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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS ITALIANOS
SOBRE LAS RESPONSABILIDADES DE LOS CATÓLICOS
ANTE LOS DESAFÍOS DEL MOMENTO HISTÓRICO ACTUAL

 

Amadísimos obispos italianos:

1. "A vosotros gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Rm 1, 7).

El actual momento histórico, marcado por acontecimientos de singular importancia social, constituye también para los católicos italianos una fuerte llamada a la decisión y al compromiso. Consciente de los formidables desafíos que nos plantean los signos de los tiempos, como Obispo de Roma me dirijo con profundo afecto a vosotros, obispos de las Iglesias que están en la península y en las islas, obispos del norte, del centro y del sur de Italia, para compartir preocupaciones y esperanzas, y en especial para dar testimonio de la herencia de valores humanos y cristianos que representan el patrimonio más precioso del pueblo italiano. He querido recordar esta herencia con ocasión del mensaje navideño al mundo, y es nuestro deber detenernos a reflexionar sobre ella ahora que nos estamos aproximando al final del segundo milenio.

Se trata, ante todo, de la herencia de la fe, suscitada aquí por la predicación apostólica ya desde los primeros años de la era cristiana y enseguida reforzada por el derramamiento de la sangre de numerosísimos mártires. La semilla plantada por Pedro y Pablo, y por sus discípulos, echó profundas raíces en el alma de las poblaciones de esta tierra, contribuyendo también a su progreso civil y suscitando entre ellas nuevos y fecundos vínculos de cohesión y colaboración.

Asimismo, se trata de la herencia de la cultura, florecida en ese tronco común a lo largo de las generaciones. ¡Qué tesoros de conocimientos, intuiciones y experiencias se han ido acumulando también gracias a la fe y se han expresado en la literatura, el arte, las iniciativas humanitarias, las instituciones jurídicas y todo ese entramado vivo de tradiciones y costumbres que forma el alma más auténtica del pueblo! Es una riqueza que se contempla con admiración y, tal vez, con envidia desde todo el mundo. Los italianos de hoy no pueden menos de ser conscientes y sentirse orgullosos de ella.

Y, por último, se trata de la herencia de la unidad, que, incluso más allá de su específica configuración política, consolidada a lo largo del siglo XIX, se halla profundamente arraigada en la conciencia de los italianos que, en virtud de la lengua, de las vicisitudes históricas y de la misma fe y la misma cultura, siempre se han sentido miembros de un único pueblo. Esta unidad no se mide por años, sino por largos siglos de historia.

2. En la situación social y política, que Italia está viviendo en esta delicada fase de su historia, influyen inevitablemente los cambios históricos que se produjeron en Europa durante 1989, un año extraordinario. A la anterior oposición entre los dos bloques, que se suelen designar con los nombres convencionales del Este y el Oeste, siguió un "colapso repentino y verdaderamente extraordinario del sistema comunista", debido seguramente a "causas de índole económica, social y política", pero, más en el fondo, a "una razón ética y antropológica y, en último término, espiritual" (cf. Declaración final de la Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, n. 1; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de diciembre de 1993, p. 6).

El nuevo marco geopolítico de Europa se halla, así, en constante evolución, anunciando para los próximos años grandes desafíos y nuevos escenarios: en efecto, mientras, por una parte, progresa el camino hacia la unidad europea, por otra se plantea de modo agudo el problema de las relaciones entre las naciones y con frecuencia afloran nuevos brotes de nacionalismo exasperado, sobre todo en los países de Europa oriental y en los Balcanes, como lo demuestra dolorosamente la triste situación de nuestros días.

3. Por ello, precisamente partiendo de una lectura de los signos de los tiempos a la luz de los valores de solidaridad humana y cristiana, me parece sumamente importante y urgente proseguir con valentía el esfuerzo de edificación de la nueva Europa, con una firme adhesión a los ideales que, en el pasado reciente, han inspirado y guiado a grandes estadistas, como Alcide De Gásperi en Italia, Konrad Adenauer en Alemania y Robert Schuman en Francia, transformándolos en los padres de la Europa contemporánea. ¿No es significativo que, entre los principales promotores de la unificación del continente, se encuentren hombres animados por una profunda fe cristiana? ¿No fueron los valores evangélicos de la libertad y la solidaridad los que los impulsaron a realizar su valiente plan? Plan, por lo demás, que a ellos, con razón, les parecía realista, a pesar de las dificultades previsibles, a causa de la lúcida conciencia que tenían del papel desempeñado por el cristianismo en la formación y en el desarrollo de las culturas presentes en los diversos países del continente.

Así pues, la herencia espiritual y política, legada por esas grandes figuras históricas, no sólo ha de ser guardada y defendida, sino también desarrollada y reforzada. Hace falta una movilización general de todas las fuerzas, para que Europa progrese en la búsqueda de su unidad, mirando al mismo tiempo "más allá de sus fronteras y de su propio interés" (Declaración citada, n. 11). De esta forma podrá contribuir a construir un futuro de justicia, solidaridad y paz para toda nación, derribando barreras y prejuicios étnicos y culturales, y superando las divisiones existentes entre Occidente y Oriente, entre Norte y Sur del planeta.

