineunte, 43).

Por tanto, en síntesis, espiritualidad de comunión significa compartir juntos el camino hacia la unidad en la profesión íntegra de la fe, en los sacramentos y en el ministerio eclesiástico (cf. Lumen gentium, 14;  Unitatis redintegratio, 2).

8. Para concluir, quisiera referirme en particular al ecumenismo espiritual que, según las palabras del decreto Unitatis redintegratio, es el alma y el corazón de todo el movimiento ecuménico (cf. n. 8; Ut unum sint, 15-17 y 21-27). Os doy las gracias a todos por haber subrayado durante la Conferencia este aspecto central para el futuro del ecumenismo. No existe verdadero ecumenismo sin conversión interior y purificación de la memoria, sin santidad de vida en conformidad con el Evangelio y, sobre todo, sin una intensa y asidua oración que se haga eco de la oración de Jesús. A este propósito, constato con alegría el desarrollo de iniciativas de oración común y también la formación de grupos de estudio que comparten recíprocamente las tradiciones de espiritualidad (cf. Directorio ecuménico, 114).

Debemos comportarnos como los Apóstoles juntamente con María, la Madre de Dios, después de la Ascensión del Señor:  se reunieron en el Cenáculo e invocaron la venida del Espíritu (cf. Hch 1, 12-14). Sólo él, que es el Espíritu de comunión y de amor, puede concedernos la comunión plena, que tan ardientemente deseamos.

"Veni creator Spiritus!". Amén.

 



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