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DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
AL CONGRESO DE  LA UNIÓN CATÓLICA ITALIANA DE OBSTÉTRICAS
CON LA COLABORACIÓN DE LA FEDERACIÓN NACIONAL
DE COLEGIOS DE COMADRONAS CATÓLICAS
*

Lunes 29 de octubre de 1951

 

Velar con solicitud sobre aquella cuna silenciosa y obscura donde Dios infunde al germen dado por los padres un alma inmortal, para prodigar vuestros cuidados a la madre y preparar un nacimiento feliz al niño que ella lleva en sí: he ahí, amadas hijas, el objeto de vuestra profesión, el secreto de su grandeza y de su belleza.

Cuando se piensa en esta admirable colaboración de los padres, de la Naturaleza y de Dios, de la cual viene a la luz un nuevo ser humano a imagen y semejanza del Creador (cf. Gn 1, 26-27), ¿cómo podría no apreciarse en su justo valor el concurso precioso que vosotras aportáis a tal obra? La heroica madre de los Macabeos advertía a sus hijos: «Yo no sé de qué modo habéis tomado el ser en mi seno; yo no os he dado el espíritu y la vida, ni he compuesto el organismo de ninguno de vosotros. Así, pues, es el Creador del Universo el que ha formado al hombre en su nacimiento» (2 Mac 7, 22).

Por eso, quien se acerca a esta cuna del devenir de la vida y ejercita ahí su actividad de uno u otro modo, debe conocer el orden que el Creador quiere que sea mantenido y las leyes que lo rigen. Porque no se trata aquí de puras leyes físicas, biológicas, a las que necesariamente obedecen agentes privados de razón y fuerzas ciegas, sino de leyes cuya ejecución y cuyos efectos están confiados a la voluntaria y libre cooperación del hombre.

Este orden, fijado por la inteligencia suprema, va dirigido al fin querido por el Creador; comprende la obra exterior del hombre y la adhesión interna de su libre voluntad; implica la acción y la omisión. La naturaleza pone a disposición del hombre toda la concatenación de las causas de las que surgirá una nueva vida humana; toca al hombre dar suelta a su fuerza viva y a la Naturaleza desarrollar su curso y conducirla a término. Después que el hombre ha cumplido su parte y ha puesto en movimiento la maravillosa evolución de la vida, su deber es respetar religiosamente su progreso, deber que le prohíbe detener la obra de la Naturaleza o impedir su natural desarrollo.

De esta forma, la parte de la Naturaleza y la parte del hombre están netamente delimitadas. Vuestra formación profesional y vuestra experiencia os ponen en situación de conocer la acción de la Naturaleza y la del hombre, lo mismo que las normas y las leyes a que ambos están sujetos; vuestra conciencia, iluminada por la razón y la fe bajo la guía de la Autoridad establecida por Dios, os enseña hasta dónde se extiende la acción lícita y dónde, en cambio, se impone estrictamente la obligación de la omisión.

A la luz de estos principios, Nos proponemos ahora exponeros algunas consideraciones sobre el apostolado al que vuestra profesión os compromete. En efecto, toda profesión querida por Dios importa una misión, a saber: la de realizar en el campo de la profesión misma los pensamientos y las intenciones del Creador y ayudar a los hombres a comprender la justicia y la santidad de los designios divinos y el bien que deriva para ellos mismos de su cumplimiento.

I.
Vuestro apostolado profesional se ejercita en primer lugar por medio de vuestra persona

¿Por qué se os llama? Porque se está convencido de que conocéis vuestro arte, de que sabéis qué necesitan la madre y el niño, a qué peligros están ambos expuestos, cómo pueden ser evitados o suprimidos estos peligros. Se espera de vosotras consejo y ayuda, naturalmente, no de modo absoluto, sino en los límites del saber y del poder humano, según el progreso y el estado presente de la ciencia y de la práctica en vuestra especialidad.

Si todo esto se espera de vosotras, es porque se tiene confianza en vosotras, y esta confianza es, ante todo, cosa personal. Vuestra persona debe inspirarla. Que esta confianza no sea burlada, es no sólo vivo deseo vuestro, sino también una exigencia de vuestro oficio y de vuestra profesión y, por lo tanto, un deber de vuestra conciencia. Por eso debéis tender a elevaros hasta el ápice de vuestros conocimientos específicos.

Pero vuestra habilidad profesional es también una exigencia y una forma de vuestro apostolado. ¿Qué crédito encontraría, en efecto, vuestra palabra en las cuestiones morales y religiosas relacionadas con vuestro oficio si aparecieseis deficientes en vuestros conocimientos profesionales? Por el contrario, vuestra intervención en el campo moral y religioso será de un peso muy diferente si sabéis imponer respeto con vuestra superior capacidad profesional. Al juicio favorable que os habréis ganado con vuestro mérito se añadirá, en el espíritu de aquellos que recurren a vosotras, la bien fundada persuasión de que el cristianismo de convicción y fielmente practicado, lejos de ser un obstáculo para el valor profesional, es un estímulo y una garantía de él. Verán claramente que, en el ejercicio de vuestra profesión, vosotras tenéis conciencia de vuestra responsabilidad ante Dios; que en vuestra fe en Dios encontráis el más fuerte motivo para asistir con tanta mayor entrega cuanto más grande es la necesidad; que en el sólido fundamento religioso encontráis vosotras la firmeza para oponer a irracionales e inmorales pretensiones (de cualquier parte que ellas vengan) un tranquilo, pero impávido e irreformable "no".