4. En este marco europeo y mundial, amadísimos hermanos en el episcopado, debemos plantearnos la pregunta: "¿Cuáles son las posibilidades y las responsabilidades de Italia?".

Estoy convencido de que Italia como nación tiene muchísimo que ofrecer a toda Europa. Las tendencias que hoy pretenden debilitar a Italia son negativas también para Europa, y nacen asimismo sobre el telón de fondo de la negación del cristianismo. En esa perspectiva se quisiera crear una Europa, y en ella también una Italia, que sean aparentemente neutrales en el plano de los valores, pero que en realidad colaboren a la difusión de un modelo de vida post-iluminista. Eso se puede apreciar también en algunas tendencias que influyen en el funcionamiento de instituciones europeas. Contra la orientación de quienes fueron los padres de la Europa unida, algunas fuerzas actuales de esta comunidad parecen más bien reducir el sentido de su existencia y de su acción a una dimensión puramente económica y secularista.

A Italia, de acuerdo con su historia, le corresponde de modo especial la misión de defender para toda Europa el patrimonio religioso y cultural injertado en Roma por los apóstoles Pedro y Pablo. En el actual momento histórico, en que se está haciendo el balance político del pasado, desde la posguerra hasta hoy, la sociedad italiana deberá tener clara conciencia de esa misión precisa.

5. No podemos permanecer ajenos o indiferentes a ese balance, porque, como pastores animados por un profundo amor al bien verdadero e integral del hombre y de la sociedad, estamos llamados a "discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales (el pueblo de Dios) participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios" (Gaudium et spes, 11).

En especial, la caída del comunismo en Europa central y oriental ha provocado también en Italia un nuevo modo de mirar las fuerzas políticas y sus relaciones. Así, se han escuchado opiniones según las cuales, en la nueva situación política, ya no sería necesaria una fuerza de inspiración cristiana. Ahora bien, se trata de una valoración equivocada, porque la presencia de los laicos cristianos en la vida social y política no sólo ha sido importante para oponerse a las diversas formas de totalitarismo, comenzando por el comunista, sino que sigue siendo necesaria para expresar en el plano social y político la tradición y la cultura cristiana de la sociedad italiana.

6. Ciertamente hoy resulta necesaria una profunda renovación social y política. Junto a los que, inspirándose en los valores cristianos, han contribuido a gobernar Italia a lo largo de casi medio siglo, logrando innegables méritos con respecto al país y su desarrollo, ha habido también por desgracia personas que no han evitado culpas, incluso graves: personas, en particular, que no siempre han sido capaces de afrontar las presiones tanto de las fuerzas que impulsaban hacia un estatalismo excesivo, como de las que buscaban hacer que prevalecieran los propios intereses sobre el bien común. Algunos, además, han sido acusados de haber violado las leyes del Estado.

Precisamente estas acusaciones, dirigidas en verdad a las diversas fuerzas políticas e incluso contra instancias que actuaban en la misma sociedad civil, han provocado iniciativas de carácter judicial, que actualmente están modificando de forma profunda el panorama político de Italia.

Sin embargo, un balance honrado y verídico de los años que van desde la posguerra hasta hoy no puede olvidar todo lo que los católicos, junto con otras fuerzas democráticas, han hecho por el bien de Italia. Es decir, no se pueden olvidar todos los notables logros que han llevado a Italia a entrar en el número de los siete países más desarrollados del mundo, ni se puede subestimar o desconocer el gran mérito de haber salvado la libertad y la democracia. Mucho menos se puede aceptar la idea de que el cristianismo, y en especial la doctrina social de la Iglesia, con su contenido esencial e irrenunciable, después de un siglo entero desde la Rerum novarum hasta el concilio Vaticano II y la Centesimus annus, hayan dejado de ser, en la situación actual, el fundamento y el impulso para el compromiso social y político de los cristianos.

Por consiguiente, los laicos cristianos, precisamente en este momento histórico decisivo, no pueden evadirse de sus responsabilidades. Antes bien, deben manifestar con valor su confianza en Dios, Señor de la historia, y su amor a Italia a través de una presencia unida y coherente y un servicio honrado y desinteresado en el campo social y político, siempre abiertos a una sincera colaboración con todas las fuerzas sanas de la nación.

7. Si la situación actual exige la renovación social y política, a nosotros, los pastores, nos corresponde recordar con energía los presupuestos necesarios, que llevan a la renovación de las mentes y los corazones, y por tanto a la renovación cultural, moral y religiosa (cf. Veritatis splendor, 98).

Precisamente aquí se coloca nuestra misión pastoral: debemos invitar a todos a un examen de conciencia específico. Éste balance no sólo es de carácter político, sino también y sobre todo de carácter cultural y ético. Es necesario, por tanto, ayudar a todos a librar ese balance de los aspectos utilitaristas y coyunturales, así como de los peligros de una manipulación de la opinión pública.