Estimadas y apreciadas como sois por vuestra conducta personal no menos que por vuestra ciencia y experiencia, veréis cómo se os confían de buen grado los cuidados de la madre y del niño, y acaso sin que vosotras mismas os deis cuenta ejercitaréis un profundo, frecuentemente silencioso, pero eficaz apostolado de cristianismo vivido. Porque por grande que pueda ser la autoridad moral que se debe a las cualidades propiamente profesionales, la acción del hombre sobre el hombre se lleva a cabo sobre todo con el doble sello de la verdadera humanidad y del verdadero cristianismo.

II.
El segundo aspecto de vuestro apostolado es el celo para sostener
el valor y la inviolabilidad de la vida humana

El mundo presente tiene urgente necesidad de ser convencido de ello con el triple testimonio de la inteligencia, del corazón y de los hechos. Vuestra profesión os ofrece la posibilidad de dar tal testimonio y hacer de ello un deber. Acaso es una simple palabra dicha oportunamente y con tacto a la madre o al padre; con más frecuencia es toda vuestra conducta y vuestra manera consciente de obrar la que influye discretamente, silenciosamente, sobre ellos. Estáis más que otros en situación de conocer y de apreciar lo que la vida humana es en sí misma y lo que vale ante la sana razón, ante vuestra conciencia moral, ante la sociedad civil, ante la Iglesia y, sobre todo, a los ojos de Dios. El Señor ha hecho todas las restantes cosas sobre la faz de la tierra para el hombre, y el hombre mismo, por lo que toca a su ser y a su esencia, ha sido creado para Dios y no para criatura alguna, aunque en cuanto a sus obras tiene también obligaciones hacia la sociedad. Ahora bien, "hombre" es el niño, aunque no haya todavía nacido; en el mismo grado y por el mismo título que la madre.

Además, todo ser humano, aunque sea el niño en el seno materno, recibe derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de los padres, ni de clase alguna de la sociedad o autoridad humana. Por eso no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna "indicación" médica, eugenésica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico válido para una disposición deliberada directa sobre una vida humana inocente; es decir, una disposición que mire a su destrucción, bien sea como fin, bien como medio para otro fin que acaso de por sí no sea en modo alguno ilícito. Así, por ejemplo, salvar la vida de la madre es un nobilísimo fin; pero la muerte directa del niño como medio para este fin no es lícita. La destrucción directa de la llamada "vida sin valor", nacida o todavía sin nacer, que se practicó pocos años hace, en gran escala, no se puede en modo alguno justificar. Por eso, cuando esta práctica comenzó, la Iglesia declaró formalmente que era contrario al derecho natural y divino positivo, y por lo tanto ilícito matar, aunque fuera por orden de la autoridad pública, a aquellos que, aunque inocentes, a consecuencia de taras físicas o psíquicas, no son útiles a la nación, sino más bien resultan cargas para ella (Decr. S. Off. 2 dic. 1940; AAS, val. 32, 1940, páginas 553-554). La vida de un inocente es intangible y cualquier atentado o agresión directa contra ella es la violación de una de las leyes fundamentales, sin las que no es posible una segura convivencia humana. No tenemos necesidad de enseñaros en detalle la significación y la importancia en vuestra profesión de esta ley fundamental, pero no olvidéis que por encima de cualquier ley humana, de cualquier "indicación", se eleva, indefectiblemente, la ley de Dios.

El apostolado de vuestra profesión os impone el deber de comunicar también a otros el conocimiento, la estima y el respeto de la vida humana que vosotras nutrís en vuestro corazón por convicción cristiana: tomar, cuando es necesario, valientemente, la defensa de ella y proteger, cuando es necesario y está en vuestro poder, a la indefensa y todavía oculta vida del niño apoyándoos sobre la fuerza del precepto divino: Non occides: no matarás (Ex 20, 13). Tal función defensiva se presenta a veces como lo más necesario y urgente; sin embargo, no es la más noble ni la más importante parte de vuestra misión, porque ésta no es puramente negativa, sino, sobre todo, constructiva y tiende a promover, edificar y reforzar.

Infundid en el espíritu y en el corazón de la madre y del padre la estima, el deseo, el gozo, la acogida amorosa del recién nacido desde su primer vagido. El niño formado en el seno materno es un regalo de Dios (Sal 127, 3), que ponía su cuidado a los padres. ¡Con qué delicadeza, con qué encanto muestra la Sagrada Escritura la graciosa corona de los hijos reunidos en torno a la mesa del padre! Son la recompensa del justo, como la esterilidad es con frecuencia el castigo del pecador. Escuchad la palabra divina expresada con la insuperable poesía del Salmo: «Tu esposa será como vid abundante en lo íntimo de tu casa y tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa. He aquí de qué modo es bendecido el hombre temeroso de Dios» (Sal 128, 3-4). Mientras que del malvado se ha escrito: «Tu posteridad sea condenada a exterminio, y en la próxima generación extíngase hasta el nombre» (Sal 109, 13).

Desde su nacimiento, apresuraos —como hacían ya los antiguos romanos— a poner al niño en los brazos del padre, pero con un espíritu incomparablemente más elevado. Entre aquéllos era la afirmación de la paternidad y de la autoridad que de ella deriva; aquí es el homenaje de reconocimiento hacia el Creador, la invocación de la bendición divina, el compromiso de cumplir con devoto afecto el oficio que Dios les ha encomendado. Si el Señor alaba y premia al servidor fiel por haber hecho fructificar cinco talentos (cf. Mt 25. 21), ¿qué elogio, qué recompensa reservará al padre que ha custodiado y educado para él la vida humana que se le confió, superior a todo el oro y toda la plata del mundo?

Pero vuestro apostolado se dirige sobre todo a la madre. Sin duda, la voz de la Naturaleza habla en ella y le pone en el corazón el deseo, el gozo, la valentía, el amor, la voluntad de tener cuidado del niño; pero para vencer las sugestiones de la pusilanimidad en todas sus formas, aquella voz tiene necesidad de ser reforzada y de tomar, por decirlo así, un acento sobrenatural. A vosotras os toca hacer gustar a la joven madre, menos con las palabras que con toda vuestra manera de ser y obrar, la grandeza, la belleza, la nobleza de aquella vida que se desarrolla, se forma y vive en su seno, que nace de ella, que ella lleva en sus brazos y nutre de su pecho; hacer resplandecer a sus ojos y en su corazón el gran don del amor de Dios hacia ella y hacia su niño. La Sagrada Escritura os hace escuchar en múltiples ejemplos el eco de la oración suplicante y después el de los cantos de reconocida alegría de tantas madres finalmente oídas, tras de haber implorado largamente con lágrimas la gracia de la maternidad. También los dolores que, después de la culpa original, debe sufrir la madre para dar a luz a su niño, no hacen sino apretar más el vínculo que les une; ella le amará tanto más cuanto más dolor le ha costado. Esto lo ha expresado con profunda y conmovedora simplicidad aquel que plasmó el corazón de las madres: «La mujer, cuando pare, sufre dolor porque ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, no se acuerda ya de la angustia por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16,21). Y en otro pasaje, el Espíritu Santo, por la pluma del apóstol San Pablo, muestra una vez más la grandeza y la alegría de la maternidad: Dios da a la madre el niño, pero al darlo le hace cooperar efectivamente al abrirse de la flor cuya semilla había puesto en sus vísceras, y esta cooperación viene a ser el camino que le conduce a su salvación eterna: «se salvará la mujer por la generación de los hijos» (Ti 2,15).

Este acuerdo perfecto de la razón y de la fe os da la garantía de que estáis en la verdad plena y de que podéis proseguir con seguridad y sin duda vuestro apostolado de estima y de amor hacia la vida naciente. Si conseguís ejercitar este apostolado junto a la cena donde llora el recién nacido, no será demasiado difícil obtener lo que vuestra conciencia profesional, en armonía con la ley de Dios y de la Naturaleza, os impone prescribir para el bien de la madre y del niño.

No necesitamos demostraros a vosotras, que tenéis experiencia de ello, cuán necesario es hoy este apostolado de la estima y del amor hacia la nueva vida. Sin embargo, no son raros los casos en que el hablar, aunque sólo sea con un acento de cautela, de los hijos como de una "bendición", basta para provocar contradicciones y acaso hasta burlas. Con mucha más frecuencia domina la idea y la palabra del grave "peso" de los hijos. ¡Cuán opuesta al pensamiento de la Naturaleza es esta mentalidad! Si hay condiciones y circunstancias en que los padres, sin violar la ley de Dios, pueden evitar la "bendición de los hijos", sin embargo, estos casos de fuerza mayor no autorizan a pervertir las ideas, a depreciar los valores y a vilipendiar a la madre que ha tenido el valor y el honor de dar la vida.

Si lo que hasta ahora hemos dicho toca a la protección y al cuidado de la vida natural, con mucha mayor razón debe valer para la vida sobrenatural que el recién nacido recibe con el bautismo. En la presente economía no hay otro medio para comunicar esta vida al niño, que no tiene todavía uso de razón. Y, sin embargo, el estado de gracia en el momento de la muerte es absolutamente necesario para la salvación: sin él no es posible llegar a la felicidad sobrenatural y a la visión beatifica de Dios. Un acto de amor puede bastar al adulto para conseguir la gracia santificante y suplir el defecto del bautismo; al que todavía no ha nacido o al niño recién nacido este camino no le está abierto. Si se considera, pues, que la caridad hacia el prójimo impone asistirle en caso de necesidad, que esta obligación es tanto más grave y urgente cuanto más grande es el bien que hay que procurar o el mal que hay que evitar, y cuanto menos el necesitado es capaz de ayudarse y de salvarse por sí mismo, entonces es fácil comprender la grande importancia de atender al bautismo de un niño, privado de todo uso de razón y que se encuentra en grave peligro o ante una muerte segura. Sin duda este deber obliga, en primer lugar, a los padres; pero en los casos de urgencia, cuando no hay tiempo que perder y no es posible llamar a un sacerdote, os toca a vosotras el sublime oficio de conferir el bautismo. No dejéis, pues, de prestar este servicio caritativo y de ejercitar este activo apostolado de vuestra profesión. Que os sirva de aliento y de estímulo la palabra de Jesús: «Bienaventurados los misericordiosos, porque encontrarán misericordia» (Mt 5, 7) ¡Y qué misericordia más grande y más bella que asegurar al alma del niño —entre el umbral de la vida que apenas ha nacido y el umbral de la muerte que se apresta a pasar— la entrada en la eternidad gloriosa y beatificante!

III. Un tercer aspecto de vuestro apostolado profesional se podría denominar
el de la asistencia a la madre en el cumplimiento pronto y generoso de su función materna

Apenas hubo escuchado el mensaje del ángel, María Santísima respondió: «¡He aquí la esclava del Señor! Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Un «fiat», un «sí» ardiente a la vocación de madre, Maternidad virginal, incomparablemente superior a toda otra; pero maternidad real en el verdadero y propio sentido de la palabra (cf. Gal 4,4). Por eso, al recitar el Ángelus Domini, después de haber recordado la aceptación de María, el fiel concluye inmediatamente: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).