Me refiero especialmente a las tendencias corporativas y a los peligros de separatismo que, al parecer, están surgiendo en el país. A decir verdad, en Italia, desde hace mucho tiempo, existe cierta tensión entre el Norte, más bien rico, y el Sur, más pobre. Pero hoy en día esta tensión resulta más aguda. Sin embargo, es preciso superar decididamente las tendencias corporativas y los peligros de separatismo con una actitud honrada de amor al bien de la propia nación y con comportamientos de solidaridad renovada. Se trata de una solidaridad que debe vivirse no sólo dentro del país, sino también con respecto a toda Europa y al tercer mundo. El amor a la propia nación y la solidaridad con la humanidad entera no contradicen el vínculo del hombre con la región y con la comunidad local, en que ha nacido, y las obligaciones que tiene hacia ellas. La solidaridad, más bien, pasa a través de todas las comunidades en que el hombre vive: en primer lugar, la familia, la comunidad local y regional, la nación, el continente, la humanidad entera: la solidaridad las anima, vinculándolas entre sí según el principio de subsidiariedad, que atribuye a cada una de ellas el grado correcto de autonomía.

Además, no se puede descuidar el peligro de que este examen de conciencia, plenamente legítimo y necesario para el renacimiento de la sociedad italiana, se convierta en ocasión para una perjudicial manipulación de la opinión pública. Desde luego, es correcto que los presuntos culpables sean juzgados y, en caso de que sean realmente culpables, sufran las consecuencias legales. Pero, al mismo tiempo, es preciso preguntarse hasta dónde llegan los abusos y dónde comienza un normal y sano funcionamiento de las instituciones al servicio del bien común. Es evidente que una sociedad bien ordenada no puede poner las decisiones que afectan a su futuro únicamente en manos de las autoridades judiciales, pues el poder legislativo y el ejecutivo tienen sus competencias y responsabilidades específicas.

La misión de la Iglesia a este respecto es, por tanto, la de exhortar a la renovación moral y a una profunda solidaridad de los italianos, de suerte que se aseguren las condiciones para la reconciliación y la superación de las divisiones y los enfrentamientos.

8. Amadísimos hermanos en el episcopado, nuestra común solicitud por Italia no puede manifestarse sólo mediante palabras. Si la sociedad italiana debe renovarse profundamente, purificándose de las sospechas recíprocas y mirando con confianza hacia su futuro, es necesario que todos los creyentes se movilicen mediante la oración común. Sé por experiencia personal lo que significó en la historia de mi nación esa oración. Frente al año dos mil, toda la Iglesia, y en particular toda Europa, tiene necesidad de una gran oración, que pase, como ondas convergentes, a través de las diversas Iglesias, naciones, continentes. En esta gran oración Italia ocupa un lugar particular: la experiencia de los últimos años constituye también una llamada específica a la necesidad de esa oración. La oración significa siempre una especie de confesión, de reconocimiento de la presencia de Dios en la historia y de su acción en favor de los hombres y los pueblos; al mismo tiempo, la oración promueve una unión más íntima con él y un acercamiento mutuo entre los hombres.

Como obispos de las Iglesias que están en Italia deberíamos convocar pronto esta gran oración del pueblo italiano, con vistas al año dos mil que ya se está aproximando y haciendo referencia a la situación actual, en que urge la movilización de las fuerzas espirituales y morales de toda la sociedad. Tengo la firme convicción, que comparten italianos insignes, incluso católicos no practicantes, como el llorado presidente Pertini, de que la Iglesia en Italia puede hacer mucho más de lo que se cree por lo general. Es una gran fuerza social que une a los habitantes de Italia, desde el Norte hasta el Sur. Una fuerza que ha superado la prueba de la historia.

La Iglesia es esa fuerza ante todo a través de la oración, y la unidad en la oración. Ha llegado el momento en que esta convicción puede y debe concretarse más. La exhortación misma a esa oración, su preparación programada, su profunda motivación en este momento histórico, serán para todos los italianos una invitación a reflexionar y a comprender. Serán, tal vez, también un ejemplo y un estímulo para las demás naciones.

"Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). La palabra de Jesús contiene la invitación más convincente a la oración y a la vez el motivo más fuerte de confianza en la presencia del Salvador entre nosotros. Precisamente esta presencia es fuente inagotable de esperanza y valor también en las situaciones confusas y difíciles de la historia de los individuos y de los pueblos.

Amadísimos hermanos en el episcopado, pongo en vuestras manos, con profunda comunión y confianza, estos pensamientos y estos deseos. Lo hago únicamente por el amor que siento hacia la nación italiana, que desde el inicio de mi pontificado me ha manifestado tan gran benevolencia, que creo poder afirmar que Italia es mi segunda patria. Sobre ella invoco la maternal intercesión de María, que nos ha engendrado al Redentor, y la protección de los santos Francisco y Catalina, mientras de corazón os bendigo a vosotros y a todos los italianos.

Vaticano, 6 de enero de 1994, solemnidad de la Epifanía del Señor.

 

 IOANNES PAULUS PP. II

 



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