Es una de las exigencias fundamentales del recto orden moral que al uso de los derechos conyugales corresponda la sincera aceptación interna del oficio y del deber de la maternidad. Con esta condición camina la mujer por la vía establecida por el Creador hacia el fin que Él ha asignado a su criatura, haciéndola, con el ejercicio de aquella función, participante de su bondad, de su sabiduría y de su omnipotencia, según el anuncio del Ángel: «Concipies in utero et paries: concebirás en tu seno y parirás» (cf. Lc 1, 31).

Si éste es, pues, el fundamento biológico de vuestra actividad profesional, el objeto urgente de vuestro apostolado será: trabajar por mantener, despertar, estimular el sentido y el amor del deber de la maternidad.

Cuando los cónyuges estiman y aprecian el honor de suscitar una nueva vida, cuyo brote esperan con santa impaciencia, vuestra tarea es bien fácil: basta cultivar en ellos este sentimiento interno: la disposición para acoger y para cuidar aquella vida naciente sigue entonces como por sí misma. Pero con frecuencia no es así; con frecuencia el niño no es deseado; peor aún, es temido. ¿Cómo podría en tales condiciones existir la prontitud para el deber? Aquí vuestro apostolado debe ejercitarse de una manera efectiva y eficaz: ante todo, negativamente, rehusando toda cooperación inmoral; y positivamente, dirigiendo vuestros delicados cuidados a disipar los prejuicios, las varias aprensiones o los pretextos pusilánimes, a alejar, cuanto os sea posible, los obstáculos, incluso exteriores, que puedan hacer penosa la aceptación de la maternidad. Si no se recurre a vuestro consejo y a vuestra ayuda, sino para facilitar la procreación de la nueva vida, para protegerla y encaminarla hacia su pleno desarrollo, vosotras podéis sin más prestar vuestra cooperación. ¿Pero en cuántos otros casos se recurre a vosotras para impedir la procreación y la conservación de esta vida, sin respeto alguno de los preceptos de orden moral? Obedecer a tales exigencias sería rebajar vuestro saber y vuestra habilidad, haciéndoos cómplices de una acción inmoral; sería pervertir vuestro apostolado. Este exige un tranquilo, pero categórico "no", que no permite transgredir la ley de Dios y el dictamen de la conciencia. Por eso vuestra profesión os obliga a tener un claro conocimiento de aquella ley divina de modo que la hagáis respetar, sin quedaros más aquí ni más allá de sus preceptos.

Nuestro Predecesor Pío XI, de feliz memoria, en su Encíclica Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930, proclamó de nuevo solemnemente la ley fundamental del acto y de las relaciones conyugales: que todo atentado de los cónyuges en el cumplimiento del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, atentado que tenga por fin privarlo de la fuerza a él inherente e impedir la procreación de una nueva vida, es inmoral; y que ninguna "indicación" o necesidad puede cambiar una acción intrínsecamente inmoral en un acto moral y lícito (cf. AAS, vol. 22, págs. 559 y sigs.).

Esta prescripción sigue en pleno vigor lo mismo hoy que ayer, y será igual mañana y siempre, porque no es un simple precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley natural y divina.

Sean Nuestras palabras una norma segura para todos los casos en que vuestra profesión y vuestro apostolado exigen de vosotras una determinación clara y firme.

Sería mucho más que una simple falta de prontitud para el servicio de la vida si el atentado del hombre no fuera sólo contra un acto singular, sino que atacase al organismo mismo, con el fin de privarlo, por medio de la esterilización, de la facultad de procrear una nueva vida. También aquí tenéis para vuestra conducta interna y externa una clara norma en las enseñanzas de la Iglesia. La esterilización directa —esto es, la que tiende, como medio o como fin, a hacer imposible la procreación— es una grave violación de la ley moral y, por lo tanto, ilícita.

Tampoco la autoridad pública tiene aquí derecho alguno, bajo pretexto de ninguna clase de "indicación", para permitirla, y mucho menos para prescribirla o hacerla ejecutar con daño de los inocentes. Este principio se encuentra ya enunciado en la Encíclica arriba mencionada de Pío XI sobre el matrimonio (l. c., págs. 564, 565). Por eso, cuando, ahora hace un decenio, la esterilización comenzó a ser cada vez más ampliamente aplicada, la Santa Sede se vio en la necesidad de declarar expresa y públicamente que la esterilización directa, tanto perpetua como temporal, e igual del hombre que de la mujer, es ilícita en virtud de la ley natural, de la que la Iglesia misma, como bien sabéis, no tiene potestad de dispensar (Decr. S. Off., 22 febrero 1940. AAS, 1940, página 73).

Oponeos, pues, por lo que a vosotras toca, en vuestro apostolado, a estas tendencias perversas y negadles vuestra cooperación.

Se presenta, además, estos días el grave problema de si la obligación de la pronta disposición al servicio de la maternidad es conciliable y en que medida con el recurso cada vez más difundido a las épocas de la esterilidad natural (los llamados períodos agenésicos de la mujer), lo cual parece una clara expresión de la voluntad contraria a aquella disposición.

Se espera justamente de vosotras que estéis bien informadas desde el punto de vista médico de esta conocida teoría y de los progresos que en esta materia se pueden todavía prever, y, además, que vuestros consejos y vuestra asistencia no se apoyen sobre simples publicaciones populares, sino que estén fundados sobre la objetividad científica y sobre el juicio autorizado de especialistas concienzudos en medicina y en biología. Es oficio no del sacerdote, sino vuestro, instruir a los cónyuges, tanto en consultas privadas como mediante publicaciones, sobre el aspecto biológico y técnico de la teoría, pero sin dejaros arrastrar a una propaganda que no sea ni justa ni conveniente. Pero hasta en este campo vuestro apostolado requiere de vosotras, como mujeres y como cristianas, que conozcáis y difundáis las normas morales a las que está sujeta la aplicación de aquella teoría. Y en esto es competente la Iglesia.

Es preciso, ante todo, considerar dos hipótesis. Si la práctica de aquella teoría no quiere significar otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial también en los días de esterilidad natural, no hay nada que oponer; con esto, en efecto, aquellos no impiden ni perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Precisamente en esto la aplicación de la teoría de que hablamos se distingue esencialmente del abuso antes señalado, que consiste en la perversión del acto mismo. Si, en cambio, se va más allá, es decir, se permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atentamente.

Y aquí de nuevo se presenta a Nuestra reflexión dos hipótesis si, ya en la celebración del matrimonio, al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el mismo derecho matrimonial y no sólo su uso, de modo que en los otros días el otro cónyuge no tendría ni siquiera el derecho a exigir el acto, esto implicaría un defecto esencial del consentimiento matrimonial que llevaría consigo la invalidez del matrimonio mismo, porque el derecho que deriva del contrato matrimonial es un derecho permanente, ininterrumpido, y no intermitente, de cada uno de los cónyuges con respecto al otro.

Si en cambio, aquella limitación del acto a los días de esterilidad natural se refiere, no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio queda fuera de discusión; sin embargo, la licitud moral de tal conducta de los cónyuges habría que afirmarla o negarla según la intención de observar constantemente aquellos tiempos, estuviera basada o no sobre motivos morales suficientes y seguros.

La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone también el cumplimiento de una obra positiva que mira al estado mismo. En este caso se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede ser omitida si graves motivos, independientes de la buena voluntad de aquellos que están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna o prueban que no se puede pretender equitativamente por el acreedor a tal prestación (en este caso el género humano).

El contrato matrimonial, que confiere a los esposos el derecho de satisfacer la inclinación de la naturaleza, les constituye en un estado de vida, el estado matrimonial; ahora bien, a los cónyuges que hacen uso de él con el acto específico de su estado, la Naturaleza y el Creador les imponen la función de proveer a la conservación del género humano. Esta es la prestación característica que constituye el valor propio de su estado, el bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia, en el orden establecido por Dios, del matrimonio fecundo. Por lo tanto, abrazar el estado matrimonial, usar continuamente de la facultad que le es propia y sólo en él es lícita, y, por otra parte, substraerse siempre y deliberadamente sin un grave motivo a su deber primario, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal.

De esta prestación positiva obligatoria pueden eximir, incluso por largo tiempo y hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como los que no raras veces existen en la llamada "indicación" médica, eugenésica, económica y social. De aquí se sigue que la observancia de los tiempos infecundos puede ser "lícita" bajo el aspecto moral; y en las condiciones mencionadas es realmente tal. Pero si no hay, según un juicio razonable y equitativo, tales graves razones personales o derivantes de las circunstancias exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de la unión, aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de derivar de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas.

Ahora bien, acaso insistáis, observando que en el ejercicio de vuestra profesión os encontráis a veces ante casos muy delicados en que no es posible exigir que se corra el riesgo de la maternidad, lo cual tiene que ser absolutamente evitado, y en los que, por otra parte, la observancia de los períodos agenésicos o no da suficiente seguridad o debe ser descartada por otros motivos. Y entonces preguntáis cómo se puede todavía hablar de un apostolado al servicio de la maternidad. Si, según vuestro seguro y experimentado juicio, las condiciones requieren absolutamente un "no"; es decir, la exclusión de la maternidad, sería un error y una injusticia imponer o aconsejar un "sí". Se trata aquí verdaderamente de hechos concretos y, por lo tanto, de una cuestión no teológica, sino médica; ésa es, por lo tanto, competencia vuestra. Pero en tales casos los cónyuges no piden de vosotras una respuesta médica necesariamente negativa, sin la aprobación de una "técnica" de la actividad conyugal, asegurada contra el riesgo de la maternidad. Y he aquí que con esto sois llamadas de nuevo a ejercitar vuestro apostolado en cuanto que no tenéis que dejar ninguna duda sobre que, hasta en estos casos extremos, toda maniobra preventiva y todo atentado directo a la vida y al desarrollo del germen está prohibido y excluido en conciencia y que sólo un camino permanece abierto: es decir, el de la abstinencia de toda actuación completa de la facultad natural. Aquí vuestro apostolado os obliga a tener un juicio claro y seguro y una tranquila firmeza.

Pero se objetará que tal abstinencia es imposible, que tal heroísmo es impracticable. Esta objeción la oiréis vosotras, la leeréis con frecuencia hasta por parte de quienes, por deber y por competencia, deberían estar en situación de juzgar de modo muy distinto. Y como prueba se aduce el siguiente argumento: "Nadie está obligado a lo imposible, y ningún legislador razonable se presume que quiera obligar con su ley también a lo imposible. Pero para los cónyuges la abstinencia durante un largo periodo es imposible. Luego no están obligados a la abstinencia. La ley divina no puede tener este sentido."

De este modo, de premisas parciales verdaderas se deduce una consecuencia falsa. Para convencerse de ello basta invertir los términos del argumento: "Dios no obliga a lo imposible. Pero Dios obliga a los cónyuges a la abstinencia si su unión no puede ser llevada a cabo según las normas de la Naturaleza. Luego en estos casos la abstinencia es posible." Como confirmación de tal argumento, tenemos la doctrina del Concilio de Trento, que en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos, enseña, refiriéndose a un pasaje de San Agustín: «Dios no manda cosas imposibles, pero cuando manda advierte que hagas lo que puedes y que pidas lo que no puedes y Él ayuda para que puedas» (Conc. Trid., sess. 6, cap. II: Denzinger, núm. 804; S. Agustín. De natura et gratia, cap. 43, n. 50: Migne, PL, 44, 271).

Por eso no os dejéis confundir en la práctica de vuestra profesión y en vuestro apostolado por tanto hablar de imposibilidad, ni en lo que toca a vuestro juicio interno, ni en lo que se refiere a vuestra conducta externa. No os prestéis jamás a nada que sea contrario a la ley de Dios y a vuestra conciencia cristiana! Es hacer una injuria a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo estimarles incapaces de un continuado heroísmo. Hoy, por muchísimos motivos —acaso bajo la presión de la dura necesidad y a veces hasta al servicio de la injusticia—, se ejercita el heroísmo en un grado y con una extensión que en los tiempos pasados se habría creído imposible. ¿Por qué, pues, este heroísmo, si verdaderamente lo exigen las circunstancias, tendría que detenerse en los confines señalados por las pasiones y por las inclinaciones de la Naturaleza? Es claro, el que no quiere dominarse a sí mismo, tampoco lo podrá; y quien crea dominarse contando solamente con sus propias fuerzas, sin buscar sinceramente y con perseverancia la ayuda divina, se engañará miserablemente.

He aquí lo que concierne a vuestro apostolado para ganar a los cónyuges al servicio de la maternidad, no en el sentido de una ciega esclavitud bajo los impulsos de la Naturaleza, sino de un ejercicio de los derechos y de los deberes conyugales regulados por los principios de la razón y de la fe.

IV.
El último aspecto de vuestro apostolado toca a la defensa del recto orden de los valores
y de la dignidad de la persona humana

Los "valores de la persona" y la necesidad de respetarlos es un tema que desde hace dos decenios ocupa cada vez más a los escritores. En muchas de sus lucubraciones, hasta el acto específicamente sexual tiene su puesto asignado para hacerlo servir a la persona de los cónyuges. El sentido propio y más profundo del ejercicio del derecho conyugal debería consistir en que la unión de los cuerpos es la expresión y la actuación de la unión personal y afectiva.

Artículos, capítulos, libros enteros, conferencias, especialmente sobre la "técnica del amor", están dedicados a difundir estas ideas, a ilustrarlas con advertencias a los recién casados como guía del matrimonio para que no dejen pasar por tontería o por mal entendido pudor o por infundado escrúpulo lo que Dios, que ha creado también las inclinaciones naturales, les ofrece. Si de este completo don recíproco de los cónyuges surge una vida nueva, ésta es un resultado que queda fuera, o cuando más como en la periferia de los "valores de la persona"; resultado que no se niega, pero que no se quiere que esté en el centro de las relaciones conyugales.

Según estas teorías, vuestra consagración para el bien de la vida todavía oculta en el seno materno, o para favorecer su nacimiento feliz, no tendría sino una influencia menor y pasaría a segunda línea.

Ahora bien, si esta apreciación relativa no hiciese sino poner el acento sobre el valor de la persona de los esposos más que sobre el de la prole, se podría en rigor dejar de examinar tal problema; pero se trata, en cambio, de una grave inversión del orden de los valores y de los fines puestos por el mismo Creador. Nos encontramos frente a la propagación de un complejo de ideas y de afectos, directamente opuesto a la claridad, a la profundidad y a la seriedad del pensamiento cristiano. Y he aquí que de nuevo tiene que intervenir vuestro apostolado. Podrá, en efecto, ocurriros que seáis las confidentes de la madre y esposa y os interroguen sobre los más secretos deseos y sobre las intimidades de la vida conyugal. ¿Pero cómo podréis entonces, conscientes de vuestra misión, hacer valer la verdad y el recto orden en las apreciaciones y en la acción de los cónyuges si no tuvieseis vosotras mismas un exacto conocimiento y estuvieseis dotadas de la firmeza de carácter necesario para sostener lo que sabéis que es verdadero y justo?

La verdad es que el matrimonio, como institución natural, en virtud de la voluntad del Creador, no tiene como fin primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y la educación de la nueva vida. Los otros fines, aunque también los haga la Naturaleza, no se encuentran en el mismo grado del primero y mucho menos le son superiores, sino que le están esencialmente subordinados. Esto vale para todo matrimonio, aunque sea infecundo; como de todo ojo se puede decir que está destinado y formado para ver, aunque en casos anormales, por especiales condiciones internas y externas, no llegue nunca a estar en situación de conducir a la percepción visual.

Precisamente para cortar todas las incertidumbres y desviaciones que amenazan con difundir errores en torno a la escala de los fines del matrimonio y a sus recíprocas realizaciones, redactamos Nos mismo hace algunos años (10 de marzo de 1944) una declaración sobre el orden de aquellos fines, indicando lo que la misma estructura interna de la disposición natural revela, lo que es patrimonio de la tradición cristiana, lo que los Sumos Pontífices han enseñado repetidamente, lo que después en la debida forma ha sido fijado por el Código de Derecho Canónico (can. 1013 §1). Es más, poco después para corregir la opinión opuesta, la Santa Sede, por medio de un decreto público declaró que no puede admitirse la sentencia de ciertos autores recientes que niegan que el fin primario del matrimonio es la procreación y la educación de la prole, o enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al fin primario, sino que son equivalentes e independientes de él (S.C.S. Officii, 1 abril 1944: AAS, vol. 36, a. 1944. pág. 103).

¿Se quiere acaso con esto negar o disminuir cuanto hay de bueno y de justo en los valores personales resultantes del matrimonio y de su práctica? No, ciertamente, porque a la procreación de la nueva vida ha destinado el Creador en el matrimonio seres humanos, hechos de carne y de sangre, dotados de espíritu y de corazón, y éstos están llamados en cuanto hombres, y no como animales irracionales, a ser los autores de su descendencia. A este fin, el Señor quiere la unión de los esposos. Efectivamente, de Dios dice la Sagrada Escritura que creó al hombre a su imagen y le creó varón y hembra (Gn 1,27), y ha querido —como repetidamente afirma en los libros sagrados— que «el hombre abandone a su padre y a su madre y se una a su mujer y formen una carne sola» (Gn 2, 24; Mt 19,5; Ef 5, 31).

Todo esto es, pues verdadero y querido por Dios, pero no debe separarse de la función primaria del matrimonio; esto es del servicio a una vida nueva. No sólo actividad común de la vida externa, sino también todo el enriquecimiento personal, el mismo enriquecimiento intelectual y espiritual, y hasta todo lo que hay de más espiritual y profundo en el amor conyugal como tal, ha sido puesto por la voluntad de la naturaleza y del Creador al servicio de la descendencia. Por su naturaleza, la vida conyugal perfecta significa también la entrega total de los padres en beneficio de los hijos, y el amor conyugal, con su fuerza y con su ternura, es el mismo un postulado del más sincero cuidado de la prole y la garantía de su actuación (cf. S. Th, 3 p., q. 29, a. 2. in c.; Suppl., q. 49, a. 2 ad 1).

Reducir la cohabitación de los cónyuges y el acto conyugal a una pura función orgánica para la transmisión de los gametos, sería sólo convertir el hogar doméstico, santuario de la familia, en un simple laboratorio biológico. Por eso, en nuestra Alocución del 29 de septiembre de 1949 al Congreso Internacional de los Médicos Católicos, excluimos formalmente del matrimonio la fecundación artificial. El acto conyugal, en su estructura natural, es una acción personal, una cooperación simultánea e inmediata de los cónyuges que, por la naturaleza misma de los agentes y la propiedad del acto, es la expresión del don recíproco que, según la palabra de la Escritura, efectúa la unión "en una carne sola".

Esto es mucho más que la unión de dos gametos, que puede efectuarse también artificialmente, es decir, sin la acción natural de los cónyuges. El acto conyugal, ordenado y querido por la Naturaleza, es una cooperación personal a la que los esposos, al contraer matrimonio, se otorgan mutuamente el derecho.

Por eso, cuando esta prestación en su forma natural y desde el comienzo es permanentemente imposible, el objeto de contrato matrimonial se encuentra afectado por un vicio esencial. Es lo que entonces dijimos: «No se olvide: sólo la procreación de una nueva vida según la voluntad y el designio del Creador lleva consigo, en un grado estupendo de perfección, la realización de los fines intentados. Esta es, al mismo tiempo, conforme a la naturaleza corporal y espiritual y a la dignidad de los esposos, y al desarrollo normal y feliz del niño» (AAS, vol. 41, 1949, página 560).

Decid, pues, a la novia o la recién casada que viniere a hablaros de los valores personales, que tanto en la esfera del cuerpo o de los sentidos, como en la espiritual, son realmente genuinos, pero que el Creador los ha puesto en la escala de los valores, no en el primero, sino en el segundo grado.

Añadid otra consideración, que corre el riesgo de caer en olvido: todos estos valores secundarios de la esfera y de la actividad generativa entran en el ámbito del oficio específico de los cónyuges, que es ser autores y educadores de la vida nueva. Alto y noble oficio, pero que no pertenece a la esencia de un ser humano completo, como si, en el caso de no obtener la natural tendencia generativa su realización, se tuviese en cierto modo o grado una disminución de la persona humana. La renuncia a aquella realización no es —especialmente si se hace por los más nobles motivos— una mutilación de los valores personales y espirituales. De esta libre renuncia por amor del reino de Dios, el Señor ha dicho: Non omnes capiunt verbum istud, sed quibus datum est: «No todos comprenden esta doctrina, sino sólo aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11).

Exaltar más de la medida, como hoy se hace no raras veces la función generativa, aun en la forma justa y moral de la vida conyugal, es, por eso, no sólo un error y una aberración; lleva consigo el peligro de una desviación intelectual y afectiva, apta para impedir y sofocar buenos y elevados sentimientos, especialmente en la juventud todavía desprovista de experiencia y desconocedora de los desengaños de la vida. Porque, en fin, ¿qué hombre normal, sano de cuerpo y de alma, querría pertenecer al número de los deficientes de carácter y de espíritu?

¡Que pueda vuestro apostolado, allí donde vosotras ejercitéis vuestra profesión, iluminar las mentes e inculcar este justo orden de los valores para que los hombres conformen a él sus juicios y su conducta!

Esta exposición Nuestra sobre la función de vuestro apostolado profesional sería incompleta si no añadiésemos todavía una breve palabra sobre la defensa de la dignidad humana en el uso de la inclinación generativa.

El mismo Creador, que en su bondad y sabiduría ha querido para la conservación y la propagación del género humano servirse de la cooperación del hombre y de la mujer uniéndoles en el matrimonio, ha dispuesto también que en aquella función los cónyuges experimenten un placer y una felicidad en el cuerpo y en el espíritu. Los cónyuges, pues, al buscar y gozar este placer no hacen nada de malo. Aceptan lo que el Creador les ha destinado.

Sin embargo, también aquí los cónyuges deben saber mantenerse en los límites de una justa moderación. Como en el gusto de los alimentos y de la bebidas, también en el sexual no deben abandonarse sin freno al impulso de los sentidos. La recta norma es, por lo tanto, ésta: el uso de la natural disposición generativa es moralmente lícita sólo en el matrimonio, en el servicio y según el orden de los fines del matrimonio mismo. De aquí se sigue también que sólo en el matrimonio y observando la regla, el deseo y la fruición de aquel placer y de aquella satisfacción son lícitos. Porque el goce que está sometido a la ley tan razonable toca no sólo a la sustancia, sino también a las circunstancias de la acción, de tal manera que, aun quedando salva la sustancia del acto, se puede pecar en el modo de llevarla a cabo.

La transgresión de esta norma es tan antigua como el pecado original. Pero en nuestro tiempo se corre el peligro de perder de vista el mismo principio fundamental. Al presente, en efecto, se suele sostener con palabras y con escritos (aun por parte de algunos católicos) la necesaria autonomía, el propio fin y el propio valor de la sexualidad y de su ejercicio, independientemente del fin de la procreación de una nueva vida. Se querría someter a un nuevo examen y a una nueva norma el orden mismo establecido por Dios. No se querría admitir otro freno en el modo de satisfacer el instinto que el observar la esencia del acto instintivo. Con esto, a la obligación moral del dominio de las pasiones le substituiría la licencia de servir ciegamente y sin freno los caprichos y los impulsos de la naturaleza; lo cual no podrá menos, tarde o temprano, de redundar en daño de la moral, de la conciencia y de la dignidad humana.

Si la naturaleza hubiese mirado exclusivamente, o al menos en primer lugar, a un recíproco don y posesión de los cónyuges en el gozo, en la delectación, y si hubiese dispuesto aquel acto sólo para hacer feliz en el más alto grado posible su experiencia personal, y no para estimularles al servicio de la vida, entonces el Creador habría adoptado otro designio en la formación y constitución del acto natural. Ahora bien, éste es, por el contrario y en suma, totalmente subordinado y ordenado a aquella única grande ley de la generatio et educatio prolis; es decir, al cumplimiento del fin primario de matrimonio como origen y fuente de la vida.

Sin embargo, olas incesantes de hedonismo invaden el mundo y amenazan sumergir en la marea de los pensamientos, de los deseos y de los actos toda la vida matrimonial, no sin serios peligros y grave perjuicio del oficio primario de los cónyuges.

Este hedonismo anticristiano con frecuencia no se sonrojan de erigirlo en doctrina, inculcando el ansia de hacer cada vez más intenso el gozo en la preparación y la ejecución de la unión conyugal; como si en las relaciones matrimoniales toda la ley moral se redujese al regular cumplimiento del acto mismo, y como si todo el resto, hecho de cualquier manera que sea, quedara justificado con la efusión del recíproco afecto, santificado por el sacramento del matrimonio, merecedor de alabanza y de premio ante Dios y la conciencia. De la dignidad del hombre y de la dignidad del cristiano, que ponen un freno a los excesos de la sensualidad, no se tiene cuidado.

Pero no. La gravedad y la santidad de la ley moral cristiana no admiten una desenfrenada satisfacción del instinto sexual y de tender así solamente al placer y al goce; ella no permite al hombre razonable dejarse dominar hasta tal punto, ni en cuanto a la sustancia, ni en cuanto a las circunstancias del acto.

Algunos querrían alegar que la felicidad en el matrimonio está en razón directa del recíproco goce en las relaciones conyugales. No: la felicidad del matrimonio está en cambio en razón directa del mutuo respeto entre los cónyuges aun en sus íntimas relaciones; no como si ellos juzgaran inmoral y rechazaran lo que la naturaleza ofrece y el Creador ha dado, sino porque este respeto y la mutua estima que él engendra es uno de los más eficaces elementos de un amor puro, y por eso mismo tanto más tierno.

En vuestra actividad profesional oponeos cuanto os sea posible al ímpetu de este refinado hedonismo, vacío de valores espirituales, y por eso, indigno de esposos cristianos. Mostrad cómo la Naturaleza ha dado, es verdad, el deseo instintivo del goce y lo aprueba en el matrimonio legítimo, pero no como fin en sí mismo, sino en último término para servicio de la vida. Desterrad de vuestro espíritu aquel culto del placer y haced lo más que podáis para impedir la difusión de una literatura que se cree en la obligación de describir con todo detalle las intimidades de la vida conyugal con el pretexto de instruir, de dirigir, de asegurar. Para tranquilizar la conciencia timorata de los esposos basta, en general, el buen sentido, el instinto natural y una breve instrucción sobre las claras y simples máximas de la ley moral cristiana. Si en algunas circunstancias especiales, una novia o una recién casada tuviesen una necesidad de más amplias aclaraciones sobre algún punto particular, os tocará a vosotras darles delicadamente una explicación conforme a la ley natural y a la sana conciencia cristiana.

Estas enseñanzas Nuestras no tienen nada que ver con el maniqueísmo y con el jansenismo, como algunos quieren hacer creer para justificarse a sí mismos. Son sólo una defensa del honor del matrimonio cristiano y de la dignidad personal de los cónyuges.

Servir a tal fin es, sobre todo en nuestros días, un urgente deber de vuestra misión profesional.

Con esto hemos llegado a la conclusión de cuanto Nos habíamos propuesto exponeros.

Vuestra profesión os abre un vasto campo de apostolado en múltiples aspectos; apostolado, no tanto de palabra cuanto de acción y de guía; apostolado que podréis ejercitar útilmente sólo si sois perfectamente conscientes del fin de vuestra misión y de los medios para conseguirlo, y si estáis dotadas de una voluntad firme y resuelta, fundada en una profunda convicción religiosa, inspirada y enriquecida por la fe y el amor cristiano.

Invocando sobre vosotras la poderosa ayuda de la luz divina y del divino auxilio, os impartimos de todo corazón, como prenda y auspicio de las más abundantes gracias celestiales, Nuestra Bendición Apostólica.


*  AAS 43 (1951) 835 ss.

 

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